Al norte del estanque habían colocado filas de deslucidas sillas de tela para aquellos que deseasen ver las noticias proyectadas en el Techo. La mayoría de las sillas estaba ocupada; Wallis pagó a un encargado —las monedas eran fichas de metal mucho más pequeñas que las de mi época— y nos sentamos en dos de ellas con la cabeza hacia atrás.
Los soldados que nos acompañaban se colocaron en posición a nuestro alrededor, vigilándonos a nosotros y a la multitud.
Polvorientos dedos de luz llegaron desde los focos situados (me dijo Wallis) en Portland Place, y pintaron tonos grises y blancos en el Techo. Música y voz amplificadas llovieron sobre la multitud pasiva. En aquella zona habían pintado el Techo de blanco, por lo que la imagen cinematográfica era clara. La primera secuencia mostró a un hombre delgado, de aspecto algo salvaje, dándole la mano a otro, y luego posaban al lado de lo que parecía un montón de ladrillos. Las voces no estaban muy bien sincronizadas con los movimientos de las bocas, pero la música animaba, y el efecto general era fácil de seguir.
Wallis se inclinó hacia mí.
—¡Tenemos suerte! Es una noticia sobre Imperial College. Ése es Kurt Gödel, un joven científico austríaco. Le conocerá. Hace poco pudimos rescatar a Gödel del Reich; parece que quería desertar porque tiene algunas ideas curiosas sobre que el Káiser ha muerto y ha sido sustituido por un impostor… Entre usted y yo, es un tipo raro, pero tiene un gran cerebro.
—¿Gödel? —Sentí algo de interés—. ¿El tipo detrás de la incompletitud de la matemática, y todo eso?
—Sí, exactamente. —Me miró con curiosidad—. ¿Cómo lo sabe? Es posterior a su época. Bien —dijo—, no lo queremos por sus logros en filosofía matemática. Le hemos puesto en contacto con Einstein en Princeton… —me abstuve de preguntar quién era Einstein— y va a continuar unas investigaciones que había comenzado en el Reich. Esperamos que para nosotros sea otro camino para el viaje en el tiempo. Fue un buen golpe. Supongo que los chicos del Káiser están enfadados unos con otros…
—¿Y la construcción de ladrillos que hay a su lado? ¿Qué es eso?
—Oh, un experimento. —Miró con cuidado a su alrededor—. No debería decir demasiado, sólo sale en la Máquina Parlanchina para darle chispa. Está relacionado con la fisión atómica… Si tiene interés, se lo puedo explicar más tarde. Aparentemente, Gödel tiene mucho interés en realizar experimentos sobre el tema; de hecho, creo que ya ha realizado algunos.
A continuación vimos la imagen de una tropa de hombres bastante avejentados. Sonreían a la cámara vestidos con trajes de combate que no les sentaban bien. Uno de ellos quedó en primer plano, un tipo intenso y delgado. Wallis dijo:
—La Guardia Nacional… hombres y mujeres demasiado viejos para el servicio, que sin embargo actúan como soldados en caso de que llegue a producirse una invasión de Inglaterra. Ése es Orwell, George Orwell. Un escritor; supongo que no lo conoce.
Parecía que las noticias habían terminado, y un nuevo entretenimiento surgió sobre nuestras cabezas. Resultó ser un tipo de dibujo animado acompañado de música. Estaba protagonizado por un personaje llamado Dan Desesperado que vivía en una Tejas pobremente dibujada. Después de comerse un enorme pastel de carne, ese Dan intenta hacerse un jersey de cables, utilizando postes telegráficos como agujas. Por error hace una cadena; y cuando la arroja al mar se hunde. Dan saca la cadena y descubre que ha capturado al menos tres Juggernauts submarinos alemanes. Un oficial naval que lo ha visto todo le entrega una recompensa de cincuenta libras… y así.
Yo había supuesto que un entretenimiento de ese estilo sólo sería apto para niños, pero vi que los adultos se reían con ganas. Me pareció propaganda burda, y decidí que el nombre común de Máquina Parlanchina se ajustaba bastante bien a ese espectáculo cinematográfico.
Después de eso, nos ofrecieron más noticias. Vi una ciudad ardiendo —podía haber sido Glasgow o Liverpool— donde un resplandor llenaba el cielo nocturno y las llamas eran gigantescas. Había imágenes de niños evacuados de una bóveda derrumbada en las Midlands. Me parecían típicos niños de ciudad, sonreían a la cámara, con la piel sucia y las botas demasiado grandes, indefensos ante la guerra.
