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LONDRES EN GUERRA

¡La Bóveda de Londres!

Nada de mi época me había preparado para aquel increíble logro de la construcción. Imagínenlo: un gran tazón de hormigón y acero de casi dos millas de diámetro que cubría la ciudad desde Hammersmith hasta Stepney, y de Islington hasta Clapham… Por todos lados las calles eran interrumpidas por columnas, puntales y refuerzos que se hundían en el suelo de Londres, que dominaban y confinaban a la población como las piernas de una multitud de gigantes.

El tren se movía, más allá de Hammersmith y Fulham, hacia el interior de la Bóveda. A medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra, comencé a ver que las luces delineaban la imagen de un Londres que todavía podía reconocer:

—Ahí está Kensington High Street, tras la valla. ¿Y eso es Holland Park? —Y así.

Pero a pesar de los lugares reconocibles y los nombres de calles familiares, aquél era un nuevo Londres: un Londres de noche perpetua, una ciudad que nunca podría disfrutar del brillo del cielo de junio. Pero un Londres que había aceptado todo aquello como el precio de la supervivencia, me había dicho Filby; las bombas y los torpedos caían rodando por aquel techo masivo, o estallaban inocuos en el aire, dejando sin daño al Great Wen de Cobbet que está debajo.

En todas partes, dijo Filby, las ciudades de los hombres —que una vez habían estado llenas de luz y convertían el lado nocturno del planeta en una joya brillante— habían sido cubiertas con caparazones oscuros; ahora, los hombres apenas se movían entre las grandes ciudades-bóveda, prefiriendo quedarse acobardados en sus penumbras artificiales.

La nueva línea ferroviaria parecía haber sido construida atravesando la vieja disposición de las calles. Las carreteras sobre las que pasábamos estaban llenas, pero de gente a pie o en bicicletas; no vi vehículos, ya sea a caballo o a motor, como esperaba. ¡Había incluso rickshaws! Carruajes ligeros, de los que tiraban hombres flacos y sudorosos, que esquivaban las columnas de la Bóveda.

Al mirar la multitud desde la ventana del tren, a pesar del aspecto atareado, creí apreciar desánimo, tristeza y desilusión… Vi cabezas gachas, hombros caídos, rostros sombríos y marcados; me parecía que había algo de obstinación en la forma en que la gente seguía con sus vidas, pero no creía que hubiese —y no me sorprendía— demasiada alegría.

Me sorprendió que no pudiese ver niños en ninguna parte. Bond me dijo que las escuelas eran subterráneas, para ofrecer mayor protección contra un posible bombardeo, mientras los padres trabajaban en las fábricas de munición, o en los enormes aeródromos que habían surgido alrededor de Londres, en Balham, Hackney y Wembley. Bien, quizás así fuese más seguro, pero la ciudad era un espectáculo miserable sin las risas de los niños jugando, como incluso un soltero satisfecho como yo estaba dispuesto a admitir. ¿Y qué preparación para la vida estarían recibiendo aquellos pobres chiquillos subterráneos?

Una vez más, pensé, mis viajes me habían llevado a un mundo de irremediable oscuridad, a un mundo del que un Morlock podría disfrutar. Pero los que habían construido aquel gran edificio no eran Morlocks; pertenecían a mi propia especie, ¡acobardados por la guerra hasta el punto de renunciar a la luz, que era su derecho de nacimiento! Caí en una profunda depresión, un estado de ánimo que permanecería conmigo durante casi toda mi estancia en 1938.

Aquí y allá vi pruebas más directas del horror de la guerra. En Kensington High Street vi a un tipo que caminaba por la carretera ayudado por una mujer delgada que iba a su lado. Sus labios eran delgados y estirados, y tenía los ojos como cuentas en agujeros hundidos. La piel del rostro la tenía llena de marcas púrpuras y blancas sobre un fondo gris.

Filby aspiró al señalarlo.

