La puerta de la calle, abierta por la explosión, colgaba de las bisagras. No había ni rastro de los soldados que nos vigilaban, ni siquiera del fiel Puttick. Fuera, oímos el ruido de pies que corrían, gritos y amenazas, el sonido de los silbatos, y olíamos el polvo, el humo y la cordita. El fragmento de luz de junio, brillante y preciso, colgaba sobre todo; las gentes del Londres cubierto parpadeaban como búhos molestos, sorprendidos y aterrorizados.
Moses me golpeó el hombro.
—Este caos no durará mucho; es nuestra oportunidad.
—Muy bien. Traeré a Nebogipfel y a Filby; recoge provisiones de la casa…
—¿Provisiones? ¿Qué provisiones?
Sentí impaciencia e irritación: ¿qué tonto viajaría en el tiempo equipado sólo con una bata y zapatillas?
—Oh… velas. ¡Y cerillas! Todas las que puedas encontrar. Cualquier cosa que pueda usarse como arma… un cuchillo de cocina servirá si no hay nada mejor —¿que más?, ¿qué más?—. Alcanfor, si tenemos. ¡Ropa interior! Llénate los bolsillos con todo…
Asintió.
—Entiendo. Llenaré una mochila. —Se fue hacia la cocina.
Yo corrí hacia la sala de estar. Nebogipfel se había puesto la gorra de escolar; había recogido las notas y las metía en un archivador de cartón. Filby —¡el pobre diablo!— estaba de rodillas bajo la ventana; tenía las rodillas huesudas apretadas contra el pecho y las manos frente al rostro, como un boxeador en guardia.
Me arrodillé a su lado.
—Filby, Filby, viejo amigo… —Alargué la mano, pero se alejó de mí—. Debes venir conmigo. No estás seguro aquí.
—¿Seguro? ¿Y estaré más seguro contigo? ¿Eh? Tú… hechicero. Tú, charlatán. —Sus ojos, llenos de lágrimas por el polvo, estaban iluminados como ventanas, y me lanzó esas palabras como si fuesen los peores insultos imaginables—. Te recuerdo… nos asustaste hasta la médula con aquel maldito truco tuyo. Bien, ¡no me engañarás de nuevo!
Me contuve para no zarandearlo.
—Oh, ¡reacciona, hombre! El viaje en el tiempo no es un truco… y esta guerra desesperada vuestra tampoco lo es.
Sentí algo en el hombro. Era Nebogipfel; los dedos pálidos parecían brillar bajo la luz de la ventana.
—No podemos ayudarle —me dijo suavemente.
Filby había escondido la cara entre las manos, y estaba seguro de que ya no podía oírme.
—Pero no podemos dejarle así.
—¿Qué va a hacer? ¿Devolverlo a 1891? El 1891 que usted recuerda ya no existe, sino más allá de una dimensión inalcanzable.
Moses entró de pronto en la habitación con un pequeña mochila repleta entre las manos; llevaba las charreteras y tenía la máscara antigás en la cintura.
—Estoy listo —dijo. Ni Nebogipfel ni yo le respondimos inmediatamente, y Moses nos miró alternativamente—. ¿Qué pasa? ¿A qué esperamos?
Apreté el hombro de Filby. Al menos no se resistió, y lo consideré un último retazo de amistad entre nosotros.
Ésa fue la última vez que lo vi.
Miramos la calle. Recordaba aquélla como una parte relativamente tranquila de Londres; pero ahora la gente corría por Queen’s Gate Terrace, chocando, tropezando unos con otros. Hombres y mujeres habían abandonado sus hogares y lugares de trabajo. La mayoría llevaba la cabeza oculta por las máscaras antigás, pero donde vi rostros, vi miseria, dolor y miedo.
Parecía que había niños por todas partes, la mayoría con horribles uniformes escolares y con pequeñas máscaras antigás; estaba claro que habían cerrado las escuelas. Los niños vagaban por las calles llamando a sus padres a gritos; pensé en la agonía de una madre buscando a su hijo en el inmenso y repleto hormiguero en que se había convertido Londres, y me asusté.
Algunas personas cargaban con la parafernalia de la jornada laboral —portafolios y bolsos, familiares e inútiles— y otros ya habían recogido sus pertenencias, y las cargaban en maletas repletas o envueltas en cortinas o sábanas. Vimos a un hombre delgado e intenso que luchaba con un aparador, lleno sin duda de objetos valiosos, en precario equilibrio sobre una bicicleta. La rueda de su bicicleta chocaba con piernas y espaldas.
—¡Vamos! ¡Vamos! —les gritaba a los que iban por delante de él.
