15

EL COCHE DEL TIEMPO

Kurt Gödel estaba de pie frente a la ventana sin cortinas de su oficina, con los brazos cruzados.

—Al menos, todavía no ha llegado el gas —dijo sin preámbulos—. Una vez vi el resultado de un ataque con gas. Resulta que fue lanzado por bombarderos ingleses sobre Berlín. Vino por Unter den Linden y por Sieges Allee, y allí me lo encontré… ¡qué indignidad! El cuerpo se corrompe con tal rapidez… —Se volvió y me sonrió con tristeza—. El gas es muy democrático, ¿no cree?

Me acerqué a él.

—Profesor Gödel. Por favor… Sabemos que tiene plattnerita. La vi.

Como respuesta, caminó con rapidez hacia un armario. Pasó a menos de tres pies de Nebogipfel, y Gödel apenas le prestó atención. De todos los hombres que había conocido en 1938, Gödel era el que demostró la reacción más fría hacia el Morlock. Gödel cogió un frasco de vidrio del armario; contenía una sustancia de brillo verde que parecía retener la luz.

Moses gritó:

¡Plattnerita!

—Exacto. Sorprendentemente fácil de sintetizar a partir del carolinio, si se conoce la receta y se tiene acceso a una pila de fisión para irradiarlo. —Tenía aspecto malicioso—. Quería que la viese —me dijo—; esperaba que la reconociese. Me resulta agradablemente fácil retorcerle las narices a esos pomposos ingleses, con sus juntas directivas de esto y aquello, ¡que no podrían reconocer un tesoro bajo sus propias narices! Y ahora será su billete para salir de este valle de lágrimas, ¿no?

—Así lo espero —dije fervoroso—. Oh, así lo espero.

—Entonces, ¡vengan! —gritó—. Al taller de VDT. —Sostuvo la plattnerita en alto como un faro y nos guió fuera de la oficina.

Una vez más penetramos en el laberinto de corredores de hormigón. Wallis tenía razón: todos los guardias habían abandonado sus puestos y, aunque nos encontramos con uno o dos científicos de bata blanca o técnicos que corrían por los pasillos, no hubo ningún intento de detenernos o preguntarnos adónde íbamos.

Luego —¡booom!—, un nuevo impacto.

La luz eléctrica se apagó, y el pasillo se estremeció tirándome al suelo. Mi rostro chocó con el polvo; sentí la sangre que me manaba de la nariz —mi cara debía de ser un buen espectáculo— y noté un cuerpo ligero, creo que el de Nebogipfel, apoyado en mi pierna.

El estremecimiento sólo duró unos pocos segundo. La luces no volvieron.

Tuve un ataque de tos, ya que el aire estaba lleno de polvo de hormigón, y sufrí los restos de mi viejo terror a la oscuridad. Luego oí el silbido de una cerilla —tuve una visión fugaz de la cara redonda de Moses— y vi que encendía una vela. Levantó la vela, protegiendo la llama con la mano, y la luz amarillenta se extendió por el pasillo. Me sonrió.

—Perdí la mochila, pero tuve la precaución de poner algunos de los suministros en los bolsillos —dijo.

Gödel se puso en pie, con un poco de rigidez; protegía (lo vi con gratitud) la plattnerita contra el pecho, y el frasco estaba intacto.

—Creo que ése ha caído en el college. Podemos dar gracias por estar vivos; las paredes podrían habernos sepultado.

Continuamos por los corredores oscuros. En dos ocasiones paredes caídas nos impidieron el paso, pero con algo de esfuerzo trepamos por encima. Para entonces, ya estaba desorientado y perdido; pero Gödel —podía verle delante de mí, con el frasco de plattnerita brillándole bajo el brazo— seguía su marcha con confianza.

En unos pocos minutos llegamos al anexo que Wallis había llamado División de Desarrollo de VDT. Moses levantó la vela, y la luz brilló tenue en el gran taller. Exceptuando la falta de luces, y una grieta diagonal y elaborada que recorría el techo, el taller estaba tal y como lo recordaba. Piezas de motores, ruedas de repuesto, latas de aceite y combustible, trapos y monos —todos los elementos de un taller— cubrían el suelo. Las cadenas colgaban de poleas sujetas al techo y proyectaban sombras largas y complejas. En el centro del suelo vi una taza de té a medio beber, aparentemente la habían dejado con gran cuidado, con una capa delgada de polvo de hormigón que cubría la superficie del líquido.

