7

EL JUGGERNAUT LORD RAGLAN

El rictus de Moses era tirante y nervioso, tenía la cara más pálida de lo normal y su frente ancha estaba perlada de sudor.

—¡Está claro que no eres el único viajero del tiempo!

El fuerte móvil —si era eso— avanzó penosamente hasta la casa. Era largo, plano como una caja, parecido a un cubre platos. Estaba pintado con manchones de verde y marrón barro, como si su hábitat natural fuese el campo abierto. Tenía un faldón de metal alrededor de la base, quizá para proteger las partes más vulnerables de los disparos y la metralla de los oponentes. Debería decir que el fuerte se movía a unas seis millas por hora, y que —gracias a algún nuevo método de locomoción que no podía precisar debido al faldón— se las arreglaba para mantenerse recto a pesar de la inclinación de la colina.

Exceptuándonos a nosotros tres —y al accidentado caballo del cervecero— no quedaba ni un alma viviente en la carretera, y el silencio sólo quedaba roto por el profundo retumbar del motor del fuerte y los chillidos de pánico del caballo.

—No recuerdo esto —le dije a Nebogipfel—. Nada de esto sucedió en mi 1873.

El Morlock examinó el fuerte a través de las gafas.

—Una vez más —dijo tranquilo—, debemos tener en cuenta la posibilidad de la multiplicidad de historias. Ha visto más de una versión del año 657 208 d.C.; parece que ahora debe soportar variantes de su propio siglo.

El fuerte se detuvo con los motores sonando como un enorme estómago; podía ver rostros enmascarados que nos observaban desde varias portillas, y un gallardete se agitaba lánguido en el casco.

—¿Crees que podemos huir corriendo? —susurró Moses.

—Lo dudo. ¿Ves los rifles que sobresalen de las portillas? No sé a qué juegan, pero esa gente tiene claramente medios y deseos de detenernos.

—Mostremos algo de dignidad. Demos un paso al frente —dije—. Demostremos que no tenemos miedo.

Caminarnos por tanto sobre los adoquines mundanos de Petersham Road hacia el fuerte.

Los diversos rifles y armas pesadas nos siguieron en nuestra aproximación, y las caras enmascaradas —algunas con gemelos de campaña— registraban nuestro progreso.

Al acercarnos al fuerte, pude ver mejor su disposición. Como ya he dicho, tenía más de ochenta pies de largo, y puede que unos diez de alto; los lados parecían láminas gruesas de bronce de cañón, aunque la acumulación de torretas y portillas en la parte superior le daba un aspecto moteado. Penachos de vapor salían al aire por la parte trasera de la máquina. Ya he mencionado el faldón que rodeaba la base; pero ahora podía ver que el faldón no tocaba el suelo, que la máquina se sostenía no sobre ruedas, como había supuesto, sino sobre patas. Eran cosas planas y anchas, más o menos de la forma de una pata de elefante, pero mucho mayores; por las marcas que habían dejado en el camino, podía deducir que la superficie inferior de aquellas patas debía de tener estrías para facilitar la tracción. Comprendí que era por medio de esas patas como el fuerte se las arreglaba para mantenerse más o menos horizontal independientemente de la inclinación del camino.

Había un dispositivo similar a un mayal en la parte delantera de la máquina: consistía en trozos largos de cadenas sujetas a un rodillo, que se sostenía con dos bastidores metálicos al morro del fuerte. El rodillo estaba sujeto y las cadenas bailaban en el aire como los látigos de los carreteros. Hacían un ruido metálico a medida que el fuerte se movía; pero estaba claro que el rodillo podía bajarse para permitir que las cadenas golpeasen el suelo a medida que el fuerte avanzaba. No podía entender el propósito de aquel dispositivo.

Nos detuvimos a unas diez yardas del morro romo de la máquina. Los rifles seguían apuntándonos. El vapor nos llegaba en una brisa continua.

Estaba horrorizado ante ese suceso que no recordaba. Ahora, creía, ni siquiera mi pasado era un lugar seguro y estable: incluso él estaba sujeto a cambios, ¡a los antojos de un viajero del tiempo! No podía escapar de la influencia de la Máquina del Tiempo: era como si, una vez inventada, sus ramificaciones se extendiesen al pasado y al futuro, como las ondas producidas por una piedra arrojada al plácido Río del Tiempo.

—Creo que es británico —dijo Moses, rompiendo mi introspección.

