16

CAYENDO EN EL TIEMPO

El coche del tiempo se balanceaba.

Intenté subirme al asiento, pero me caí al suelo y me golpeé cabeza y hombros contra uno de los bancos de madera. La mano me dolía por el mordisco del Morlock.

Una luz blanca llenó la cabina, echándose sobre nosotros en una explosión silenciosa.

Oí gritar al Morlock. Mi visión era borrosa, dificultada por los pelos ensangrentados de mis mejillas y cejas. Por la puerta trasera y los ventanucos un brillo pálido y uniforme penetró en la cabina; al principio parpadeé, pero pronto se estabilizó en un brillo grisáceo. Me pregunté si había habido una nueva catástrofe: quizás el taller hubiese sido arrasado por las llamas…

Pero pronto comprendí que la luz era demasiado estable y neutral para eso. Comprendí que ya habíamos avanzado mucho más allá del laboratorio bélico.

El brillo era, por supuesto, luz diurna, convertida en monótona y aburrida por la superposición, demasiado rápida para seguirla con el ojo humano, de días y noches. Habíamos caído ciertamente en el tiempo. El coche —aunque tosco y poco equilibrado— operaba correctamente. No sabía si caíamos al pasado o al futuro, pero el coche ya nos había llevado a un periodo más allá de la existencia de la Bóveda de Londres.

Me apoyé con las manos e intenté levantarme, pero tenía sangre —mía o del Morlock— en las palmas y resbalé. Volví a chocar con el suelo duro, y me golpeé de nuevo la cabeza con el banco.

Caí en una profunda fatiga. El dolor de mis actividades durante el bombardeo, contenido por la carrera en la que me había visto envuelto, cayó vengativamente sobre mí. Dejé descansar la cabeza sobre el suelo de metal y cerré los ojos.

—De qué sirve, ¿eh? —pregunté sin dirigirme a nadie en particular.

Moses había muerto… perdido, con el profesor Gödel, bajo toneladas de escombros en un laboratorio destruido. No tenía ni idea si el Morlock estaba vivo o muerto; tampoco me preocupaba. Que el coche del tiempo me llevase al pasado o al futuro; que viajase por siempre, ¡hasta que se estrellase contra los muros del Infinito y la Eternidad! Que ése fuera el fin. Ya no podía hacer más.

—No merezco ni la vela —murmuré—. No merezco ni la vela…

Creí sentir unas manos suaves sobre las mías, el roce del pelo contra la cara; pero protesté, y —con las fuerzas que me quedaban— aparté las manos.

Me hundí en una profunda oscuridad sin sueños.

Me despertó un fuerte zarandeo.

Me golpeé contra el suelo de la cabina. Tenía algo blando bajo la cabeza, pero se desplazó, y me golpeé el cráneo contra la esquina dura de uno de los bancos. Aquella nueva lluvia de dolor me devolvió la conciencia, y, con desgana, me senté.

La cabeza me dolía por todas partes y sentía el cuerpo como si hubiese sufrido un duro combate de boxeo. Pero, paradójicamente, me sentía con mejor humor. Todavía tenía la muerte de Moses en la cabeza —un suceso importante al que algún día tendría que enfrentarme—, pero después de esos momentos de bendita inconsciencia podía mirar más allá, como uno puede apartarse de la cegadora luz del sol y ver otras cosas.

La nebulosa mezcla perlífera de día y noche todavía llenaba el interior del coche. Sorprendentemente hacía frío; temblaba, y la respiración se convertía en vapor frente a mi cara. Nebogipfel estaba sentado en el asiento del conductor dándome la espalda. Con los dedos blancos comprobaba los instrumentos del rudimentario salpicadero y seguía los cables que colgaban de la parte de atrás.

Me puse en pie. El tambaleo del coche y el castigo que había sufrido en 1938 me impedían mantener el equilibrio; para sostenerme tuve que agarrarme al interior de la cabina, y descubrí que el metal estaba helado. El elemento blando que había hecho de almohada era la chaqueta del Morlock. La doblé y la coloqué sobre un banco. También vi, arrojada en el suelo, la herramienta pesada que Moses había utilizado para abrir los depósitos de plattnerita. La levanté con la punta de los dedos; estaba llena de sangre.