Quemaduras de guerra —dijo—. Tienen siempre el mismo aspecto… Un soldado aéreo, probablemente. ¡Un joven gladiador, cuyas hazañas adoraremos todos cuando las Máquinas Parlanchinas las divulguen! ¿Y aun así, adónde pueden ir luego? —Me miró y puso su mano marchita en mi brazo—. No quiero parecer insensible, amigo mío. Sigo siendo el mismo Filby que conocías. Es que… ¡Dios!, a veces tienes que endurecerte.

Parecía que la mayoría de los viejos edificios de Londres habían sobrevivido, aunque algunas de las edificaciones más altas habían sido derribadas para poder colocar el caparazón de hormigón —¡me pregunté si la Columna de Nelson seguiría en pie!— y los nuevos edificios eran pequeños, aplastados y feos. Quedaban todavía cicatrices de los primeros días de la guerra, antes de que se terminase la Bóveda: cráteres, como cuencas vacías, y montones de escombros que nadie había tenido la decisión y la energía de retirar.

La Bóveda alcanzaba su altura máxima a unos doscientos pies directamente por encima de Westminster, en el corazón de Londres; al acercarnos al centro de la ciudad, vi rayos de luz brillante que surgían de las calles centrales y que iluminaban el techo universal. Por todas partes, saliendo de las calles de Londres y desde inmensas bases en el río, estaban las columnas: desbastadas, apretadas, con bases amplias y reforzadas. Diez mil Atlas de cemento para sostener el techo, columnas que habían convenido a Londres en una inmensa mezquita.

¡Me pregunté si la cuenca de creta y arcilla sobre la que se sostenía Londres podría soportar aquel peso colosal! ¿Qué pasaba si todo se hundía en el lodo, llevándose consigo su preciada carga de millones de vidas? Recordé con algo de melancolía la Era de las Grandes Edificaciones por venir, cuando el dominio de la gravedad que había visto haría de la construcción de la Bóveda un asunto trivial…

Aun así, a pesar de la tosquedad e impaciencia evidentes en su construcción, y lo desolador de su propósito, la Bóveda me impresionaba. Porque había sido construida con simples piedras y colocada sobre la arcilla de Londres con poco más que la tecnología de mi época; aquella construcción colgante me resultaba más increíble que todas las maravillas que había visto en el año 657 208 d.C.

Seguíamos viajando, pero estaba claro que nos acercábamos al final, porque el tren se movía muy despacio. Vi que las tiendas estaban abiertas, pero apenas había luz en los escaparates; los maniquíes llevaban las ropas monótonas de la época y los clientes miraban por los cristales remendados. Ya casi no quedaban lujos en aquella larga y amarga guerra.

El tren se detuvo.

—Hemos llegado —dijo Bond—. Esto es la Puerta de Canning: a sólo unos minutos del Imperial College.

El soldado Oldfield abrió la puerta del vagón. Hizo un «pop», como si la presión de la Bóveda fuese mayor. El ruido nos inundó. Vi más soldados, vestidos con ropa de batalla de infantería, que nos esperaban en la plataforma.

De esa forma, con la máscara antigás en la mano, entré en la Bóveda de Londres.

¡El ruido era increíble! Ésa fue mi primera impresión. Era como estar en una inmensa cripta que compartía con millones. Un alboroto de voces, los chirridos de las ruedas del tren y el zumbido de los tranvías: todo parecía resonar bajo aquel inmenso techo y caía sobre mí. Hacía muchísimo calor, más que en el Raglan. Percibía muchísimos olores, no todos agradables: de comida, del ozono de las máquinas, del humo y aceite de los trenes y, sobre todo, de gente, millones de personas respirando y transpirando bajo la gran manta de aire.

Aquí y allá en la misma Bóveda había luces: no las suficientes para iluminar las calles, pero sí para que fuese posible moverse guiándose por ellas. Vi pequeñas formas volando por entre las luces: eran las palomas de Londres, me dijo Filby —todavía sobrevivían, aunque ahora debilitadas por los años de oscuridad—, y junto a las palomas una cuantas colonias de murciélagos, poco populares en algunos distritos.

En una esquina del Techo, al norte, se proyectaba un espectáculo de luz. Oí el eco de una voz amplificada que provenía de aquella dirección. Filby la llamaba «la Máquina Parlanchina» —por lo que pude entender, era un tipo de cinematógrafo público—, pero estaba demasiado lejos para ver con claridad.

