Wallis me mandó llamar nuevamente después del almuerzo. Comenzó inmediatamente a presionarme para que tomase una decisión sobre mi participación en su proyecto de guerra del tiempo.
Le pedí que me llevase al Imperial College para visitar a Kurt Gödel. Al principio Wallis se resistió:
—Gödel es un hombre difícil. No estoy seguro de que usted ganase algo con el encuentro, y las medidas de seguridad son muy sofisticadas…
Pero mantuve la boca cerrada y Wallis pronto se rindió.
—Deme treinta minutos —dijo—, y haré los preparativos.
La estructura del Imperial College parecía que no había sido afectada por los años, o por su refundación a partir de los colleges que recordaba. Allí estaba Queen’s Tower, el monumento central de piedra blanca flanqueado por leones, rodeado por los poco elegantes edificios de ladrillo rojo que formaban aquel funcional hogar del conocimiento. Pero vi que algunos de los edificios adyacentes habían sido requisados para las actividades bélicas del college: en particular el Museo de la Ciencia había sido cedido al Directorio de Guerra por Desplazamiento Cronológico de Wallis, y había varias estructuras nuevas en el campus —rechonchas y simples en su mayoría, obviamente construidas con rapidez y sin tener demasiado en cuenta las sutilezas arquitectónicas— y todos los edificios estaban interconectados por una serie de corredores cerrados que recorrían el campus como un laberinto formado a partir de los cadáveres de enormes gusanos.
Wallis miró la hora.
—Tenemos un poco de tiempo antes de que Gödel esté listo —dijo—. Venga por aquí, tengo permiso para mostrarle algo más. —Formó una sonrisa juvenil y entusiasta—. ¡Nuestro mayor orgullo!
Me llevó al laberinto de corredores, que resultaron estar fabricados de hormigón e iluminados a largos intervalos por bombillas solitarias. Recuerdo que la luz desigual resaltaba la posición de los hombros torpes de Wallis y su andar desgarbado al llevarme al interior del laberinto. Atravesamos varias puertas, y ante cada una comprobaron la insignia de la solapa de Wallis, se le exigió mostrar varios papeles, dar sus huellas dactilares, comparar su cara con fotografías y todo lo demás; yo también fui contrastado con fotografías y se nos registró dos veces.
Dimos varios giros y vueltas; pero anoté cuidadosamente mi posición, por lo que tenía una idea clara de la situación de los distintos anexos del college.
—Han ampliado bastante el college —dijo Wallis—. Me temo que hemos perdido el Royal College of Music, el College of Art, e incluso el Museo de Historia Natural. Esta maldita guerra, ¿eh? Y puede ver que hemos tenido que hacer sitio para todo esto.
»Hay algunos laboratorios científicos muy buenos en el país, incluyendo el Royal Ordnance en Chorley y Woolwich, el Vickers-Armstrong en Newcastle, Barrow, Weybridge, Burhill y Crawford, el Royal Aircraft Establishment en Farnborough, el Armament and Aeronautical Experimental Establishment en Boscombe Down… y podría seguir. La mayoría han sido trasladados a búnkers y bóvedas. De cualquier forma, el Imperial, ampliado como está, se ha convertido en el más importante centro de investigación científica de Gran Bretaña en el desarrollo de tecnología militar.
Después de más controles de seguridad, llegamos a una especie de hangar, muy iluminado, en el que se percibía el olor saludable de la grasa de motores, la goma y el metal quemado. Los vehículos a motor estaban en el suelo de cemento manchado en diferentes estados de montaje; hombres con monos se movían entre ellos, algunos silbaban. Sentí que mi ánimo se alejaba un poco de mi estado de opresión habitual producido por la Bóveda. He tenido la oportunidad de comprobar que nada molesta a un hombre que tiene la oportunidad de trabajar con las manos.
—Esta —me anunció Wallis— es la División de Construcción de VDT.
—¿VDT? ¡Ah! Ya recuerdo. Vehículo de Desplazamiento Temporal.
En aquel hangar, hombres alegres se dedicaban a la construcción de Máquinas del Tiempo, ¡y parecía que a escala industrial!
Wallis me llevó hasta uno de los vehículos, que parecía completo. El coche del tiempo, como lo consideraba, tenía unos cinco pies de alto, y era una caja angulosa; la cabina parecía lo bastante grande para llevar a cuatro o cinco personas, y se sostenía sobre tres pares de ruedas con orugas. Tenía faros, soportes y otros equipamientos. En cada esquina de la carrocería había depósitos de un par de pulgadas de ancho; era evidente que los depósitos estaban huecos porque cada uno tenía una tapa que se atornillaba. El conjunto estaba sin pintar, y el acabado metálico reflejaba la luz.
—Tiene un aspecto distinto al de su prototipo, ¿no? —dijo Wallis—. Es una versión de un vehículo militar estándar, un transporte universal, y funciona también como un coche de motor, por supuesto. Mire: tiene un motor Ford V8 que mueve las orugas con estos dientes, ¿ve? Y puede dirigirlo al mover esto… —imitó el movimiento— así; o, si quiere dar un giro más grande, puede intentar frenar las orugas. El conjunto está bien blindado…
Me rasqué la barbilla. ¡Me preguntaba cuánto habría visto de los mundos que había visitado si los hubiese contemplado ansiosamente desde el interior blindado de un coche del tiempo como aquél!