Todavía llevaba las charreteras; asqueado por aquellas piezas de armadura, me las arranqué y las arrojé al suelo.

AL oírlo, Nebogipfel me miró, y vi que sus gafas azules estaban partidas en dos, y que uno de los enormes ojos era una masa de sangre y carne desgarrada.

—Prepárese —dijo severo.

—¿Para qué? Yo…

Y la cabina se hundió en la oscuridad.

Me incliné hacia delante y casi me caigo de nuevo. Un frío intenso eliminó el calor residual de la cabina y de mi sangre; la cabeza me palpitaba de nuevo. Me cubrí el pecho con los brazos.

—¿Qué le ha pasado a la luz del día?

La voz del Morlock parecía casi cruel en la oscuridad.

—Durará sólo unos segundos. Debemos aguantar…

Y con la misma rapidez con que había llegado, la oscuridad desapareció, y la luz grisácea inundó nuevamente la cabina. El frío cortante se redujo, pero yo todavía temblaba violentamente. Me arrodillé en el suelo al lado de Nebogipfel.

—¿Qué sucede? ¿Qué ha sido eso?

Hielo —dijo—. Viajamos a través de una era de glaciaciones periódicas; los glaciares bajan del norte y cubren el mundo, atrapándonos a nosotros en el proceso, y luego se funden. En ocasiones, me atrevo a decir, debe de haber hasta cien pies de hielo sobre nosotros.

Miré por los ventanucos de la parte delantera del coche. Vi el valle del Támesis convertido en una tundra sólo ocupada por hierba resistente, manchas de radiantes brezos púrpura y escasos árboles; estos últimos recorrían su ciclo anual demasiado rápido para seguirlo, pero me parecía que pertenecían a las variedades más resistentes: robles, sauces, álamos, olmos, espinas. No había ni rastro de Londres: ni siquiera podía apreciar los fantasmas de los efímeros edificios, y no había señales del hombre en todo aquel paisaje gris, ni tampoco de vida animal. Ni siquiera la forma del paisaje, las colinas y los valles me era familiar, al haber sido transformada una y otra vez por los glaciares.

Y ahora —lo vi llegar en un breve fogonazo de brillo blanco, antes de que nos alcanzara— el gran hielo apareció de nuevo. En la oscuridad, maldije y me metí las manos en los sobacos; tenía insensibles los dedos de manos y pies, y comencé a temer la congelación. Cuando los glaciares se retiraron una vez más, dejaron un paisaje habitado por la misma variedad de plantas resistentes, por lo que podía ver, pero con los contornos alterados: evidentemente, los intervalos de hielo rehacían el paisaje, aunque no podía saber si avanzábamos hacia el pasado o el futuro. Observé cantos rodados mas grandes que un hombre que parecían migrar por el paisaje, deslizándose y desviándose; era evidentemente un extraño efecto de la erosión del paisaje.

—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

—No demasiado. Quizás unos treinta minutos.

—¿Y el coche nos lleva al futuro?

—Vamos hacia el pasado —dijo el Morlock. Volvió el rostro hacia mí, y vi que sus graciosos movimientos habían quedado reducidos a gestos bruscos por la paliza que le había dado—. Estoy bastante seguro. Vi fragmentos de la recesión de Londres, al volver a sus orígenes históricos… Del intervalo entre glaciaciones, yo diría que viajamos a unos diez mil años por minuto.

—Quizá deberíamos pensar en la forma de detener el impetuoso viaje del coche en el tiempo. Si encontramos una época uniforme…

—Creo que no tenemos forma de detener el viaje del coche.

—¿Qué?

El Morlock extendió las manos —el pelo de la parte de atrás estaba cubierto de una ligera capa de escarcha— y nos hundimos nuevamente en el oscuro sepulcro de hielo, mientras su voz flotaba en las tinieblas.

—Éste es un vehículo de prueba tosco e incompleto. La mayoría de los controles e indicadores está desconectada; los que tienen conexiones en su mayoría no parecen operativos. Incluso si supiésemos cómo alterar su funcionamiento sin dañar el vehículo, no veo la forma de salir de la cabina y alcanzar su mecanismo interior.

