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HONESTIDAD Y DUDA

No podía dejar que supiese lo mucho que yo ya conocía, e intenté simular sorpresa ante aquella afirmación.

—Bien —dije vagamente—, bien. ¡Gran Scott…!

Me miró insatisfecho. Supongo que comenzaba a pensar que era un idiota sin imaginación. Se volvió y trasteó con los aparatos.

Aproveché la oportunidad para llevar al Morlock a un lado.

—¿Qué opina? Una demostración ingeniosa.

—Sí, pero me sorprende que no haya notado la radiactividad de su misteriosa sustancia, la plattnerita. Las gafas muestran claramente…

—¿Radiactividad?

Me miró.

—¿No está familiarizado con el concepto?

Me dio un rápido repaso del fenómeno, que incluye, parece, elementos que se rompen y vuelan en pedazos. Todos los elementos lo hacen —según Nebogipfel— a un ritmo más o menos perceptible; algunos, como el radio, lo hacen de forma tan espectacular que se puede medir, ¡si sabes lo que buscas!

Todo esto me hizo recordar algo.

—Recuerdo un juguete llamado espintariscopio —le dije a Nebogipfel—. En él, el radio se acerca a una pantalla cubierta de sulfuro de zinc…

—Y aparece fluorescencia en la pantalla. Sí. Es la desintegración de los núcleos de radio lo que provoca ese fenómeno —dijo.

—Pero el átomo es indivisible, o al menos eso es lo que se cree…

—Thompson, en Cambridge, demostrará la existencia de una estructura subatómica, si no recuerdo mal, unos años después de su viaje al futuro.

—Estructura subatómica. ¡Thompson! Me he encontrado con Joseph Thompson un par de veces, siempre lo he considerado un poco estúpido, y es varios años más joven que yo…

¡No era la primera vez que me arrepentía de mi súbito viaje en el tiempo! Si me hubiese quedado para ser parte de ese alboroto intelectual —podía haber estado en su centro, incluso sin mis experimentos en el viaje en el tiempo— aquello habría sido una aventura más que suficiente para toda una vida.

Moses parecía que había acabado, y fue a apagar la lámpara de sodio, pero retiró la mano con un grito.

Nebogipfel había tocado los dedos de Moses con su palma.

—Lo siento.

Moses se restregó la mano como si quisiese limpiarla.

—Su tacto —dijo—. Es tan… frío. —Miró a Nebogipfel como si lo viese, en toda su rareza, por primera vez.

Nebogipfel se disculpó de nuevo.

—No pretendía cogerle por sorpresa. Pero…

—¿Sí? —dije yo.

El Morlock señaló con un dedo la muestra de plattnerita.

Miren.

Moses y yo nos inclinamos y entrecerramos los ojos para ver la muestra iluminada.

Al principio sólo pude distinguir el reflejo de la lámpara de sodio, el brillo del polvo fino en la superficie de la placas de vidrio… y entonces, percibí una luz creciente, un brillo que provenía del interior de la propia plattnerita: una iluminación verde que brillaba cómo si las placas de vidrio fuesen una ventana a otro mundo.

El brillo creció en intensidad, y produjo reflejos relucientes de los tubos de ensayo y del resto de la parafernalia del laboratorio.

Volvimos al comedor. Hacía horas que el fuego se había apagado y la habitación estaba fría, pero Moses no demostró haberse percatado de mi incomodidad. Me sirvió otro brandy, y acepté un cigarro; Nebogipfel pidió agua: Encendí el cigarro mientras Nebogipfel me miraba con lo que supuse era absoluto horror. ¡Había olvidado todos sus hábitos humanos!

—Bien, señor —dije—, ¿cuándo publicará esos extraordinarios descubrimientos?

Moses se rascó la cabeza y se aflojó la llamativa corbata.

—No estoy seguro —dijo con franqueza—. Lo que tengo hasta ahora no es más que un catálogo de observaciones anómalas, sabe, de una sustancia de origen desconocido. Aun así, quizás ahí fuera haya tipos más brillantes que yo que puedan aportar algo, incluso que puedan descubrir cómo sintetizar más plattnerita…

—No —dijo muy enigmático Nebogipfel—. Los medios para fabricar materiales radiactivos no existirán hasta que pasen varias décadas.

Moses miró al Morlock con curiosidad, pero no siguió el tema.

—Pero no tiene la intención de publicar —dije sin rodeos.

Me hizo un gesto de conspirador. ¡Otra costumbre irritante!

—A su debido tiempo. En cierta forma, no soy un científico de verdad, ya sabe lo que quiero decir, el tipo minúsculo y minucioso que acaba siendo conocido como un «científico distinguido». Les ves dando pequeñas conferencias, sobre algún aspecto recóndito de los alcaloides tóxicos, quizás, y flotando en la oscuridad de la linterna mágica puedes oír el fragmento que el tipo cree leer de forma audible; y puede que veas sus gafas doradas y botas para los callos…

—Pero usted… —le incité.

—Oh, no intento criticar a los investigadores laboriosos de este mundo. Creo que a mí me queda bastante de investigación laboriosa en los próximos años. Me gusta ver cómo acaban las investigaciones. —Tomó un sorbo de la bebida—. He publicado algunas cosas, incluso en Philosophical Transactions, y otras investigaciones que deberían acabar en artículos. Pero el asunto de la plattnerita…

—¿Sí?

—Tengo un presentimiento sobre el tema. Quiero ver hasta dónde puedo llegar por mí mismo…

Me incliné. Vi que las burbujas de su vaso reflejaban la luz de las velas, y que su cara estaba llena de vida. Era el momento más tranquilo de la noche, y me parecía que podía ver todos los detalles, oír el tictac de todos los relojes de la casa con claridad supernatural.

