Sufrimos las últimas docenas de yardas hasta las paredes del Imperial College; allí, para nuestra desesperación, nos encontramos el camino bloqueado por un soldado, enmascarado y armado. Aquel tipo —robusto, pero claramente sin imaginación— había permanecido en su puesto, mientras que los desagües de la calle frente a él se llenaban de sangre. Abrió los ojos, tras los protectores discos de cristal, al ver a Nebogipfel.
No me reconoció e, inexorable, no nos dejaba pasar sin la autorización adecuada.
Otro silbido atravesó el aire. Todos nos encogimos —incluso el soldado se llevó el arma al pecho como un escudo totémico— pero, esta vez, la bomba cayó a cierta distancia de nosotros; hubo un resplandor, un golpe de cristales y un temblor en el suelo.
Moses se acercó al soldado con los puños cerrados. Su angustia ante el bombardeo pareció metamorfosearse en rabia.
—¿Oíste eso, imbécil de uniforme? —bramó—. ¡Es el caos por todas partes! ¿Qué proteges? ¿Qué sentido tiene ya? ¿No ves lo que pasa?
El guardia apuntó el rifle al pecho de Moses.
—Le advierto que…
—No, no lo entiende. —Me interpuse entre Moses y el soldado; me consternaba la falta evidente de control de Moses, a pesar de su angustia.
Nebogipfel habló.
—Puede que encontremos otra forma. Si las paredes del college están derruidas…
—No —dije con determinación—. Ésta es la ruta que conozco. —Me acerqué al soldado—. Mira, soldado, no tengo autoridad sobre ti, pero te aseguro que soy importante para el esfuerzo bélico.
Tras la máscara, los ojos del soldado se estrecharon.
—Llama —insistí—. Busca al doctor Wallis. O al profesor Gödel. Ellos te dirán quién soy. ¡Estoy seguro! Inténtalo al menos.
Finalmente, y con el rifle hacia nosotros, el soldado fue hacia la puerta, y levantó el teléfono de la pared.
Le llevó varios minutos realizar la llamada. Aguardé con la angustia en aumento; no podría soportar ser apartado del tiempo por un obstáculo tan insignificante como aquél, ¡no después de haber pasado por tantas cosas! Al fin, algo renuente, dijo:
—Deben ir a la oficina del doctor Wallis —El soldado simple y valiente se hizo a un lado, y nosotros dejamos atrás el caos de la calle y entramos en la calma relativa del Imperial College.
—Iremos directamente al doctor Wallis —le dije—. No te preocupes. ¡Gracias…!
Penetramos en el laberinto de pasillos cerrados que ya he descrito.
Moses dejó escapar un suspiro de alivio.
—Vaya con nuestra suerte —dijo—, ¡mira que toparnos con el único soldado que todavía permanece en su puesto en todo el maldito Londres! El pobre idiota…
—¿Cómo puedes ser tan desdeñoso? —repliqué—. Es un hombre normal que intenta hacer el trabajo que le han asignado lo mejor que sabe, en medio de todo esto, ¡una locura que no es responsabilidad suya! ¿Qué más quieres de un hombre? ¿Eh?
—¡Huh! ¿Qué te parece imaginación? Instinto, inteligencia, iniciativa…
Nos paramos y nos miramos.
—Caballeros —dijo Nebogipfel— ¿Es éste un buen momento para mirarse el ombligo?
En el rostro de Moses vi un terror vulnerable que enmascaraba con rabia —mirar en sus ojos era como mirar al interior de un animal aterrorizado—, y entonces asentí, intentado transmitirle seguridad.
El momento pasó y nos separamos.
—Por supuesto —dije intentando romper la tensión—, usted nunca se mira el ombligo, ¿no, Nebogipfel?
—No —dijo el Morlock con calma—. Entre otras cosas porque no tengo.
Nos apresuramos. Llegamos al bloque central de oficinas y nos lanzamos en busca del despacho de Wallis. Corrimos por las alfombras de los pasillos atravesando puertas con placas de metal. Las luces todavía funcionaban —supuse que el college tenía su propia fuente segura de energía— y la alfombra amortiguaba nuestras pisadas. Las puertas de algunas oficinas estaban abiertas y había muestras de una rápida huida: una taza de café tirada, un cigarrillo que ardía en un cenicero, papeles arrojados al suelo.
