Recorrimos más pasillos estrechos de hormigón, para salir, finalmente, al edificio principal del college. Llegamos a un corredor lujosamente alfombrado y con retratos de hombres eminentes del pasado en las paredes; ya conocen el lugar: ¡un mausoleo de científicos muertos! Había soldados, pero su presencia era discreta.
Allí estaba situada la oficina de Kurt Gödel.
Con pinceladas ágiles y rápidas, Wallis me dibujó la vida de Gödel. Había nacido en Austria y se había licenciado en matemáticas en Viena. Bajo la influencia de los positivistas lógicos que conoció allí (yo nunca he tenido demasiado tiempo para las filosofías), los intereses de Gödel pasaron a ser la lógica y el fundamento de la matemática.
En 1931 —apenas con veinticinco años— Gödel había publicado su tesis sorprendente sobre la incompletitud eterna de la matemática.
Más tarde, demostró interés en el reciente estudio de los físicos del Espacio y el Tiempo, y produjo algunos artículos especulativos sobre la posibilidad del viaje en el tiempo (supongo que ésos debían de ser los estudios publicados que Nebogipfel había mencionado). Pronto, por presión del Reich, se le trasladó a Berlín, donde comenzó a trabajar en las aplicaciones militares del viaje en el tiempo.
Llegamos a una puerta con una placa de níquel que llevaba grabada el nombre de Gödel. Era tan reciente que pude encontrar serrín de los agujeros en la alfombra.
Wallis me advirtió que la visita duraría sólo unos minutos. Llamó a la puerta.
Una voz aguda y alta sonó dentro:
—¡Pasen!
Penetramos en una habitación amplia, con techos altos, una buena alfombra, un bonito papel pintado y una mesa cubierta de cuero verde. Antes la habitación debía de tener una buena iluminación, ya que las grandes ventanas —ahora cubiertas— estaban orientadas al oeste: de hecho, en dirección al lugar donde yo me alojaba.
El hombre de la mesa continuó escribiendo cuando entramos; mantenía el brazo alrededor de la página, evidentemente para que no viésemos nada. Era un hombre bajo, delgado y de aspecto enfermizo, con una frente amplia y frágil; su traje era de lana y estaba lleno de arrugas. Mi impresión era que tenía unos treinta años.
Wallis levantó una ceja.
—Es un tipo raro —me susurró—, pero una mente increíble.
La habitación tenía estanterías, que en aquel momento estaban vacías; la alfombra estaba repleta de cajas, libros y revistas —la mayoría en alemán— que se habían caído formando montones desiguales, y había varios botes de muestras. ¡Y en uno de ellos vi algo que hizo que el corazón me saltase de emoción!
Me aparté de la caja e intenté ocultar mi agitación.
Finalmente, con un sonido de exasperación, el hombre tras la mesa tiró la pluma lejos de él —chocó contra una pared— y arrugó las hojas escritas con las manos, ¡antes de tirar todo —todo lo que había escrito— a una papelera!
Levantó la vista como si se hubiese dado cuenta por primera vez de que estábamos allí.
—Ah —dijo—. Wallis. —Puso las manos tras la mesa y pareció hundirse sobre sí mismo.
—Profesor Gödel, es muy amable al permitir que le visitemos. Éste es… —me presentó.
—Ah —dijo Gödel nuevamente, y sonrió mostrando dientes desiguales—. Por supuesto —se puso en pie, con movimientos angulares, y caminó alrededor de la mesa para ofrecerme la mano. La estreché; era delgada, huesuda y fría—, el placer es mío: Anticipo que tendremos muchas discusiones apasionantes. —Hablaba un buen inglés con un ligero acento.
Wallis tomó la iniciativa y nos llevó a unos sillones cerca de la ventana.
—Espero que encuentre su lugar en esta Nueva Era —me dijo Gödel con sinceridad—. Puede que sea un poco más salvaje que el mundo de sus recuerdos. Pero quizás, al igual que yo, se le tolerará como a un excéntrico útil. ¿Sí?
Wallis saltó.
—Oh, vamos, profesor…
—Excéntrico —contestó él—. Ekkentros, fuera del centro. —Sus ojos se volvieron hacia mí—. Sospecho que así es como somos nosotros, un poco fuera del centro de las cosas. Vamos, Wallis, sé que los formales británicos me consideran un poco raro.
