Nebogipfel intentó hablar, pero Moses levantó la mano.
—No, déjame a mí; quiero ver si lo he entendido bien. Mira, supones que el mundo está más o menos hecho de átomos, ¿no? No sabes de qué están compuestos, porque son demasiado pequeños para verlos, pero más o menos eso es todo: un montón de partículas duras chocando unas con otras como bolas de billar.
Fruncí el ceño ante esa simplificación.
—Creo que deberías recordar con quién estás hablando.
—Oh, ¡déjame hacerlo a mi modo! Presta atención ahora; porque tengo que decirte que esa imagen de las cosas está equivocada en todos sus detalles.
Volví a fruncir el ceño.
—¿Cómo es eso?
—Para empezar, debes desechar las partículas, porque tales cosas no existen. Resulta ser, a pesar de la creencia de Newton, que uno nunca puede decir exactamente dónde está una partícula o hacia dónde se dirige.
—Pero si se tiene un microscopio lo suficientemente potente, con seguridad podrás examinar una partícula con el grado de precisión que quieras…
—Tampoco —me dijo—. Hay un límite fundamental para la medida, llamado el Principio de Incertidumbre, creo, que impone un mínimo a esos ejercicios.
»Debemos despedirnos del conocimiento definitivo sobre el mundo. Debemos pensar en términos de probabilidad, la posibilidad de encontrar un objeto físico en un lugar determinado con una velocidad determinada. Las cosas son un poco difusas, lo que…
Contesté terminantemente:
—Pero mira, supongamos que realizo un experimento simple. Mido, en algún instante, la posición de una partícula, con un microscopio de determinada precisión. No puedes negar la plausibilidad de ese experimento. Bien, entonces: ¡tengo mi medida! ¿Dónde está la incertidumbre?
—Pero la cuestión es —prosiguió Nebogipfel— que existe una posibilidad finita de que si repitiese el experimento se encontrase a la partícula en otro lugar, incluso muy alejado de su primitiva posición…
Los dos siguieron argumentando de la misma forma durante un rato.
—Es suficiente —dije—. Supongamos que es así para poder seguir hablando. ¿En qué nos afecta eso?
—Hay, habrá, una nueva filosofía llamada Interpretación de Muchos Mundos de la Mecánica Cuántica —dijo Nebogipfel, y el sonido de su voz líquida emitiendo esa frase sorprendente me hizo temblar—. Pasarán todavía diez o veinte años antes de que se publique el artículo crucial. Recuerdo el nombre de Everett…
—La cosa es así —dijo Moses—. Supón que tienes una partícula que puede estar en dos lugares, digamos aquí o allí, con una probabilidad asociada a cada lugar. ¿Bien? Ahora miras por tu microscopio y la encuentras aquí…
—Según la Interpretación de Muchos Mundos —dijo Nebogipfel—, la historia se divide en dos cuando se realiza ese experimento. En la otra historia, hay otro usted que ha encontrado al objeto allí en lugar de aquí.
—¿Otra historia?
—Con la misma realidad y consistencia que ésta. —Sonrió—. Hay otro tú, de hecho un número infinito de «tús», propagándose como conejos a cada momento.
—Qué idea tan espantosa —dije—. Pensaba que dos ya era más que suficiente. Pero, Nebogipfel, ¿no podríamos notar si nos dividimos de esa forma?
—No —dijo—, porque una medida así, en cualquiera de las historias, debería realizarse después de la separación. Sería imposible medir las consecuencias de la división misma.
—¿Sería posible detectar esas otras historias, o viajar allí para encontrarme con ese montón de gemelos que dice que tengo?
—No —dijo Nebogipfel—: Imposible, a menos…
—¿Sí?
—A menos que alguno de los principios de la Mecánica Cuántica resultara ser falso.
—Está claro cómo estas ideas podrían ayudarnos a entender las paradojas que hemos encontrado —dijo Moses—. Si puede existir más de una historia…
—Entonces es fácil tratar las violaciones de la causalidad —dijo Nebogipfel—. Mire: supongamos que viaja al pasado con una pistola y le dispara a Moses sin avisar. —Moses se puso algo pálido al oír eso—. Ahí tiene una paradoja causal en los términos más simples. Si Moses está muerto, no construirá la Máquina del Tiempo, no se convertirá en usted, por lo que no podrá viajar al pasado para cometer el asesinato. Pero si el asesinato no se produce, Moses vive para construir la máquina, viaja al pasado y mata a su yo más joven. Pero entonces no puede construir la máquina, y el asesinato no puede cometerse y…
—Basta —dije—. Creo que lo entiendo.
—Es un fallo patológico de la causalidad —dijo Nebogipfel—, un bucle sin fin.
—Pero si la idea de los muchos mundos es correcta, no hay paradoja. La historia se divide en dos: en una versión, Moses vive; en la otra, muere. Usted, como viajero en el tiempo, simplemente ha pasado de una historia a otra.