No había signos de una autoridad a cargo de todo. Si había policías o soldados seguramente los habían arrollado, o se habían arrancado las insignias y se habían unido a la estampida. Vi a un hombre con el uniforme del Ejército de Salvación; estaba de pie sobre una escalerilla y gritaba:
—¡Eternidad! ¡Eternidad!
Moses señaló con el dedo.
—Mira. La Bóveda está rota por el este, hacia Stepney. ¡Vaya con la impenetrabilidad de ese maravilloso techo!
Tenía razón. Era como si una gran bomba hubiese abierto un inmenso agujero en la cáscara de hormigón, cerca del horizonte oriental. Sobre la herida principal, la Bóveda se había rajado como una cáscara de huevo, y se podía ver una banda irregular de cielo azul casi hasta el cenit de la Bóveda. El daño todavía no había terminado. Los trozos de cemento —algunos del tamaño de casas— llovían por toda aquella sección de la ciudad, y sabía que los daños y las pérdidas de vidas en el suelo debían de ser muy grandes.
En la distancia —creo que hacia el norte— oí una secuencia de explosiones apagadas, como las pisadas de un gigante. A nuestro alrededor, el ulular de las sirenas y el inmenso rugido de la Bóveda agrietada rasgaban el aire.
Me imaginé mirando desde la Bóveda un Londres transformado en momentos de una ciudad temerosa pero en funcionamiento a un cuenco de terror y caos. Toda carretera al oeste, sur o norte, lejos de la grieta de la Bóveda, debía de estar llena de un torrente de refugiados, con cada punto del torrente representando a un ser humano, una mota de sufrimiento físico y miseria: cada uno un niño abandonado, un esposo o padre solo. Moses tuvo que gritar para hacerse oír sobre la cacofonía de la calle.
—¡Esa maldita Bóveda se nos va a caer encima en cualquier momento!
—Lo sé. Debemos llegar al Imperial College. Vamos. ¡Usa tus hombros! Nebogipfel, ayúdenos si puede.
Nos metimos de lleno en la calle atestada. Tuvimos que ir hacia el este, contra el flujo de la multitud. Nebogipfel, obviamente deslumbrado por la luz del día, fue casi derribado por un hombre de cara redonda, vestido elegantemente y con charreteras, que lanzó los puños contra el Morlock. Después de eso, Moses y yo llevamos al Morlock entre los dos, cada uno con una mano convertida en un puño. Choqué con un ciclista y casi lo tiré del vehículo; me gritó incoherencias, y me lanzó un golpe que esquivé; luego se perdió tambaleándose entre la multitud con la corbata sobre el hombro. Una gorda arrastraba de espaldas una alfombra enrollada; su falda se le había subido más allá de las rodillas y tenía las pantorrillas llenas de polvo. Cada pocos pasos, algún otro refugiado se subía a la alfombra, o la rueda de un ciclista corría sobre ella, y la mujer se caía; llevaba puesta la máscara, y pude ver las lágrimas reuniéndose tras los cristales al luchar con aquella masa irracional e inmanejable que le era tan importante.
Allí donde podía ver un rostro humano las cosas no parecían tan malas, ya que podía sentir algo de compañerismo por aquel oficinista de ojos rojos, o aquella dependienta cansada; pero, con las máscaras antigás, y bajo aquella iluminación fragmentaria y sombría, la multitud se volvía anónima y parecida a un grupo de insectos; era como si una vez más me hubiesen transportado lejos de la Tierra a algún remoto planeta de pesadilla.
Llegó un nuevo sonido: un tono alto y agudo que rasgó el aire. Me pareció que provenía de la brecha al este. La multitud se detuvo en su huida, como si prestase atención. Moses y yo nos miramos, sin saber cómo interpretar aquel nuevo y amenazador fenómeno.
A continuación el silbido se detuvo.
En el silencio que siguió, una sola voz lanzó una advertencia:
—¡Un proyectil! Es una maldita bomba…
Ahora ya sabía qué eran aquellos distantes pasos de gigante hacia el norte: era el aterrizaje del fuego de artillería.
La pausa se rompió. El pánico estalló a nuestro alrededor, más frenético que nunca. Pasé por encima de Nebogipfel y agarré los hombros de Moses; sin ceremonias lo eché a él y al Morlock al suelo, y una sábana de gentes cayó sobre nosotros, cubriéndonos con carne cálida y temblorosa. En aquellos últimos momentos, cuando los brazos y piernas me golpeaban el rostro, pude oír la voz aguda del hombre del Ejército de Salvación, todavía gritando:
—¡E-ternidad! ¡E-ternidad!
Luego hubo un resplandor, intenso incluso bajo aquel montón de carne, y una sacudida recorrió la tierra. Me elevé, mi cabeza chocó contra la de otro hombre, y luego caí al suelo inconsciente.