¡Era difícil creer que a unas pocas yardas había una masacre!
Llegamos a una puerta abierta; de ella salía un parpadeo azulado. Cuando llegamos al quicio, el único ocupante, Wallis, estaba sentado en el borde de la mesa.
—Oh… es usted. No estaba seguro de volver a verle. —Llevaba las gafas de alambre y una chaqueta de tweed con una corbata de lana; tenía puesta una de las charreteras y la máscara antigás estaba a su lado sobre la mesa; se preparaba para abandonar el edificio como el resto, pero se había distraído—. Éste es un asunto desesperado —dijo—. ¡Desesperado! —Nos miró más de cerca, como si nos viese por primera vez—. Buen Dios, ¡en qué estado vienen!
Entramos en la habitación y pude ver que el parpadeo azul provenía de la pantalla de una pequeña caja con la parte delantera de cristal. La pantalla mostraba una imagen de un trozo de río, supuestamente el Támesis, con detalles bastante granulosos.
Moses se inclinó, con las manos en las rodillas, para ver mejor el pequeño aparato.
—El foco es pobre —dijo—, pero es una novedad.
A pesar de la urgencia del momento, yo también estaba intrigado por el dispositivo.
Era evidentemente el aparato transmisor de imágenes que Filby había mencionado.
Wallis pulsó un interruptor de la mesa, y la imagen cambió; era igual en los detalles principales —el río, serpenteando por el paisaje— pero la luz era algo más brillante.
—Miren esto —dijo—. He estado viendo esta película una y otra vez desde que sucedió. No puedo creer lo que veo… Bien —dijo—, si nosotros podemos concebir cosas así, supongo que ellos también pueden.
—¿Quiénes? —preguntó Moses.
—Los alemanes, par supuesto. ¡Los malditos alemanes! Miren: esta imagen viene de una cámara fija en lo alto de la Bóveda. Estamos mirando al este, hacia Stepney, pueden ver la curva del río. Ahora: miren esto, ya viene…
Vimos una máquina voladora, negra y en forma de cruz, volando bajo sobre el río brillante. Venía del este.
—Saben, no es fácil bombardear una Bóveda —dijo Wallis—. Claro, precisamente de eso se trata. Todo el armatoste es albañilería, y se mantiene tanto por la gravedad como por el acero; cualquier grieta pequeña tiende a repararse a sí misma…
La máquina voladora arrojó un pequeño paquete al agua. La imagen era granulosa, pero el paquete tenía aspecto cilíndrico, y centelleaba a la luz como si girase al caer.
Wallis continuó.
—Los fragmentos de un disparo aéreo simplemente rebotarían en el hormigón. Incluso una bomba colocada, de alguna forma, directamente contra la pared de la Bóveda no le causaría ningún daño, en condiciones ordinarias, porque la mayor parte de la explosión se produce hacia el aire, ¿entienden?
»Pero hay una forma. ¡Lo sabía! La rota-mina, o torpedo de superficie… Yo mismo escribí una propuesta, pero no llegó a mucho, y no me quedaba demasiada fuerza, no si además tenía que ocuparme de la DGCron… Donde la Bóveda se encuentra con el río, ven, el caparazón se extiende bajo la superficie del agua. El propósito es rechazar ataques de sumergibles y similares. Estructuralmente el conjunto es como una presa.
»Ahora, si se coloca una bomba contra la parte de la Bóveda bajo el agua… —Wallis estiró sus grandes manos para mostrarlo—. Entonces el agua ayuda, contiene la explosión y dirige la energía hacia dentro, hacia la estructura de la Bóveda.
En la pantalla, el paquete —la bomba alemana— golpeó el agua. Y rebotó, en medio de una niebla de espuma plateada, y saltó sobre la superficie del agua hacia la Bóveda. La máquina voladora se echó a la derecha y se alejó, con gracia, dejando la rota-mina correr hacia la Bóveda en sucesivos arcos parabólicos.