El coche del tiempo casi terminado estaba en medio del suelo y el acabado metálico brillaba a la luz de la vela de Moses. Moses se acercó al vehículo y recorrió su carrocería con la mano.

—¿Y esto es?

Sonreí.

—El punto culminante de la tecnología de los años treinta. Un «transporte universal», creo que así lo llamó Wallis.

—Bueno —dijo Moses—, no es un diseño muy elegante.

—No creo que pretendiesen ser elegantes —dije—. Es un arma de guerra, no de placer, de exploración o científica.

Gödel se acercó al coche del tiempo, puso el frasco de plattnerita en el suelo e intentó abrir uno de los depósitos de acero unidos a la carrocería del vehículo. Enrolló la mano alrededor de la tapa y gruñó por el esfuerzo, pero no pudo abrirla. Se echó atrás jadeando.

—Debemos cebar la carrocería con plattnerita —dijo—. O…

Moses puso la vela en un estante y rebuscó en la pila de herramientas y apareció con una enorme llave inglesa.

—Veamos —dijo—. Déjeme probar con esto. —Puso la llave en la tapa y con poco esfuerzo la abrió.

Gödel cogió el frasco de plattnerita y vació un poco en el depósito. Moses se paseó alrededor del coche del tiempo aflojando las tapas del resto de los depósitos. Yo fui a la parte trasera del vehículo, donde me encontré con una puerta sujeta por un cierre de metal. Quité la barra, doblé la puerta hacia el interior y entré en la cabina. Había dos asientos de madera, cada uno lo bastante grande para dos o tres personas, y un asiento individual para el conductor frente a dos pequeños ventanucos rectangulares. Me senté en el asiento del conductor.

Frente a mí sólo tenía un volante —lo agarré con las manos— y un pequeño panel de control, lleno de indicadores, interruptores, palancas y botones; había más palancas cerca del suelo, evidentemente había que manejarlas con los pies. Los controles tenían un aspecto primario sin terminar; los indicadores e interruptores carecían de cualquier indicación, y los cables y las palancas de la transmisión mecánica sobresalían de la parte de atrás del panel.

Nebogipfel se me unió en la cabina, y miró por encima de mis hombros; el fuerte olor del Morlock era casi insoportable en aquel espacio cerrado. Por las ventanas veía a Gödel y Moses rellenando los depósitos.

Gödel dijo algo:

—¿Comprende el principio del VDT? Por supuesto, el diseño es exclusivo de Wallis, no he participado demasiado en su construcción…

Acerqué la cara a los ventanucos.

—Estoy en los controles —dije—. Pero no están marcados. Y no puedo ver nada que se parezca a un indicador cronométrico.

Gödel seguía rellenando cuidadosamente los depósitos y no levantó la vista.

—Sospecho que todavía no han instalado comodidades como indicadores cronométricos. Después de todo, éste es un vehículo de prueba incompleto. ¿Le molesta?

—He de admitir que no me agrada demasiado perder mi sentido de la posición en el tiempo —dije—, pero… no… apenas tiene importancia… ¡siempre se puede preguntar a los nativos!

—El principio del VDT es muy simple —dijo Gödel—. La plattnerita se extiende por la subestructura del vehículo a través de un sistema de capilares. Forma algo similar a un circuito… Cuando cierre el circuito, viajará en el tiempo. ¿Lo entiende? La mayor parte de los controles que tiene están relacionados con el motor de gasolina, la transmisión, y otros; ya que el vehículo es también un eficiente coche a motor. Pero para cerrar el circuito temporal hay un botón azul en el salpicadero. ¿Lo ve?

—Lo tengo.

Moses ya había colocado la mayoría de las tapas de los depósitos, y dio la vuelta al vehículo para dirigirse a la puerta de atrás. Se metió dentro y colocó la llave inglesa en el suelo. Golpeó las paredes interiores con el puño.

