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MOSES

Desde aquella experiencia me he convencido de que todos nosotros, sin excepción, utilizamos los espejos para autoengañarnos. El reflejo que allí vemos está tan bajo nuestro control que favorecemos nuestros mejores atributos, aunque sea inconscientemente, y ajustamos nuestras peculiaridades a un modelo que ni nuestros amigos más íntimos reconocerían. Y, por supuesto, no tenemos la obligación de vernos desde los ángulos más desfavorables: desde la parte de atrás de la cabeza, o con nuestra gran nariz en todo su esplendoroso perfil.

Bien, allí tenía un reflejo que no estaba bajo mi control, y era una experiencia inquietante.

Tenía mi altura, por supuesto: es más, me sorprendí al darme cuenta, yo había encogido un poco en los dieciocho años que habían pasado. Su frente era extraña: muy ancha, como muchos me habían dicho, sin piedad, a lo largo de mi vida, y llena de un pelo corto marrón como de ratón, que todavía no había desaparecido ni encanecido. Los ojos eran de un gris claro, la nariz recta, la mandíbula firme; pero nunca había sido un tipo atractivo: era pálido por naturaleza, y esa palidez se veía incrementada por la largas horas que había pasado, desde los años de escolar, en bibliotecas, salas de estudio, aulas y laboratorios.

Sentí una vaga repugnancia; ¡había algo de Morlock en mí! ¿Siempre había tenido las orejas tan grandes?

Pero fueron las ropas las que me sorprendieron. ¡Las ropas!

Llevaba lo que recordaba como el disfraz de un dandi: un abrigo corto y rojo sobre un chaleco amarillo y negro repleto de botones dorados, botas altas y amarillas, y con un ramillete en el ojal.

¿Había llevado yo alguna vez aquellas ropas? ¡Debí haberlo hecho! Pero me hubiese sido difícil imaginar algo más alejado de mi estilo sobrio.

—Dios mío —no pude evitar decir—, viste como un payaso de circo.

Parecía indeciso, evidentemente vio algo extraño en mi cara, pero contestó con rapidez:

—Quizá debería cerrarle la puerta en la cara, señor. ¿Ha subido la colina para insultarme por mi forma de vestir?

Noté que las flores estaban algo marchitas, y podía oler el brandy en su aliento.

—Dígame. ¿Hoy es jueves?

—Ésa es una pregunta muy extraña. Debería…

—¿Sí?

Levantó la vela y me miró a la cara. Estaba tan fascinado conmigo —por su propia persona apenas entrevista— que ignoró al Morlock: ¡una criatura humanoide del lejano futuro, apenas a dos yardas de él! Me pregunté si no habría alguna torpe metáfora escondida en aquella pequeña escena: ¿había viajado en el tiempo sólo para buscarme a mí mismo?

Pero no tenía tiempo para ironías, ¡y me sentí algo avergonzado por haber conjurado un pensamiento tan literario!

Es jueves, de hecho. O lo era, ahora estamos en las primeras horas del viernes. ¿Qué pasa? ¿Y por qué no lo sabía? ¿Quién es usted, señor?

—Le diré quién soy —dije—. Y —señalé al Morlock, y los ojos de nuestro anfitrión se abrieron— quién es ése. Y la razón de que no esté seguro ni del día ni de la hora. Pero primero, ¿podemos entrar? Me agradaría un poco de su brandy.

Se quedó parado durante medio minuto, la mecha de la vela ardiendo en su lago de cera; y, lejano, oí el murmullo del Támesis al pasar lánguido bajo el puente de Richmond. Finalmente, dijo:

—Debería echarles a la calle, pero…

—Lo sé —dije amablemente.

Miré a mi joven persona con indulgencia; nunca había tenido miedo de las especulaciones arriesgadas, ¡y no podía ni imaginar qué hipótesis alocadas se estaban formando en esos momentos en aquella mente fecunda e indisciplinada!

Tomó una decisión. Se apartó de la puerta.

Le hice un gesto a Nebogipfel. Los pies del Morlock, sólo cubiertos por pelo, resonaron en el parquet de la entrada. Mi joven yo lo miró de nuevo, Nebogipfel le devolvió la mirada con interés, y el joven dijo:

—Es… ah… es tarde. No quiero levantar a los sirvientes. Vengan al comedor; seguramente será el lugar más cálido.