Llegamos a una sección del espectáculo titulada según el cartel «Postdata». Primero apareció un retrato del rey; me resultó desconcertante descubrir que se trataba de un tío flacucho llamado Egbert, que era un familiar lejano de la reina que yo recordaba. Ese Egbert era uno de los pocos miembros de la familia que había sobrevivido a los audaces ataques alemanes al comienzo de la guerra. Mientras tanto un actor de voz grave leyó un poema:… Todo estará bien y / Todo tipo de cosas estarán bien / Cuando las lenguas de llamas se plieguen hacia dentro / En el coronado nudo de fuego / Y el fuego y la rosa sean uno…
¡Y así seguía! Por lo que pude entender era una representación de los efectos de la guerra como un Purgatorio que finalmente lavaría las almas de la humanidad.
Antes podía haber estado de acuerdo con ese razonamiento; pero después de mi estancia en el Interior dé la Esfera, creo que había acabado considerando la guerra como una excrescencia terrible, un error del alma humana; y cualquier justificación era sólo eso: una justificación después del acto.
Creo que a Wallis no le interesaban mucho ese tipo de cosas. Se encogió de hombros.
—Eliot —dijo, como si eso lo explicase todo.
A continuación apareció la imagen de un hombre mayor, agobiado por las inquietudes, con una gran papada, un bigote indomable, ojos cansados, orejas feas y aspecto feroz y frustrado. Estaba sentado con un pipa en la mano al lado de una chimenea —estaba claro que la pipa no estaba encendida— y comenzó a declamar con voz frágil un comentario sobre los sucesos del día. El tipo me era familiar, pero al principio no logré recordarlo. No parecía estar muy impresionado con los esfuerzos del Reich:
«… Su vasta maquinaria no puede crear ni una gota de esa poesía de la acción que distingue la guerra del exterminio en masa. Es una máquina, y por lo tanto no tiene alma».
Nos conminó a realizar esfuerzos aún más disciplinados. Utilizó el mito del campo inglés:
«… verdes colinas redondeadas que se disuelven en el azul del cielo…», y nos pidió que imaginásemos esa escena inglesa destruida, «para mostrar el viejo Frente Flanders, trincheras y cráteres de bombas, ciudades destruidas, el paisaje roto, un cielo que vomita muerte y las caras de los niños asesinados», esto último creo que lo pronunció con un regocijo apocalíptico.
De pronto recordé quién era. Se trataba de mi viejo amigo el Escritor, ¡convertido en un hombre marchito por la edad!
—Pero ¿no es ése Mr…? —dije nombrándole.
—Sí —dijo—. ¿Le conocía? Supongo que es posible… ¡Por supuesto que sí! Él escribió ese relato popular sobre su viaje en el tiempo. Apareció como serial en The New Review, si no recuerdo mal; y luego apareció como libro. Ése fue mi despertar, ¿sabe?, encontrarme con aquello… El tipo sigue como puede; no creo que su salud fuese nunca muy buena, y su obra ya no es lo que era, en mi opinión.
—¿No?
—Demasiada moraleja y poca acción, ya sabe. Aun así, sus obras de divulgación científica e histórica tienen mucho éxito. Es un buen amigo de Churchill, quiero decir del Primer Lord del Almirantazgo, y creo que ha tenido mucha influencia en las cosas por venir, después de que acabe la guerra. Ya sabe, cuando alcancemos las «Cumbres del futuro» —dijo Wallis, citando alguno de los discursos de mi antiguo amigo—. Trabaja en una Declaración de Derechos Humanos, o algo así, a la que tendremos que ceñirnos después de la guerra. Ya conoce ese tipo de sueños. Pero no es buen conferenciante. Yo prefiero a Priestley.
Escuchamos la perorata del Escritor durante varios minutos. Por mi parte, me alegraba de que mi viejo amigo hubiese sobrevivido a las vicisitudes de aquella terrible historia, y que hubiese encontrado un papel importante para sí mismo, ¡pero me entristecía ver lo que el tiempo había hecho con el joven apasionado que había conocido! Al igual que cuando me había reencontrado con Filby, sentí una punzada de piedad por la multitud que me rodeaba, inmerso en un tiempo lento y condenado a una degradación inexorable. Y era una ironía terrible, pensé, que un hombre con una fe tan fuerte en la perfectibilidad de la humanidad pasase la mayor parte de su vida dominado por la peor guerra de la historia.
—Venga —dijo Wallis bruscamente—. Caminemos un poco más. Los espectáculos se repiten con gran rapidez…
Wallis me contó más cosas de su trabajo. En el búnker de Weybridge, trabajando para la compañía Vickers-Armstrong, se había ganado una reputación como diseñador de dispositivos aeronáuticos; según él, era conocido como un «genio científico».
Al alargarse la guerra, el fértil cerebro de Wallis se dedicó a ingeniar sistemas para acelerar su final.