Vi que la nueva vía del tren había sido escopleada con gubias, aunque no muy bien, en la vieja carretera; y que la «estación» no era más que un montón de cemento en Canning Place. Todos los cambios producidos en aquel nuevo mundo indicaban prisa y pánico.

Los soldados formaron un pequeño diamante a nuestro alrededor, y nos alejamos de la estación por Canning Plagie hacia Gloucester Road. Moses llevaba los puños apretados. Con sus ropas de vivos colores parecía asustado y vulnerable, y sentí un ramalazo de culpa por haberle traído a ese mundo cruel de charreteras metálicas y máscaras antigás.

Miré por De Vere Gardens hacia el hotel Kensington Park, donde en momentos más felices había tenido por costumbre cenar; el pórtico columnado del lugar todavía estaba en pie, pero la fachada del edificio estaba sucia, muchas de las ventanas habían sido cubiertas con tablas, y el hotel parecía que se había convertido en una parte más de la nueva terminal de ferrocarriles.

Giramos en Gloucester Road. Había mucha gente allí, en la carretera y en el asfalto, y el sonido de las bicicletas era una nota alegre entre la tristeza general. Nuestra segura expedición —y el traje extravagante de Moses en particular— recibió muchas y atentas miradas, pero nadie se acercó o nos habló. Había muchos soldados por los alrededores, con uniformes como los de la tripulación del Juggernaut, pero la mayoría de los hombres vestía trajes que —si bien algo monótonos y no muy bien cortados— no hubiesen desentonado en 1891. La mujeres llevaban faldas delicadas y blusas, sencillas y funcionales, y lo único sorprendente era que las faldas eran bastante altas, unos tres o cuatro pulgadas por encima de la rodilla, ¡por lo que había más pantorrillas y talones femeninos en unas pocas yardas que los que había visto en toda mi vida! (Esto último no me resultaba tan interesante, en contraste con tantos cambios de fondo; pero por lo visto, fascinaba bastante más a Moses, a juzgar por las miradas poco caballerosas que lanzaba).

Pero, uniformemente, todos los peatones llevaban las extrañas charreteras de metal, y todos cargaban, incluso en el calor del verano, con bolsas de lona que contenían las máscaras antigás.

Noté que los soldados que nos acompañaban llevaban abiertas las pistoleras; me di cuenta de que las armas no estaban destinadas a nosotros, porque podía ver que los soldados vigilaban de cerca a la gente.

Giramos al este por Queen’s Gate Terrace. Ésa era la parte de Londres que conocía. Era una calle amplia y elegante bordeada por altas casas; y vi que las casas no habían sido afectadas en demasía por el tiempo. La fachadas todavía exhibían la ornamentación grecorromana que recordaba —columnas talladas con diseños florales y demás— y el pavimento seguía bordeado por las mismas barandas negras.

Bond se detuvo en una de las casas, a mitad de la calle. Subió los escalones hasta la puerta y llamó con la mano enguantada. Un soldado —otro recluta en uniforme de batalla— la abrió desde dentro. Bond nos dijo:

—Todas la casas fueron requisadas por el Ministerio del Aire hace un tiempo. Tendrán todo lo que necesiten, pídanselo al soldado, y Filby se quedará con ustedes.

Moses y yo intercambiamos miradas.

—Pero, ¿ahora qué hacemos? —pregunté.

—Esperen —dijo ella—. Refrésquense, duerman un poco. ¡Sólo el cielo sabe qué hora creen sus cuerpos que es…! Tengo instrucciones del Ministerio del Aire; están interesados en conocerle —me dijo—. Un científico del ministerio se encargará de su caso. Estará aquí mañana a primera hora para conocerle.

»Bien. Buena suerte. Quizá nos encontremos de nuevo.

Y con eso nos dio la mano a mí y a Moses, como un hombre, y llamó al soldado Oldfield. Bajaron nuevamente por Mews, dos jóvenes guerreros derechos y valientes, y tan frágiles como el despojo quemado por la guerra que había visto antes en Kensington High Street.