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LA CASA DE QUEEN’S GATE TERRACE

Filby nos enseñó la casa. Las habitaciones eran grandes, luminosas —aunque las cortinas estaban echadas— y limpias. La decoración era cómoda pero austera, con un estilo que no hubiese desentonado en 1891; la principal diferencia era la proliferación de cacharros eléctricos, especialmente el gran número de luces y otros electrodomésticos, como un horno, un refrigerador, ventiladores y radiadores.

Fui hasta la ventana del comedor y abrí la gruesa cortina. La ventana tenía una doble capa de vidrio, y estaba sellada por el borde con goma y cuero —también había cierres alrededor de las puertas—, y más allá, en aquella tarde inglesa de junio, sólo se veía la oscuridad de la Bóveda, sólo rota en la distancia por el parpadeo de los rayos de luz en el techo. Bajo la ventana encontré una caja, disimulada por un diseño hecho con incrustaciones, que contenía una serie de máscaras antigás.

Con las cortinas cerradas y la iluminación brillante era posible olvidar, por un momento, la desolación del mundo exterior.

Había una sala de estar bien provista de libros y periódicos; Nebogipfel los estudió, sin saber claramente para qué servían. Había también un armario grande con múltiples rejillas. Moses lo abrió, para encontrarse con un desconcertante paisaje de válvulas, cables y conos de papel ennegrecido. El dispositivo resultó llamarse fonógrafo. Era del tamaño y forma de un reloj holandés, y delante tenía indicadores barométricos eléctricos, un reloj y calendario también eléctrico, y varios recordatorios de citas; era capaz de recibir con gran fidelidad voz e incluso música, emitida por una extensión sofisticada de la telegrafía sin hilos de mi época. Moses y yo pasamos algún tiempo con aquel aparato, experimentando con los controles. Podía sintonizarse para recibir ondas de radio en varias frecuencias por medio de un condensador regulable —ese ingenioso dispositivo permitía que la frecuencia de resonancia del circuito pudiese ser ajustada por el usuario— y resultó que había gran número de estaciones emisoras: ¡tres o cuatro al menos!

Filby se había preparado un whisky con agua y nos contemplaba experimentar con indulgencia.

—El fonógrafo es algo maravilloso —dijo—. Nos convierte a todos en uno, ¿no creen? Aunque, por supuesto, todas las emisoras son del MdI.

—¿MdI?

—Ministerio de Información. —Filby intentó a continuación ganar nuestra atención contándonos el desarrollo de un nuevo tipo de fonógrafo capaz de enviar también imágenes—. Estuvo de moda antes de la guerra, pero no llegó a implantarse debido a las distorsiones de la Bóvedas. Y si quieres imágenes siempre tienes la Máquina Parlanchina, ¿no? Todo lo que dan es material MdI, por supuesto, pero si te gustan los discursos de los políticos y soldados, y las homilías sobre lo bueno y lo grandioso, entonces es para ti. —Se bebió un trago de whisky y sonrió—. ¿Pero qué esperabas? Después de todo estamos en guerra.

Moses y yo nos cansamos pronto de la retahíla de noticias sin interés del fonógrafo y de los sonidos de orquestas ligeras en el aire, así que apagamos el aparato.

Nos dieron un dormitorio para cada uno. Había ropa interior limpia para todos —incluso para el Morlock—, aunque estaba claro que habían preparado la ropa con rapidez y no nos sentaba muy bien. Un soldado raso, un chico de cara delgada llamado Puttick, se quedaría con nosotros en la casa; aunque siempre que le vi llevaba el traje de campaña, Puttick fue un gran sirviente y cocinero. Siempre había otros soldados fuera de la casa y en las vecinas. ¡Estaba claro que se nos protegía o éramos prisioneros!

Puttick sirvió la cena alrededor de las siete. Nebogipfel no se unió a nosotros. Pidió agua y un plato de vegetales crudos; y se quedó en el cuarto de estar, con las gafas todavía sobre la cara peluda, oyendo el fonógrafo y estudiando las revistas.

La cena resultó sencilla pero deliciosa, con un plato principal parecido a la carne asada con patatas, col y zanahorias. Cogí un trozo de carne; se deshacía con facilidad y sus fibras eras cortas y suaves.

—¿Qué es esto? —pregunté a Filby.

—Soja.

—¿Qué?

Soja. Crece por todo el país fuera de las Bóvedas, incluso el campo de criquet Oval ha sido dedicado a su cultivo, porque la carne no es fácil de conseguir hoy en día. Es difícil persuadir a las vacas y las ovejas para que lleven siempre sus máscaras antigás. —Cortó una rebanada del vegetal procesado y se la metió en la boca— ¡Pruébala! Sabe bien; los técnicos de alimentos modernos son bastante ingeniosos.

Aquello tenía una textura seca, y su sabor me recordó al cartón mojado.

—No es tan malo —dijo Filby con valor—. Te acostumbrarás.

No encontré nada que decir. Me lo tragué con vino —tenía el sabor de un burdeos decente aunque preferí no preguntar por su procedencia— y el resto de la comida transcurrió en silencio.

Tomé un baño rápido —había grandes cantidades de agua caliente en los grifos— y entonces, después de una rápida copa de brandy y unos cigarros, nos retiramos. Sólo Nebogipfel se quedó allí, ya que los Morlocks no duermen como nosotros, y pidió papel y lápiz (le tuvimos que enseñar a utilizar la goma y el afilador).

Me tendí, caliente en la cama estrecha, con la ventana cerrada y el aire cada vez más cargado. Más allá de las paredes, los sonidos del Londres azotado por la guerra retumbaban hasta los confines de la Bóveda, y a través de las aberturas de la cortinas vi el parpadeo de las nuevas lámparas del ministerio en lo más profundo de la noche.