—Ya veo —dije maravillado—. Y está claro que ese fenómeno de los muchos mundos es lo que hemos presenciado, Nebogipfel y yo… nosotros ya hemos contemplado el desarrollo de más de una versión de la historia…
Me sentí increíblemente tranquilizado por aquello. ¡Por primera vez, me parecía que podía haber algo de lógica en la tormenta de historias contradictorias que revoloteaban a mi alrededor desde mi segundo viaje en el tiempo! Encontrar una estructura teórica para explicarlo todo me era tan importante como encontrar tierra sólida bajo los pies si me estuviese ahogando; aunque todavía no podía imaginar qué consecuencias prácticas podríamos extraer de todo aquello.
Y —pensé— si Nebogipfel tiene razón, quizá no fuese después de todo responsable de la completa destrucción de la historia de Weena. ¡Quizá, de alguna forma, esa historia todavía existía! Sentí que me desprendía de algo de mi culpa y tristeza.
En ese momento se abrió la puerta de la habitación y Filby entró. Todavía no eran las nueve de la mañana; Filby no se había aseado ni afeitado, y la bata le colgaba del cuerpo. Me dijo:
—Tienes visita. El científico del Ministerio del Aire que te comentó Bond…
Me levanté de la silla. Nebogipfel volvió a sus investigaciones, y Moses me miró todavía con el pelo revuelto. Le miré con algo de preocupación; comenzaba a entender que toda aquella dislocación temporal le estaba afectando mucho.
—Mira —le dije—, parece que tengo trabajo. ¿Por qué no vienes conmigo? Me gustaría disponer de tu opinión.
Me sonrió divertido.
—Mis opiniones son tus opiniones —dijo—. No me necesitas.
—Pero me gustaría tu compañía… Después de todo, éste puede ser tu futuro. ¿No crees que estarías mejor si te mueves un poco?
Sus ojos eran profundos, y creí reconocer en ellos la nostalgia del hogar que yo también sentía.
—Hoy no. Ya habrá tiempo… quizá mañana. —Me despidió con un saludo—. Ten cuidado.
No se me ocurrió nada más que decir, al menos en aquel momento.
Dejé que Filby me condujese el salón. El hombre que me esperaba en la puerta principal era alto y desgarbado, con el pelo gris. A su espalda, en la calle, había un soldado.
Cuando el tipo alto me vio, se adelantó con una torpeza juvenil extraña en un hombre tan grande. Se dirigió a mí por mi nombre y me estrechó la mano; tenía manos fuertes y callosas, y supe que era un investigador experimental, ¡quizás un hombre como yo!
—Estoy encantado de conocerle, mucho —dijo—. Trabajo para DGCron, es decir, Dirección de Guerra por Desplazamiento Cronológico, del Ministerio del Aire.
Tenía la nariz recta, las facciones delgadas y su mirada, tras las gafas de alambre, era franca. Estaba claro que se trataba de un civil, porque bajo las charreteras y la bolsa de la máscara antigás, llevaba un traje sencillo y desaliñado, con una corbata de rayas y una camisa amarillenta. Tenía unos cincuenta años.
—Estoy encantado —dije—. Aunque me temo que no recuerdo su cara.
—¿Por qué tendría que hacerlo? Sólo tenía ocho años cuando su prototipo de VDT partió hacia el futuro… ¡Perdone! Quiero decir «Vehículo de Desplazamiento Temporal. Puede que se acostumbre a nuestros acrónimos… ¡o puede que no! Yo nunca lo he conseguido; y dicen que el propio Lord Beaverbrook tiene que hacer un esfuerzo para recordar todas las direcciones de su ministerio.
»No soy muy conocido, ¡ni tan famoso como usted! Hasta hace poco, mi trabajo no pasaba de ser Asistente del Ingeniero jefe de la compañía Vickers-Armstrong, en el búnker de Weybridge. Cuando mis propuestas para la Guerra del Tiempo recibieron algo de atención, me destinaron a los cuarteles de la DGCron en el Imperial. Vaya —dijo con seriedad—, estoy tan contento de que esté usted aquí. Ha sido una suerte maravillosa la que lo ha traído. Creo que nosotros, usted y yo, podremos realizar una unión que cambiará la historia, ¡que podría incluso acabar con esta maldita guerra para siempre!
No pude evitar temblar, porque ya tenía cambios más que suficientes en la historia. ¡Y su charla sobre Guerra del Tiempo, el concepto de que mi máquina, que ya había provocado tanto daño, fuese empleada deliberadamente para la destrucción! La idea me llenaba de horror, y no estaba seguro de qué hacer.
—Bien, ¿dónde hablamos? —preguntó—. ¿Le gustaría venir a mis habitaciones en el Imperial? Tengo algunos artículos que…
—Más tarde —dije—. Mire, puede que esto le resulte extraño, pero acabo de llegar y me gustaría ver más de su mundo. ¿Es posible?
Se encendió.
—¡Por supuesto! Podemos hablar por el camino. – Miró por encima del hombro al soldado, que asintió para darnos permiso.
—Gracias —dije—, señor…
—Bueno, soy el doctor Wallis —dijo—. Barnes Wallis.