—Por supuesto, la plattnerita es esencial —siguió Wallis—, pero no creemos que sea necesario cubrir los componentes de la máquina con la sustancia, como hizo usted. En su lugar, debería ser suficiente con llenar los contenedores. —Desenroscó la tapa de una de las unidades para mostrármela—. ¿Ve? Y luego el artefacto puede ser conducido por el tiempo, si conducido es el verbo apropiado, desde la cabina.
—¿Lo han probado?
Se pasó los dedos por los pelos haciendo que muchos de ellos se le quedasen de punta.
—¡Por supuesto que no! No tenemos Plattnerita. —Me puso la mano sobre el hombro—. Y ahí es donde entra usted.
Wallis me llevó a otra parte del complejo. Después de más controles de seguridad penetramos en una cámara larga y estrecha como un pasillo. Esa cámara tenía una pared completamente de vidrio, y tras el cristal pude ver una habitación mucho mayor, más o menos del tamaño de una cancha de tenis. La habitación mayor estaba vacía. En la cámara más estrecha había seis o siete investigadores sentados; cada uno llevaba la bata de laboratorio sucia con la que todo experimentador parece que ha nacido, y se inclinaban sobre indicadores e interruptores. Los investigadores me miraron al entrar —tres de ellos eran mujeres— y me sorprendieron sus rostros; se les notaba una fatiga nerviosa, a pesar de su apariencia juvenil. Un instrumento emitió una serie de chasquidos durante todo el tiempo que estuvimos allí; era el sonido de un «contador de radiación», me dijo Wallis.
La cámara grande tras el cristal era una simple caja de cemento con paredes sin pintar. Estaba vacía, exceptuando un monolito de ladrillos de unos diez pies de alto y seis de ancho que estaba, cuadrado y silencioso, en el centro de la cámara. Los ladrillos eran de dos tipos, gris claro y oscuro, colocados de forma alterna. El monolito se elevaba sobre el suelo por medio de una capa de trozos más gruesos, y había cables que iban de él hasta orificios sellados en las paredes de la habitación.
Wallis miró por el cristal.
—Impresionante, ¿no? Que algo tan feo, tan simple, pueda tener implicaciones tan profundas. Estamos seguros a este lado, el cristal contiene plomo, y además la reacción está contenida en estos momentos.
Reconocí el montón de ladrillos que había visto en la Máquina Parlanchina.
—¿Ésa es su máquina de fisión?
—Es el segundo reactor de grafito del mundo —dijo Wallis—. Es más bien una copia del primero, el que construyó Fermi en la Universidad de Chicago. —Sonrió—. Creo que lo construyó en una cancha de squash. Es una historia increíble.
—Sí —dije algo irritado—, pero ¿qué reacciona con qué?
—Ah —dijo y se quitó las gafas para limpiar las lentes con la punta de la corbata—. Intentaré explicárselo…
No tengo que decir que le llevó algo de tiempo, pero me las arreglé para destilar la esencia y entender un poco.
Ya sabía por Nebogipfel que había una subestructura en el interior del átomo, y que Thomson daría uno de los primeros pasos hacia ese descubrimiento. Ahora descubrí que esa subestructura podía cambiarse. Eso podría suceder con la combinación de un núcleo atómico con otro, o quizás espontáneamente, con la desintegración de un átomo masivo; a esa desintegración se la llama fisión atómica.
Y, ya que la subestructura determina la identidad del átomo, el resultado de ese cambio no es otra cosa, por supuesto, que la transmutación de un elemento en otro, el viejo sueño de los alquimistas.
—Ahora —dijo Wallis—, no le sorprenderá saber que con cada desintegración atómica se libera algo de energía, ya que los átomos siempre buscan el estado más estable y con menor energía. ¿Me sigue?
—Por supuesto.
—En esta pila tenemos seis toneladas de carolinio, cincuenta toneladas de óxido de uranio y cuatrocientas toneladas en bloques de grafito… y produce un flujo de energía invisible, incluso mientras la miramos.
—¿Carolinio? No lo he oído nombrar.
—Es un elemento artificial nuevo, producido por bombardeo. Tiene una vida media de diecisiete días, es decir, pierde la mitad de su energía en ese periodo de tiempo.
Miré nuevamente el anodino montón de ladrillos: ¡parecía tan vulgar, tan poco atractivo! Y aun así, pensé, si lo que Wallis decía sobre la energía del núcleo atómico era cierto…
—¿Cuáles son las aplicaciones de esa energía?
Se volvió a colocar las gafas.
—Tenemos tres áreas principales. Primero, la producción de energía a partir de una fuente compacta: con una pila así a bordo, podemos concebir Juggernauts submarinos que podrían pasar meses debajo del océano, sin necesidad de repostar; o podríamos construir bombarderos de gran altitud que podrían dar docenas de veces la vuelta al mundo sin tener que aterrizar, e ideas similares.
»Segundo, empleamos la pila para irradiar materiales. Podemos utilizar los productos de la fisión del uranio para transmutar otros materiales… De hecho, hay ahí en este momento cierto número de muestras para el profesor Gödel, para apoyar algún oscuro experimento suyo. No podemos verlas, por supuesto, las muestras están en el interior de la pila…
—¿Y la tercera aplicación?
—Ah —dijo, y una vez más sus ojos adoptaron ese brillo remoto y calculador.
—Ya lo entiendo —dije sombrío—. La energía atómica podría emplearse en una buena bomba.
—Por supuesto hay importantes problemas prácticos que resolver —dijo—. La producción de los isótopos adecuados en cantidades suficientes… la coordinación de la explosión inicial… pero sí, parece que podría servir para fabricar una bomba con la potencia suficiente para aplastar una ciudad, Bóveda incluida; una bomba lo bastante pequeña para encajar en una maleta.