—Bien…
—El pobre Wallis no puede acostumbrarse a mi hábito de escribir y reescribir mi correspondencia —me dijo Gödel—. En ocasiones escribo doce borradores e incluso más, y aun así acabo abandonando la carta por completo, como ha visto. ¿Es eso raro? Bien. ¡Que así sea!
—Debe de tener algunas dudas sobre haber abandonado su hogar —dije.
—Ninguna. Ninguna. Debía alejarme de Europa —me dijo en una voz baja como la de un conspirador.
—¿Por qué?
—Por el Káiser, por supuesto.
Barnes Wallis me lanzó una mirada de advertencia.
—Tengo pruebas —me dijo Gödel intensamente—. Tomé dos fotografías, una de 1915 y otra de este año, del hombre que pretende ser el Káiser Wilhelm. Si mide la longitud de la nariz y calcula la proporción con la distancia desde la punta de la nariz hasta la barbilla, descubrirá que es diferente.
—Yo… ah… ¡Gran Scott!
—Sí, y con ese simulacro en la jefatura, ¿quién sabe hacia dónde va Alemania? ¿Eh?
—Eso —dijo Wallis con rapidez—. De cualquier forma, no importan los motivos, estamos contentos de que aceptase nuestra oferta, de que eligiese Gran Bretaña como su hogar.
—Sí —dije—, ¿no podía haber buscado algún lugar en América? Quizás Princeton, o…
Pareció sorprendido.
—Supongo que podría. Pero sería por completo imposible. Por completo imposible.
—¿Por qué?
—¡Por la constitución, por supuesto! Y se lanzó a un largo monólogo sobre cómo había descubierto un fallo lógico en la constitución americana que podría permitir la creación legal de una dictadura en aquel país.
Wallis y yo lo aguantamos sentados.
—Bien —dijo Gödel cuando terminó—, ¿qué opina?
Recibí más miradas severas de Wallis, pero decidí ser honesto.
—Su lógica es impecable —le dije—, pero su uso me parece de lo más extravagante.
Bufó.
—Bien, ¡quizá!, pero la lógica lo es todo. ¿No opina así? El método axiomático es muy potente. —Sonrió—. También tengo una prueba ontológica de la existencia de Dios, bastante sólida por lo que veo, y con antecedentes honorables que se remontan ochocientos años en el pasado hasta el arzobispo Anselmo. Verá…
—Quizás en otro momento, profesor —dijo Wallis.
—Ah… sí. Muy bien. —Nos miró alternativamente, su mirada era penetrante y desconcertante—. Vaya. El viaje en el tiempo. Le tengo mucha envidia, ¿sabe?
—¿Por mis viajes?
—Sí. Pero no por todos esos tediosos saltos por la historia. —Sus ojos eran acuosos; brillaban bajo la potente luz eléctrica.
—Entonces, ¿por qué?
—Por la posibilidad de ver los otros mundos… las otras posibilidades… ¿me entiende?
Sentí un escalofrío; su comprensión era extraordinaria, casi telepática.
—Dígame qué quiere decir.
—La realidad de otros mundos, que contienen un significado más allá de nuestra breve existencia, me parece evidente. Cualquiera que haya experimentado la emoción del descubrimiento matemático debe saber que las Verdades matemáticas tienen existencia independiente de las mentes que las albergan… que las Verdades son fragmentos de pensamiento de una Mente superior…
»Mire: nuestras vidas, aquí en la Tierra, tienen un sentido dudoso. Por tanto, su verdadero significado debe estar fuera de este mundo. ¿Me sigue? Hasta aquí es pura lógica. Y la idea de que todo en el mundo tiene un significado último es el análogo exacto del principio de que todo tiene una causa, un principio sobre el que descansa toda la ciencia.
»Se sigue inmediatamente que en algún lugar más allá de nuestra historia está el Mundo Final, el mundo en el que todos los significados están claros.
»El viaje en el tiempo, por su propia naturaleza, produce la perturbación de la historia, y por tanto genera, o descubre, mundos distintos a éste. Por tanto, la tarea del viajero en el tiempo es buscar, seguir buscando hasta que encuentre el Mundo Final.
Para cuando dejamos a Gödel, mi mente corría como loca. Decidí no volver a reírme jamás de los filósofos matemáticos, ¡ya que ese extraño hombrecillo había viajado más en el Tiempo, el Espacio y la Comprensión, sin salir de su despacho, que yo en la Máquina del Tiempo! Y sabía que pronto debería visitar nuevamente a Gödel… ¡estaba convencido de que había visto un frasco de plattnerita dentro de una de las cajas!