—Explíqueme qué quiere decir.

Se estiró la ridícula chaqueta.

—Ya les he contado mis especulaciones sobre cómo un rayo de luz que atraviesa la plattnerita sufre una transferencia temporal. Con eso quiero decir que el rayo se mueve entre dos puntos del espacio sin un intervalo temporal en medio. Pero me parece —dijo con lentitud— que si la luz puede moverse de esa forma entre esos intervalos temporales, también podrían hacerlo quizá los objetos materiales. Creo que si mezclásemos la plattnerita con alguna sustancia cristalina adecuada, quizá cuarzo o cristal de roca, entonces…

—¿Sí?

Pareció recuperarse. Puso la copa de brandy sobre la mesa al lado de la silla, y se inclinó hacia delante; sus ojos brillaban con la luz de las velas.

—¡No estoy seguro de querer decir más! Miren: he sido franco con ustedes. Y ahora espero que sean sinceros conmigo. ¿Lo harán?

Como respuesta, le miré a la cara, a los ojos que a pesar de estar rodeados de una piel más suave eran los míos sin duda, los ojos que me miraban desde el espejo todas las mañanas.

Incapaz evidentemente de apartar la vista, susurró:

—¿Quién es usted?

Sabe quién soy, ¿no?

El momento se alargó quieto y silencioso. El Morlock era una presencia fantasmal que nos pasaba desapercibida a los dos.

Finalmente, Moses dijo:

—Sí. Sí, creo que lo sé.

Quería darle tiempo para que se acostumbrara a la idea. ¡La realidad del viaje en el tiempo —para un objeto más sustancial que un rayo de luz— era todavía poco más que fantasía para Moses! Enfrentarse tan abruptamente con una prueba física —y peor aún, encararse con su propio yo del futuro— debía de ser un golpe tremendo.

—Podría pensar que mi presencia aquí es un resultado inevitable de sus propias investigaciones —le propuse—. ¿No acabaría sucediendo un encuentro como éste si continúa por el camino experimental que se ha fijado?

—Quizá…

Pero ahora comprendía que su reacción, lejos de permanecer sorprendido, como yo esperaba, parecía menos respetuosa. Parecía que me inspeccionaba de nuevo; su mirada se movía inquisitiva sobre mi cara, pelo y ropas.

Intenté verme bajo los ojos de aquel insolente de veintiséis años. Absurdamente, fui consciente de mí mismo; me alisé el pelo —que no me había peinado desde el año 657 208 d.C— y metí la barriga, que ya no estaba tan bien definida como antaño. Pero la desaprobación permaneció en su rostro.

—Echa un vistazo —dije—. ¡En esto es en lo que te conviertes!

Se rozó la barbilla.

—No haces mucho ejercicio, ¿no? —Levantó el pulgar—. Y él, Nebogipfel. ¿Es él…?

—Sí —dije—. Es un hombre del futuro, del año 657 208 d. C. y es mucho más evolucionado que nuestro estado actual, que he traído aquí en mi Máquina del Tiempo: en la máquina cuyas primeras especificaciones ya se están formando en tu mente.

—Tengo la tentación de preguntarte cómo acaba todo: ¿tengo éxito?, ¿me casaré?, y demás. Pero tengo la impresión de que me irá mejor sin saberlo. —Miró a Nebogipfel—. El futuro de la especie, sin embargo, es otro tema.

—Me crees, ¿no?

Levantó la copa de brandy, vio que estaba vacía y la dejó en su sitio.

—No sé. Es decir, es muy fácil entrar en una casa y decir que eres tu yo del futuro…

—Pero tú mismo ya has especulado con la posibilidad del viaje en el tiempo. ¡Y mira mi cara!

—Admito que hay cierto parecido superficial; pero también es posible que sea todo una broma, quizá con intención maliciosa, para demostrar que soy un idiota. —Me miró seriamente—. Si eres quien dices ser, si eres yo, entonces has venido hasta aquí con un propósito.

—Sí. —Intenté dejar de lado mi furia; intenté recordar que era de vital importancia el comunicarme con aquel joven difícil y arrogante—. Sí. Tengo una misión.

Se agarró la barbilla.

—Palabras dramáticas. ¿Pero cómo puede ser tan importante? Soy un científico, ni siquiera eso seguramente; más bien un chapucero, un diletante. No soy ni un político ni un profeta.

—No. Pero eres, o serás, el inventor del arma más potente que pueda imaginarse: es decir, la Máquina del Tiempo.

—¿Qué es lo que has venido a decirme?

—Que debes destruir la plattnerita; encuentra otra línea de investigación. No debes desarrollar la Máquina del Tiempo. ¡Eso es esencial!

Me miró.

—Es evidente que tienes una historia para contar. ¿Va a ser larga? ¿Quieres más brandy, o quizá té?

—No. No, gracias. Seré tan breve como pueda.

De esa forma comencé mi narración, con un breve resumen de los descubrimientos que me habían llevado a la construcción final de la máquina —y cómo la había utilizado por primera vez y había viajado a la historia de los Elois y los Morlocks— y lo que descubrí a mi regreso, cuando intenté viajar al futuro una vez más.

Supongo que demostré mi cansancio —no podía recordar cuántas horas habían pasado desde que dormí por última vez—, pero a medida que progresaba mi narración me animé, y fijé mi atención en la cara sincera y redonda de Moses iluminada por la luz de las velas. Al principio era consciente de la presencia de Nebogipfel, que permaneció sentado en silencio durante mi relato, y en ocasiones —durante mi primera descripción de los Morlocks, por ejemplo— Moses se volvía hacia Nebogipfel como si quisiese confirmar algún detalle.

Pero después de un rato dejó incluso de hacer eso; y sólo miraba mi rostro.