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PERSUASIÓN Y ESCEPTICISMO

El temprano amanecer de verano ya estaba muy avanzado cuando terminé.

Moses permaneció sentado en su silla, con los ojos puestos en mí y con la barbilla entre las manos. Finalmente, dijo:

—Bien —como si pretendiese romper un hechizo—, bien.

Se levantó, estiró la espalda y cruzó la habitación hasta las ventanas; las abrió para mostrar un día nublado pero luminoso.

—Es una historia extraordinaria.

—Es más que eso —dije con voz ronca—. ¿No lo ves? Durante mi segundo viaje al futuro atravesé una historia diferente. La Máquina del Tiempo es una destructora de historias, una destructora de mundos y especies. ¿No ves por qué no debe ser construida?

Moses se volvió hacia Nebogipfel.

—Si es usted un hombre del futuro, ¿qué tiene que añadir a todo eso?

La silla de Nebogipfel todavía permanecía en las sombras, pero se protegió de la intrusión de la luz del día.

—No soy un hombre —dijo con su voz tranquila y fría—. Pero vengo del futuro, una de sus infinitas variantes posibles. Parece cierto, es lógicamente posible, que una Máquina del Tiempo pueda cambiar el curso de la historia, generando nuevas variantes de los sucesos. De hecho, el principio mismo por el qué opera la máquina parece recurrir a su extensión, por medio de las propiedades de la plattnerita, a otra historia paralela.

Moses se dirigió a la ventana y el sol de la mañana destacó su perfil.

—Pero abandonar mis investigaciones, sólo porque tú haces afirmaciones sin pruebas…

—¿Afirmaciones sin pruebas? Creo que merezco algo más de respeto —dije con creciente furia—. ¡Después de todo, soy tú! Oh, eres tan testarudo. He traído a un hombre del futuro. ¿Qué más persuasión quieres?

Agitó la cabeza.

—Mira —dijo—, estoy cansado. He estado en vela toda la noche, y el brandy no ha ayudado. Y los dos parece que podríais necesitar también algo de descanso. Tengo habitaciones de sobra; los llevaré…

—Conozco el camino —dije gélido.

Me concedió esa victoria con algo de humor.

—Haré que Mrs. Penforth les lleve el desayuno… o —siguió diciendo mirando ahora a Nebogipfel— quizás haré que lo sirva aquí.

»Venid —dijo—. El destino de la especie puede esperar unas pocas horas.

Extrañamente tuve un sueño profundo. Me despertó Moses, que me traía una jarra de agua caliente.

Había dejado mis ropas dobladas sobre una silla; después de mis aventuras en el tiempo ya no valían mucho como vestimenta.

—No creo que pudieses prestarme algo de ropa, ¿no?

—Puedes coger un abrigo, si quieres. Lo siento, pero no creo que nada mío te siente bien.

Me enfureció aquella arrogancia.

—Algún día tú también envejecerás. Y entonces espero que recuerdes. ¡Oh, no importa! —dije.

—Mira. Haré que mi sirviente limpie tu ropa y remiende los daños mayores. Baja cuando estés listo.

Habían servido el desayuno en el comedor como un bufé: Moses y Nebogipfel ya estaban allí. Moses vestía el mismo traje del día anterior, o al menos una copia idéntica. El sol brillante de la mañana volvía el chillón abrigo de colores de loro en un clamor mucho más horroroso que antes. Y en lo que respecta a Nebogipfel, ahora el Morlock estaba vestido —¡ridículamente!— con pantalones cortos y una chaqueta escolar. Tenía una gorra sobre la cara peluda, y esperaba pacientemente al lado del bufé.

—Le dije a Mrs. Penforth que se fuese de aquí —dijo Moses—. Por lo que respecta a Nebogipfel, la chaqueta raída que llevaba, que está sobre esa silla, no parecía suficiente para él. Así que rescaté un viejo uniforme escolar, lo único que encontré que podría quedarle bien: ahora huele a naftalina, pero parece más feliz.

»Ahora —caminó hacia Nebogipfel—, déjeme que le ayude. ¿Qué le gustaría? Puede tomar beicon, huevos, tostadas, salchichas…

Con voz tranquila y fluida, Nebogipfel pidió a Moses que le explicase el origen de cada cosa. Moses lo hizo gráficamente: cogió un trozo de beicon con el tenedor, por ejemplo, y le explicó la naturaleza del cerdo.

Cuando Moses terminó, Nebogipfel cogió una sola fruta —una manzana— y se fue con eso y un vaso de agua al rincón más oscuro de la habitación.

Yo, después de subsistir durante tanto tiempo con la dieta insípida de los Morlocks, no hubiese disfrutado más de mi desayuno aunque hubiese sabido, que no lo sabía, que sería la última comida del siglo diecinueve de la que iba a disfrutar.

Ya desayunados, Moses nos escoltó a la sala de estar. Nebogipfel se instaló en el rincón más oscuro, mientras que Moses y yo nos sentamos en sillones opuestos. Moses sacó la pipa, la llenó de tabaco y la encendió.

Le miré agitado. Su calma me volvía loco.

—¿No tienes nada que decir? Te he traído una advertencia directamente del futuro, de varios futuros, que…

—Sí —dijo—, es muy dramático. Pero —siguió, golpeando la pipa— todavía no estoy seguro de si…

—¿No estás seguro? —grité poniéndome de pie de un salto—. ¿Qué más pruebas quieres?

—Me parece que tu lógica tiene algunos agujeros. Oh, siéntate.

Me senté. Me sentía débil.

—¿Agujeros?

—Míralo de esta forma. Afirmas que soy tú y tú eres yo. ¿Sí?