Oí a Nebogipfel moverse por el cuarto de estar; aunque parezca extraño, sentí tranquilidad al oír el sonido de los pequeños pies del Morlock al moverse de un lado para otro, y en el rasgueo torpe del lápiz sobre el papel.

Finalmente, me dormí.

Había un pequeño reloj sobre la mesa al lado de la cama que me indicó que me había despertado a las siete de la mañana; aunque fuera, por supuesto, seguía estando tan oscuro como si fuese de noche.

Salté de la cama. Me volví a poner el traje ligero que ya había visto muchas aventuras, y cogí un juego limpio de ropa interior, camisa y corbata. El aire estaba pegajoso a pesar de ser tan temprano; me sentí ligero de ánimo y fuerte de brazos.

Abrí las cortinas. Vi la Máquina Parlanchina de Filby todavía iluminando el techo; creí oír fragmentos de una música animada, como una marcha, que sin duda tenía por fin acelerar a los trabajadores dubitativos hacia otro día de trabajo en favor del esfuerzo de la guerra.

Bajé al comedor. Me encontraba a solas exceptuando a Puttick, el sirviente soldado, que me sirvió un desayuno compuesto de tostadas, salchichas (rellenas de un sustitutivo de carne sin identificar) y —Puttick me dio a entender que era una excepción digna de agradecer— un huevo frito.

Cuando terminé, me fui, comiéndome el último trozo de tostada, al cuarto de estar. Allí encontré a Moses y Nebogipfel inclinados sobre libros y una pila de papeles que ocupaban el gran escritorio; tazas de té frío cubrían la superficie de la mesa.

—¿Ni rastro de Filby?

—Todavía no —me dijo Moses. Mi yo más joven iba en bata, no se había afeitado y tenía el pelo revuelto.

Me senté en el escritorio.

—Moses, parece como si no hubieses dormido.

Sonrió y se pasó la mano por el pelo que tenía sobre la frente.

—Bueno, no lo he hecho. No podía calmarme. Creo que me han pasado demasiadas cosas, ¿sabes?, y mi cabeza no dejaba de darme vueltas… Sabía que Nebogipfel todavía estaba despierto, por lo que bajé aquí. —Me miró con ojos rojos y ojerosos—. Hemos pasado una noche fascinante, ¡fascinante! Nebogipfel me ha introducido en los misterios de la Mecánica Cuántica.

—¿De qué?

—Sí —dijo Nebogipfel—. Y a cambio Moses me ha enseñado a leer el inglés.

—Aprende muy rápido —dijo Moses—. Sólo le hizo falta poco más que el alfabeto y un repaso rápido a los principios de la fonética, y ya está.

Rebusqué por entre los desperdicios del escritorio. Había varias hojas de papel cubiertas de extraños símbolos crípticos: la letra de Nebogipfel, supuse. Cuando levanté una de las hojas vi con qué torpeza había utilizado los lápices; en varios sitios el papel estaba roto. Bueno, el pobre diablo nunca había tenido que depender de utensilios tan primitivos como una pluma o un lápiz; me pregunté cómo me hubiese ido a mí con las herramientas de piedra de mis ancestros, ¡que me eran más cercanos en el tiempo que Nebogipfel a 1938!

—Me sorprende que no hayas escuchado el fonógrafo —le dije a Moses—. ¿No estás interesado en los detalles del mundo en que nos encontramos?

Moses contestó:

—La mayoría es música o ficción, del tipo para elevar la moral que nunca he encontrado apetecible, y me cansé del montón de trivialidades disfrazadas de noticias. Uno quiere tratar de los grandes temas del día, ¿dónde estamos?, ¿cómo llegamos aquí?, ¿adónde vamos?, y en su lugar te inundan con un montón de tonterías sobre trenes retrasados, racionamiento y los oscuros detalles de lejanas campañas militares, de las que hay que conocer los antecedentes para enterarse de algo.

Le palmeé el brazo.

—¿Qué esperabas? Mira: nos sumergimos en la historia como turistas del tiempo. A la gente le interesa generalmente la superficie de las cosas, ¡y están en su derecho! ¿En cuántas ocasiones, en nuestro propio año, encuentras los periódicos llenos de análisis profundos sobre las causas de la historia? ¿Qué parte de tus conversaciones diarias dedicas a explicar la forma general de 1873?

—Tienes razón —dijo. Mostró poco interés en la conversación; no parecía dispuesto a concentrarse en el mundo que le rodeaba—. Mira —dijo—. Tengo que contarte algo de lo que tu amigo Morlock me ha dicho sobre esa nueva teoría. – Sus ojos se encendieron, su voz se hizo clara y vi que ése era un tema más agradable para él, era una ruta de escape, supongo, de las complejidades de nuestra situación hacia los misterios de la ciencia.

Decidí seguirle la corriente; ya tendría tiempo de enfrentarse con la situación en los días siguientes.

—Asumo que tiene relación con nuestra situación actual…

—Sí —dijo Nebogipfel. Se pasó los dedos por las sienes en un gesto muy humano de cansancio—. La Mecánica Cuántica es el esquema que tengo que emplear para comprender la multiplicidad de historias que estamos experimentando.

—Es un desarrollo teórico increíble —nos dijo Moses entusiasmado—. Nadie lo hubiese creído en mi época, ¡no hubiesen podido imaginarlo!, es increíble que el orden de las cosas pueda cambiar con tal rapidez.

Solté el trozo de papel de Nebogipfel.

—Cuéntame —dije.