Otra vez salimos del hielo a la tundra remodelada. Nebogipfel miró el paisaje fascinado.

—Piénselo: los fiordos de Escandinavia todavía no se han formado, y los lagos de Europa y Norteamérica, producto del hielo fundido, son fantasmas del futuro.

»Ya hemos superado el amanecer de la historia humana. En África podríamos encontrar razas de australopitecos, algunas torpes, otras gráciles, algunas carnívoras, pero todas con postura bípeda y características simiescas: un cráneo pequeño y grandes mandíbulas y dientes.

Una soledad grande y fría cayó sobre mí. Ya antes me había perdido en el tiempo, pero nunca, pensé, ¡había sentido una soledad tan intensa!

¿Sería cierto —podía ser cierto— que Nebogipfel y yo, en el dañado coche del tiempo, fuésemos la única llama de la inteligencia en todo el planeta?

—Así que estamos fuera de control —dije—. Podríamos no detenernos hasta alcanzar el principio del tiempo…

—Dudo que lleguemos a eso —dijo Nebogipfel—. La plattnerita debe de tener una capacidad finita. No puede llevarnos al pasado eternamente, debe agotarse. Recemos porque eso suceda antes de que pasemos por el Ordovícico y el Cámbrico, antes de una época en que no haya oxígeno para sobrevivir.

—Una perspectiva alegre —dije—. Y supongo que las cosas podrían ser peor.

—¿Cómo?

Estiré las piernas y me senté en el suelo frío.

—No tenemos provisiones de ningún tipo. Ni agua ni comida. Y ambos estamos heridos. ¡Ni siquiera tenemos ropa de abrigo! ¿Cuánto tiempo podremos sobrevivir en esta helada nave del tiempo? ¿Unos días? ¿Menos?

Nebogipfel no contestó.

No soy un hombre que se rinda con facilidad al destino, e invertí algo de esfuerzo en estudiar los controles y cables del vehículo. Pronto descubrí que tenía razón —no había forma de poder convertir aquel montón de componentes en un vehículo controlable— y mis energías, ya de por sí reducidas, se agotaron pronto. Volví a una cierta apatía.

Atravesamos una vez más una glaciación breve y brutal; y luego penetramos en un invierno largo y desolado. Las estaciones todavía traían hielo y nieve sobre la Tierra, pero la época del hielo permanente pertenecía ahora al futuro. Vi pocos cambios en la naturaleza del paisaje, milenios sobre milenios: quizás había un lento enriquecimiento en la textura de la masa de verde que cubría las colinas. Un cráneo inmenso —me recordó al de un elefante— apareció en el suelo no lejos del coche, blanco, pelado y roto. Permaneció lo suficiente para adivinar su forma, un segundo o así, antes de desvanecerse tan rápido como había aparecido.

—Nebogipfel, a propósito de tu cara. Yo… debes entender…

Me miró fijamente con el ojo bueno. Vi que había vuelto a las peculiaridades de Morlock, dejando atrás la capa de humanidad que había adoptado.

—¿Qué? ¿Qué debo entender?

—No pretendía hacerte daño.

—Ahora no —dijo con la precisión de un cirujano—. Pero entonces sí. Las disculpas son inútiles… absurdas. Eres lo que eres… pertenecemos a especies diferentes, tan separadas una de la otra como del australopiteco.

Me sentí como un animal estúpido, con el puño manchado otra vez con la sangre de un Morlock.

—Me avergüenzas —dije.

Agitó la cabeza, un gesto breve y brusco.

—¿Vergüenza? El concepto no tiene sentido en este contexto.

No debía sentir más vergüenza —quería decir— que un animal salvaje de la selva. ¿Si me atacase una criatura así, discutiría con ella la moral del caso? No, sin inteligencia no podía evitar su comportamiento. Simplemente me ocuparía de sus actos.

Ante Nebogipfel me había mostrado —¡otra vez!— como poco mejor que los brutos de las praderas de África, los precursores del hombre en aquel desolado periodo.

Me retiré a los bancos de madera. Me tendí, cubriéndome la cabeza con las manos, y observé el parpadeo de las eras tras la puerta abierta del coche.