—Exactamente. Somos dos fragmentos de una misma criatura tetradimensional, tomados en distintos momentos y yuxtapuestos por la Máquina del Tiempo.

—Muy bien. Ahora pensemos en esto: si tú fuiste una vez yo, entonces deberías tener mis recuerdos.

—Yo… —Me callé.

—Entonces —dijo Moses con tono de triunfo—, ¿qué recuerdos tienes de un extraño y su sorprendente compañero, que aparecieron en tu casa una noche? ¿Eh?

La respuesta, por supuesto —¡horrible!, ¡imposible!—, es que no tengo tales recuerdos. Me volví afligido hacia Nebogipfel.

—¿Cómo no se me ha ocurrido? Por supuesto, mi misión es imposible. Siempre lo ha sido. No podría persuadir al joven Moses, porque yo no recuerdo haber sido persuadido cuando era Moses.

—Causa y efecto, cuando hay Máquinas del Tiempo de por medio, son conceptos inadecuados —contestó Nebogipfel.

Moses, con su insufrible descaro, añadió:

—Aquí tienes otro acertijo. Supón que estoy de acuerdo contigo. Supón que acepto tu historia de viajes en el tiempo, tu visión de la historia y demás. Supón que acepto destruir la Máquina del Tiempo.

Podía prever su argumento.

—Luego, si no construyes la Máquina del Tiempo…

—No podrías ir al pasado para evitar su construcción…

—… por lo que construirías la máquina…

—… y tú viajarías una vez más en el tiempo para evitar que se construyese. ¡Y así indefinidamente, como un tiovivo sin fin! —gritó con un ademán…

—Sí. Es un bucle causal patológico —dijo Nebogipfel—. La Máquina del Tiempo debe ser construida, para que pueda evitarse su construcción…

Enterré la cara entre las manos. Además de la desesperación por haber perdido la discusión, tenía la incómoda sensación de que el joven Moses era más inteligente que yo. ¡Debía haber visto esas dificultades lógicas! Quizá fuese cierto que la inteligencia, como las facultades puramente físicas, declina con la edad.

—Pero, a pesar de todos esos argumentos lógicos, sigue siendo cierto —susurré—. No debes construir la máquina.

—Entonces, explícalo —dijo Moses con menos simpatía—. «Ser o no ser», parece que ésa no es la cuestión. Si eres yo, recordarás que te obligaron a interpretar el papel del padre de Hamlet en una horrible representación escolar.

—Lo recuerdo bien.

—Me parece que la pregunta es más bien: ¿cómo puede algo simultáneamente Ser y no Ser?

—Pero es cierto —dijo Nebogipfel. El Morlock caminó un poco hacia la luz y nos miró a ambos—. Pero tengo la impresión de que debemos crear una lógica superior, una lógica que pueda tratar la interacción de una Máquina del Tiempo con la historia, una lógica que pueda manejar una multiplicidad de historias

Entonces —justo en el momento en que yo mismo dudaba— oí un rugido como de un motor inmenso, que resonó fuera de la casa en la colina. El suelo parecía temblar, como si un monstruo se pasease por ahí; oí gritos y —aunque uno pensaría que sería imposible que tal cosa sucediese en la todavía soñolienta y recién amanecida Richmond Hill— el repiqueteo de una ametralladora.

Moses y yo nos miramos desconcertados.

—Por Júpiter —dijo Moses—. ¿Qué es eso?

Creí oír de nuevo el sonido de disparos, y los gritos se convirtieron en chillidos apagados de repente.

Juntos salimos de la sala de estar hasta el salón. Moses abrió las puertas de par en par y nos desperdigamos por la calle. Allí estaba Mrs. Penforth, delgada y severa, y Poole, el sirviente de Moses de aquella época. Mrs. Penforth llevaba un plumero amarillo canario y se agarraba al brazo de Poole. Nos miramos momentáneamente, pero apartaron nuevamente la mirada, ignorando a Nebogipfel como si no fuese más que un extraño francés o escocés.

Había una gran multitud en Petersham Road, mirando. Moses me tocó la manga, y señaló a la carretera en dirección a la ciudad.

Allí —dijo—. Ahí está tu anomalía.

Era como si una gran ola hubiese sacado un acorazado del mar y lo hubiese depositado en Richmond Hill. Estaba a unas doscientas yardas de la casa: se trataba de una gran caja de metal que estaba posada sobre Petersham Road como un enorme insecto de hierro de al menos ochenta pies de largo.

Pero no era un monstruo varado: se arrastraba hacia nosotros, lento pero seguro, y por donde pasaba dejaba el suelo marcado con hendiduras conectadas, como el rastro de un pájaro. La superficie superior del acorazado estaba salpicada de portillas, supuse que para las armas o para los telescopios.

El tráfico de la mañana se había visto obligado a dejar paso a la cosa; dos coches habían volcado frente a él, así como la narria de un cervecero, que todavía tenía el caballo atrapado y la cerveza se escapaba de los barriles rotos.

Un joven con una gorra arrojó tontamente un trozo de pavimento a la cosa. La piedra rebotó sin dejar ni una marca, pero hubo una respuesta: vi que asomaba el cañón de un rifle por una de las portillas superiores y disparó al joven.

Cayó donde estaba y se quedó quieto.

Ante eso, la multitud se dispersó con rapidez, y ya no hubo más gritos. Mrs. Penforth parecía que lloraba en el plumero; Poole la escoltó hasta la casa.

En la parte delantera del acorazado terrestre se abrió una compuerta con un golpe —pude ver algo del oscuro interior— y vi una cara (aunque enmascarada) mirar en nuestra dirección.

—Viene del tiempo —dijo Nebogipfel—. Y ha venido a por nosotros.

—Sí. —Me volví a Moses—. Bien —le dije—. ¿Ahora me crees?