—¿Qué? ¿Por qué lo dices?

—¿No crees que eso sobre el faldón es una insignia de regimiento?

Miré más atentamente; estaba claro que los ojos de Moses eran más agudos que los míos. Nunca me había interesado demasiado la parafernalia militar, pero parecía que Moses tenía razón.

Ahora leía los trozos de texto pintados en negro sobre el formidable casco.

—«Munición» —leyó—. «Entrada de combustible». Es británico o americano. Y de un futuro lo suficientemente cercano para que la lengua no haya cambiado mucho.

Oí el roce del metal contra el metal. Vi que una rueda situada a un lado del fuerte giraba. Cuando la rueda giró por completo, una portezuela se abrió —el metal pulido de su borde brilló contra el metal apagado del casco— y me pareció que el interior era como una caverna de acero.

De la abertura cayó una escalera de cuerda. Un soldado bajó por ella y se dirigió hacia nosotros. Vestía un traje de lona, cosido como una sola pieza. Estaba abierto por el cuello, y pude ver un reborde de ropa caqui. Llevaba unas espectaculares charreteras metálicas sobre los hombros y una gorra negra, con el escudo de un regimiento en la parte delantera. Portaba una pistola en una cartuchera que le colgaba por delante; había una pequeña bolsa justo encima, obviamente para la munición. Vi que la pistolera estaba abierta, y la mano enguantada nunca se apartaba demasiado del arma.

Pero lo más sorprendente era que el rostro del soldado estaba cubierto por la más extraordinaria de las máscaras: con gafas anchas y negras, y un tubo como el que tiene una mosca sobre la boca; la máscara cubría por completo la cabeza debajo de la gorra.

—¡Gran Scott! —me susurró Moses—. ¡Vaya una aparición!

—Sí —le dije ceñudo, porque había comprendido inmediatamente su importancia—. Se protege contra el gas, ¿lo ves? No se ve ni una pulgada cuadrada de su piel. Y esas charreteras deben ser para protegerle de dardos, posiblemente envenenados. Me pregunto qué otros elementos protectores lleva bajo ese traje.

—¿Qué época considera necesario enviar un bruto así a la inocencia de 1873? Moses, ese fuerte llega a nosotros desde un futuro oscuro. ¡Un futuro de guerra!

El soldado se acercó un poco más. Con voz de mando —apagada por la máscara, pero que era en cualquier caso la característica de los oficiales— nos dijo algo, en una lengua que al principio no reconocí.

Moses se acercó a mí.

—¡Eso es alemán! Con bastante mal acento. ¿De qué va todo esto?

Me adelanté un paso con las manos en alto.

—Somos ingleses. ¿Me entiende?

No pude ver el rostro del soldado, pero creí apreciar, en la posición de sus hombros, muestras de alivio. Su voz sonaba joven. No era más que un joven, entendí, atrapado en el caparazón de un guerrero. Dijo bruscamente:

—Muy bien. Por favor, síganme.

No teníamos demasiadas opciones.

El joven soldado permaneció al lado del fuerte con la mano en la empuñadura de su arma mientras subíamos al interior.

—Dígame algo —le dijo Moses al soldado—. ¿Cuál es el propósito del tambor con cadenas en la parte frontal del vehículo?

—Es un mayal antiminas —dijo el enmascarado.

¿Antiminas?

—Las cadenas golpean el suelo a medida que el Raglan avanza. —Hizo el gesto con sus manos aunque seguía vigilando a Moses. Era evidentemente británico; ¡había pensado que podíamos ser alemanes!—. ¿Ve? Se trata de hacer estallar las minas enterradas antes de que lleguemos a ellas.

Moses lo pensó y luego entró tras de mí en el fuerte.

—Un delicioso uso del ingenio británico —me dijo—. ¡Mira el grosor del casco! La balas deben rebotar como gotas de lluvia. Sólo un cañón podría detener a esta criatura.

La pesada portezuela se cerró a nuestras espaldas; se ajustó a sus enganches de un golpe y los cierres de goma se pegaron al casco.

Así quedó excluida la luz del sol.

Nos escoltaron al centro de una galería estrecha que recorría todo el fuerte. En aquel espacio resonaba el ruido de los motores. Olía a aceite de motor y a petróleo, además del penetrante olor a cordita; hacía demasiado calor, y sentí que me corría inmediatamente el sudor por el cuello. La única fuente de luz eran dos lámparas eléctricas; insuficiente para iluminar aquel espacio compacto y largo.