—Una construcción buena y fuerte —dijo.

—Creo que estamos listos para partir —dije yo.

—¿Pero a dónde… a cuándo… vamos?

—¿Importa eso? A cualquier sitio lejos de aquí… eso es lo único importante. Al pasado para intentar arreglar las cosas.

»Moses, hemos acabado con el siglo veinte. Ahora debemos dar otro salto en la oscuridad. ¡Nuestras aventuras todavía no han terminado!

Su mueca de confusión desapareció, y vi que una determinación temeraria tomaba su lugar; apretó la mandíbula.

—Entonces, ¡que así sea, o al infierno!

—Creo que puede que así sea —dijo Nebogipfel.

—Profesor Gödel, suba al coche —grité.

—Oh, no —dijo, y puso las manos frente a él—. Mi lugar está aquí.

Moses se adelantó.

—Pero las paredes de Londres se están desmoronado a nuestro alrededor. Los cañones alemanes están a unas pocas millas. ¡Éste está lejos de ser un lugar seguro, profesor!

—Oh, les envidio, por supuesto —dijo Gödel—. Dejar este mundo desgraciado con su desgraciada guerra…

—Entonces venga con nosotros —dije—. Busque el Mundo Final del que me habló…

—Tengo mujer —dijo. Su rostro era una mancha pálida a la luz de la vela.

—¿Dónde está?

—La perdí. No pudimos huir juntos. Supongo que está en Viena… No puedo imaginar que la dañasen, o la castigasen por mi huida.

Había una pregunta en sus palabras, y comprendí que aquel hombre perfectamente lógico me estaba pidiendo, en el momento más extremo, que le diese la seguridad más ilógica.

—No —dije—, estoy seguro de que ella…

Pero nunca acabé la frase, ya que —sin ni siquiera un silbido de advertencia en el aire— otro proyectil cayó, ¡y aquél fue el más cercano de todos!

Como un trozo de tiempo congelado, el último parpadeo de la vela me mostró el derrumbe de la pared oriental del taller. Simplemente eso; pasó de ser una superficie plana y suave a convertirse en una nube de fragmentos y polvo en un latido.

Luego caíamos en las tinieblas.

El coche tembló.

—¡Abajo! —gritó Moses.

Yo me escondí y una lluvia de pedruscos, bastante letal, golpeó la parte exterior del coche del tiempo.

Nebogipfel se adelantó; podía sentir su olor. Me agarró el hombro con una mano suave.

—Cierre el circuito —dijo.

Miré por los ventanucos hacia, por supuesto, la oscuridad más absoluta.

—¿Qué hay de Gödel? —grité—. ¡Profesor!

No hubo respuesta. Oí un crujido, bastante ominoso, que venía de arriba, y hubo un ruido de más fragmentos que caían.

Cierre el circuito —dijo urgente Nebogipfel—. ¿No lo oye? El techo se desmorona. ¡Moriremos aplastados!

—Iré a buscarlo —dijo Moses. Oí, en la más absoluta oscuridad, cómo las botas golpeaban el coche al intentar salir por la parte de atrás de la cabina—. Está bien, tengo más velas… —Su voz se desvaneció al llegar a la parte de atrás, y oí sus pasos sobre el suelo cubierto de escombros…

Y entonces hubo un crujido inmenso, como un jadeo grotesco, y un torrente que venía de arriba. Moses gritó.

Me giré con la intención de salir de la cabina en busca de Moses y sentí la mordedura de unos pequeños dientes en la parte de atrás de la mano. ¡Dientes de Morlock!

En aquel instante, con la muerte tan cerca de mí, e inmerso una vez más en la oscuridad primordial, la presencia del Morlock, sus dientes hundidos en mi carne, el roce de su pelo contra mi piel, ¡todo era demasiado! Grité y golpeé con el puño el blando rostro del Morlock.

Pero no gritó; incluso mientras le golpeaba sentía cómo intentaba llegar al salpicadero.

La oscuridad cayó sobre mis ojos —el rugido del hormigón que se desplomaba se redujo al silencio— y me encontré nuevamente cayendo en la luz grisácea del viaje en el tiempo.