—¿Pero cómo se envía una bomba con precisión a un lugar tan inaccesible? —reflexionó Wallis—. No puedes limitarte a dejarla caer. Acabaría en cualquier sitio… Si tiras una mina desde una altura modesta de, digamos, quince mil pies, un viento de sólo diez millas por hora producirá una desviación de doscientas yardas.
»Pero entonces se me ocurrió —dijo—. Dale algo de giro y la bomba botará en el agua; uno puede deducir las leyes del rebote con un poco de experimentación y conseguir bastante precisión… ¿Les he contado mis experimentos caseros con las canicas de mi hija?
»La mina se acerca rebotando hasta la base de la Bóveda, y luego se desplaza por su cara, bajo el agua, hasta que alcanza la profundidad deseada… Y ya está. ¡Un blanco perfecto! —Sonrió, y con su pelo blanco y las gafas desiguales parecía un anciano familiar.
Moses se acercó aún más a la imagen imprecisa.
—Pero esta bomba parece que va a fallar… Su rebote la dejará con seguridad sin… ah.
Ahora un hálito de humo, blanco brillante incluso en la pobre imagen, salió de la parte de atrás de la rota-mina. La bomba saltó sobre el agua como si estuviese revigorizada.
Wallis sonrió.
—Esos alemanes, los acabas admirando. Ni siquiera yo había pensado en ese pequeño toque…
La rota-mina, con el motor todavía encendido, pasó bajo la curva de la Bóveda y desapareció de la imagen. Luego la imagen tembló y la pantalla se llenó de luz azul informe.
Barnes Wallis suspiró.
—¡Parece que nos la han hecho!
—¿Qué pasa con el bombardeo alemán? —preguntó Moses.
—¿Los cañones? —Wallis apenas parecía interesado—. Probablemente cañones ligeros de ciento cinco milímetros, lanzados en paracaídas. Todo por delante de la invasión por mar y aire que vendrá a continuación, sin duda. —Se quitó las gafas y comenzó a limpiarlas con la punta de la corbata—. Todavía no han acabado con nosotros. Pero éste es un asunto desesperado. Muy malo…
—Doctor Wallis —dije—, ¿qué hay de Gödel?
—¿Hummm? ¿Quién? —Me miró con ojos fatigados y ojerosos—. Oh, Gödel. ¿Qué pasa con él?
—¿Está aquí?
—Sí, supongo que sí. En su oficina.
Moses y Nebogipfel se dirigieron a la puerta; Moses me indicó con urgencia que debía seguirles. Levanté la mano.
—Doctor Wallis, ¿viene con nosotros?
—¿Para qué?
—Puede que nos detengan antes de encontrar a Gödel. Debemos llegar hasta él.
Rió y se volvió a colocar las gafas.
—Oh, no creo que la seguridad importe ya demasiado. ¿No cree? De cualquier forma, tome. —Se llevó la mano a la solapa y se quitó la insignia numerada que llevaba—. Tome esto… diga que yo le he autorizado… si se encuentra con alguien lo bastante loco para estar en su puesto.
—Se sorprendería —le dije sinceramente.
—¿Hum?
Se volvió hacia el aparato de televisión. Ahora mostraba un conjunto caótico de escenas, claramente tomadas por diversas cámaras en la Bóveda: vi máquinas voladoras elevarse en el aire como mosquitos negros, y tapaderas en el suelo que se retiraban para mostrar máquinas Juggernaut que se afanaban sobre la tierra, escupiendo humo, para colocarse en una línea que se extendía, o eso me parecía, desde Leytonstone hasta Bromley. Aquella gran horda avanzaba, rompiendo la tierra, para enfrentarse a los invasores alemanes. Pero entonces Wallis pulsó un botón, y aquellos fragmentos del Armagedón desaparecieron, y volvió a poner la grabación de la rota-mina.
—Un asunto desesperado —dijo—. ¡Podíamos haberla tenido primero! Pero qué desarrollo tan maravilloso… ni siquiera estaba seguro de que pudiese hacerse. —Su vista seguía clavada en la pantalla, los ojos ocultos por el parpadeo insensato de la imágenes.
Y así lo dejé; sentí un extraño impulso de piedad y cerré la puerta de su oficina con suavidad.