El interior del fuerte quedó grabado en mi mente con trazos a media luz y sombras. Podía ver la forma de ocho grandes ruedas —cada una de diez pies de diámetro— alineadas a los lados del fuerte, y protegidas en el casco. En la parte delantera del fuerte, en el morro, había un solo soldado en una silla de lona; estaba rodeado de palancas, indicadores y lo que parecían las lentes de un periscopio; supuse que sería el conductor. En la parte trasera del fuerte estaban los motores y el centro de transmisiones. Allí pude ver las voluminosas formas de unas máquinas; en la oscuridad, los motores parecían más la prole de grandes bestias que algo construido por manos humanas. Los soldados iban y venían alrededor de las máquinas, con máscaras y guantes, como si sirviesen a un ídolo de metal.

Pequeñas cabinas, estrechas y de aspecto incómodo, colgaban del techo; y en cada una pude ver el perfil borroso de un soldado. Cada soldado portaba una variedad de armas e instrumentos ópticos, la mayoría de diseño desconocido para mí, que surgían del casco de la nave. Debía de haber unas dos docenas de aquellos artilleros —todos llevaban máscara y vestían los trajes de lona con gorra— y nos miraban abiertamente. ¡Pueden imaginar cómo el Morlock atraía sus miradas!

Era un lugar desolado e intimidante: un templo móvil dedicado a la fuerza bruta. No podía sino compararlo con la ingeniería sutil de los Morlocks de Nebogipfel.

El soldado joven vino hacia nosotros; ahora que el fuerte volvía a estar sellado, se había quitado la máscara —colgaba de su cuello como una cara arrancada— y pude ver que realmente era muy joven.

—Por favor, vengan —dijo—. Al capitán le gustaría darles la bienvenida a bordo.

Bajo su guía formamos una línea y comenzamos a caminar cuidadosamente —bajo la atenta y silenciosa mirada de los soldados— hacia el morro del fuerte. El suelo estaba al descubierto, y nos vimos obligados a usar pasarelas estrechas; los pies desnudos de Nebogipfel pisaban casi silenciosos sobre el metal.

Cerca del morro de ese barco terrestre, y un poco por detrás del conductor, había una cúpula de bronce y hierro que se extendía hasta el techo. Bajo la cúpula había un individuo —con una máscara y las manos en la espalda— con el aire de ser quien controlaba el fuerte. El capitán llevaba ropas y boina similares a las del soldado que nos había recibido, con sus charreteras a hombros y armas al cinto; pero aquel oficial superior también llevaba cinturones de cuero entrecruzados y otras insignias del rango.

Moses miraba a su alrededor con ávida curiosidad. Señaló el conjunto de escalas por encima del capitán.

—Mira ahí —dijo—. Apuesto a que puede hacer bajar una escalera por medio de esas palancas, ¿ves? Y luego subir a la cúpula. Eso le permitiría ver todo alrededor de esta fortaleza, para dirigir mejor a los ingenieros y artilleros. —Parecía impresionado por el ingenio que habían invertido en aquel monstruo para la guerra.

El capitán se adelantó, pero con una cojera evidente. Ahora llevaba la máscara detrás y su rostro estaba al descubierto. Podía ver que esa persona era muy joven, en evidente estado de buena salud —aunque extraordinariamente pálida— y de un tipo que uno asocia con la marina: alerta, calmada, inteligente y profundamente competente. Se había quitado un guante y extendía la mano hacia mí. Tomé la mano ofrecida —era pequeña y la mía la envolvió como si fuese la de un niño— y miré, con un asombro que no podía ocultar, la cara.

El capitán dijo:

—No esperaba esta multitud de pasajeros; supongo que no sabíamos qué esperábamos, pero sean bienvenidos, y les aseguro que se les tratará bien. —La voz era ligera, pero más ronca que el fondo de los motores. Los ojos azul pálido se deslizaron sobre Moses y Nebogipfel, con algo de humor—. Bienvenidos al Lord Raglan. Mi nombre es Hilary Bond; soy capitán del Noveno Batallón del Regimiento Real de Juggernauts.

¡Era cierto! Aquel capitán —un soldado con experiencia ganada con heridas, y comandante de la máquina de matar más temible que podía haber imaginado— era una mujer.