Había considerado, por ejemplo, cómo destruir las fuentes energéticas del enemigo —reservas, presas, minas y demás— por medio de explosivos lanzados desde la estratosfera por «bombarderos gigantescos». Para tal fin, se había dedicado al estudio de la variación de la velocidad del viento con la altura, el efecto de la ondas terrestres en las minas de carbón y demás.
—Ve las posibilidades, ¿no? Sólo se necesita un poco de imaginación. Con diez toneladas de explosivos se podría desviar el curso del Rin.
—¿Y cómo reaccionaron ante esas propuestas?
Suspiró.
—Los recursos son escasos durante las guerras, incluso para planes prioritarios y para aventuras arriesgadas como… Las llamaron «locura». «Tonterías absolutas»… y algunos militares hablaban de «inventores» como yo que «malgastaban» las vidas de «sus muchachos». —Pude ver que le dolían esos recuerdos—. Ya sabe que hombres como usted o yo debemos esperar el escepticismo… ¡pero aun así!
Pero Wallis había perseverado en sus investigaciones, y al final se le había dado permiso para construir su «bombardero gigantesco».
—Se llama Victory —dijo—. Con una capacidad de veinte mil libras de explosivo y un límite de cuarenta mil pies, puede viajar a trescientas millas por hora y tiene un alcance de cuatro mil millas. Proporciona una vista magnífica al despegar; tiene seis motores Hércules y no le lleva más de dos tercios de milla el elevarse en el aire… ¡y las bombas terremoto que lanza ya han empezado a causar el terror en el corazón del Reich! – Sus profundos y elegantes ojos brillaban tras los cristales empañados de las gafas.
Wallis se había dedicado durante varios años al desarrollo de la máquina aérea Victory. Pero entonces, al encontrarse con el relato popular de mi viaje en el tiempo, su línea de investigación cambió y vio inmediatamente las posibilidades de emplear mi máquina para la guerra.
Esa vez sus ideas fueron oídas con atención —tenía buena reputación y no se necesitaba mucha imaginación para ver el ilimitado potencial militar de la Máquina del Tiempo— y se estableció el Directorio de Guerra por Desplazamiento Cronológico con Wallis como jefe civil de investigación. El primer acto de DGCron fue confiscar mi casa, que había permanecido abandonada desde mi viaje en el tiempo, y recuperar las reliquias de mis investigaciones.
—¿Pero qué quieren de mí? Ya tienen una Máquina del Tiempo, el Juggernaut que me trajo aquí.
Se puso las manos a la espalda, y adoptó una expresión seria.
—El Raglan. Por supuesto, pero ya lo ha visto. En lo que se refiere a su capacidad para el viaje en el tiempo, se construyó con los restos encontrados en las ruinas de su laboratorio. Trozos de cuarzo y cobre tratados con plattnerita, imposibles de equilibrar o calibrar. El Raglan es una vieja chatarra que apenas puede viajar a cincuenta años del presente. Sólo nos atrevimos a emplear el Juggernaut para asegurarnos de que no hubiese interferencias anacrónicas en el desarrollo original de la Máquina del Tiempo. Pero, ¡por casualidad!, le ha traído a usted aquí.
»Por supuesto, ahora ya podemos hacer más: hemos sacado la plattnerita de su vieja máquina, y hemos depositado la carrocería en el Imperial War Museum. ¿Le gustaría verla? Será exhibida con todos los honores.
Me dolía pensar que mi viejo vehículo hubiese tenido un final así, y ¡me preocupaba la destrucción de mi único camino para huir de 1938! Agité la cabeza.
Wallis continuó.
—Le necesitamos para producir más cantidad de esa sustancia que llama plattnerita, por toneladas. ¡Enséñenos cómo! —¿Así que Wallis pensaba que yo había fabricado la plattnerita…? Me guardé esa reflexión. El siguió—. Queremos empezar con su tecnología de la Máquina del Tiempo y extenderla. Darle usos que quizás estén más allá de sus sueños más extraordinarios…
»Con un VDT se puede bombardear la historia y cambiar su curso, ¡como mi plan para desviar el Rin! ¿Por qué no? Si puede imaginarse debería hacerse. Es el desafío técnico más emocionante que imaginarse pueda, y todo para beneficio del esfuerzo bélico.
—¿Bombardear la historia?
—Piénselo. Se puede ir atrás e intervenir en las primeras fases de la guerra. O asesinar a Bismarck, ¿por qué no?, sería una buena broma, para detener la formación de Alemania desde un principio.
»¿Lo ve, señor? Una Máquina del Tiempo es un arma contra la que no existe defensa posible. El primero que desarrolle una tecnología segura de Desplazamiento Temporal será el amo del mundo, y ¡ese amo debe ser Gran Bretaña!
Sus ojos brillaban, y comencé a encontrar preocupante su gran entusiasmo por toda aquella destrucción y poder.