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HYDE PARK

Resultó que el Imperial College estaba en South Kensington, a unos pocos minutos andando de Queen’s Gate Terrace. El college fue fundado después de mi época, en 1907, a partir de otros tres colleges que sí conocía: el Real College de Química, la Real Escuela de Minas y el City and Guilds College. Cuando era más joven había sido profesor durante un tiempo en la Normal School of Science, que ahora era también parte del Imperial; y, al salir a South Kensington, recordé cómo había pasado mi tiempo en Londres, con múltiples visitas a los placeres de instituciones como el Empire[1], en Leicester Square. De cualquier forma, había conocido bien la zona, ¡pero cuán transformada estaba!

Caminamos por Queen’s Gate Terrace hacia el College, y luego giramos hacia Kensington Gore, en la parte sur de Hyde Park. Nos escoltaba media docena de soldados —bastante discretos, ya que se movían a nuestro alrededor en un círculo—, pero me pregunté por el tamaño de la fuerza que vendría a nosotros si algo saliese mal. No pasó mucho tiempo antes de que el calor comenzase a hacer mella en mis fuerzas —era como estar en un inmenso edificio sofocante—, por lo que me quité la chaqueta y me aflojé la corbata. Por consejo de Wallis, me puse las pesadas charreteras y fijé la bolsa de la máscara antigás al cinturón.

Las calles estaban muy cambiadas, y me sorprendió comprobar que no todos los cambios desde mi época hasta el presente habían sido para peor. La eliminación de los sucios caballos, del humo de los fuegos domésticos y de los gases de los coches —todo para preservar la calidad del aire en la Bóveda— había dado lugar a algo de frescura. En las avenidas principales, la carretera estaba recubierta de un nuevo material cristalino más resistente, que mantenía limpio una cadena de obreros, con carros provistos de cepillos y aspersores. La carretera estaba repleta de bicicletas, rickshaws y tranvías eléctricos, guiados por cables que lanzaban destellos azules en la oscuridad; pero había nuevos caminos para los peatones, llamados Filas, que corrían por las fachadas de las casas a la altura del primer piso, y en el segundo y tercer piso en algunos lugares. Puentes, ligeros y airosos, unían las Filas por encima de las carreteras a intervalos, dando a Londres —incluso en aquella oscuridad estigia— un aspecto vagamente italiano.

Moses llegó a ver más de la vida de la ciudad que yo, y me informó de las bulliciosas tiendas del West End —a pesar de las privaciones de la guerra— y de los nuevos teatros alrededor de Leicester Square, con fachadas de porcelana reforzada y anuncios, todo resplandeciente con reflejos y anuncios luminosos. Moses se quejó de que las obras que representaban eran aburridas, educativas y moralistas, con dos de los teatros dedicados exclusivamente a representar perpetuamente a Shakespeare.

Wallis y yo llegamos al Royal Albert Hall, que siempre había considerado una monstruosidad: ¡una sombrerera rosa! Bajo la oscuridad de la Bóveda, la mole estaba iluminada por un conjunto de brillantes rayos (proyectados por cañones de luz), que daban a aquella montaña un aspecto aún más grotesco, como si estuviese sentada y brillase complacida. Entramos en el parque por Alexandra Gate, volvimos al Albert Memorial y continuamos por Lancaster Walk hacia el norte. Frente a nosotros podía ver el parpadeo del rayo de la Máquina Parlanchina contra el Techo, y oír el eco lejano de la voz amplificada.

Wallis siguió hablando mientras caminábamos. Era un buen acompañante, y comencé a entender que era el tipo de hombre que —en una historia diferente— podía haber considerado un amigo.

Recordaba Hyde Park como un lugar civilizado: atractivo y tranquilo, con amplios paseos y árboles desperdigados. Algunas de las características que recordaba seguían allí —reconocí la cúpula verde cobriza del quiosco de música, donde podía oír a los mineros galeses cantar himnos al unísono—, pero esa versión del parque era un lugar de sombras, rotas sólo por las islas de luz alrededor de las farolas. La hierba había desaparecido, muerto sin duda, tan pronto como se había ocultado el sol, y la mayor parte de la tierra desnuda había sido cubierta con maderas. Le pregunté a Wallis por qué no se habían limitado a cubrir el parque con cemento; me dio a entender que a los londinenses les gustaba pensar que algún día la horrible Bóveda sería demolida, y que su hogar volvería a tener la belleza de antaño, parques incluidos.

Una parte del parque, cerca del quiosco de música, era un barrio de chabolas. Había tiendas, cientos, colocadas alrededor de un edificio de cemento que resultó ser la cocina y baño comunes. Adultos, niños y perros se paseaban por entre las tiendas continuando el aburrido proceso de vivir.

—El pobre Londres ha recibido muchos refugiados en los últimos años —me explicó Wallis—. La densidad de población es mucho mayor que antes… y aun así hay trabajo útil para todos. Sin embargo, sufren en las tiendas, pero no hay otro sitio para ellos.

Dejamos Lancaster Walk y nos acercamos al estanque en el corazón del parque. Antes era un detalle atractivo y ordenado, que ofrecía una vista bonita de Kensington Palace. El estanque seguía allí, pero con una valla; Wallis me dijo que se usaba como depósito para suplir las necesidades de la población. Y del palacio sólo quedaba el armazón; evidentemente lo habían bombardeado.

Paramos en un puesto y bebimos limonada tibia. La multitud se abigarraba a nuestro alrededor, algunos en bicicleta. En una esquina jugaban a fútbol, con montones de máscaras antigás que marcaban las porterías; incluso oí risas. Wallis me contó que la gente todavía acudía al rincón de los oradores para oír al Ejército de Salvación, a la Sociedad Nacional Seglar, a la Liga Católica, a la Liga Antiquintacolumna (que mantenía una campaña contra los espías, traidores y cualquiera que ayudase al enemigo) y a todo el resto.

Ése fue el momento en el que vi a la gente más feliz en aquella terrible época; si exceptuamos las charreteras universales y las máscaras —y el estancamiento de la tierra y el terrible Techo que nos cubría— aquélla podía haber sido una multitud festiva de cualquier época, y nuevamente me sorprendió la resistencia del espíritu humano.