El salón estaba a oscuras, tenía un friso pintado y una hilera de colgadores para sombreros; el cráneo amplio de nuestro renuente anfitrión se recortaba a la luz de la vela al guiarnos hasta allí. En el comedor todavía había un brillo de carbones encendidos en el hogar. Nuestro anfitrión encendió las velas con la que llevaba, y la habitación se llenó de claridad ya que allí había una docena de velas o más: dos en candelabros de bronce sobre el mantel, con un tarro de tabaco lleno y complaciente en medio, y el resto en las paredes.

Miré aquella habitación cálida y acogedora, ¡tan familiar y tan diferente por los distintos arreglos y redecoraciones! La pequeña mesa de la entrada que sostenía una pila de periódicos —repletos, sin duda, con los ominosos análisis de las últimas declaraciones de Disraeli, o quizá con terribles asuntos relativos a la Cuestión Oriental— y el sillón cerca del fuego, bajo y confortable. Pero no había ni rastro de mi juego de mesas octogonales, ni de mis lámparas incandescentes con flores de plata.

Nuestro anfitrión se acercó al Morlock. Se inclinó apoyando las manos en las rodillas.

—¿Qué es esto? Parece un mono, o un niño deforme. ¿Es su chaqueta lo que lleva puesto?

Me sorprendí ofendiéndome ante ese tono.

—«Eso» es «él». Y puede hablar por sí mismo.

—¿Puede? —Se volvió hacia Nebogipfel—. Es decir, ¿puede? Dios mío.

Se quedó mirando la cara peluda del pobre Nebogipfel, y yo me quedé de pie, intentando no manifestar mi impaciencia —por no decir vergüenza— ante tanta descortesía.

Recordó sus obligaciones.

—Oh —dijo—. Perdón. Por favor, siéntense.

Nebogipfel, perdido en la chaqueta, se quedó en medio de la alfombra. Miró primero el suelo y luego el resto de la habitación. Parecía esperar algo, y de pronto lo entendí. ¡Estaba tan habituado a la tecnología de su época que estaba esperando a que el mueble surgiese del suelo! Aunque, al conocernos mejor, el Morlock demostraría grandes conocimientos y flexibilidad mental, entonces estaba tan confundido como lo habría estado yo si buscase la espita del gas en la pared de una caverna de la Edad de Piedra.

—Nebogipfel —dije—, ésta es una época más simple. La formas son fijas. —Señalé la mesa del comedor y los asientas—. Debe elegir uno de ésos.

Mi yo más joven asistía a ese intercambio con evidente curiosidad.

El Morlock, después de vacilar unos segundos, eligió el sillón más aparatoso.

Llegué antes que él.

—Éste no, Nebogipfel —le dije con amabilidad—. No creo que lo encontrase cómodo. Podría intentar darle un masaje, pero no está diseñado para su peso…

El anfitrión me miró sorprendido.

Nebogipfel, bajo mi guía —me sentí como un padre inexperto al dirigirlo—, cogió una silla recta y se sentó en ella; los pies le colgaban como si fuese un niño peludo.

—¿Cómo sabía lo de mis Sillones Activos? —me exigió mi anfitrión—. Sólo se lo he mostrado a unos pocos amigos. El diseño todavía ni siquiera ha sido patentado…

No respondí: simplemente aguanté su mirada durante largos segundos. Podía ver que la extraordinaria respuesta a esa pregunta ya se formaba en su mente.

Apartó la vista.

—Siéntese —me dijo—. Por favor. Iré a buscar el brandy.

Me senté —¡en mi propio comedor con un Morlock por compañía!— y miré alrededor. En una de las esquinas del comedor, en su trípode, estaba el telescopio Gregoriano que había traído de casa de mis padres.

Un artefacto simple, capaz de producir sólo imágenes borrosas, y sin embargo, cuando era niño, una ventana al mundo maravilloso del cielo, y a la maravillas intrigantes de la óptica física.

Y, más allá de aquella habitación, estaba el oscuro pasillo hasta el laboratorio, con las puertas dejadas descuidadamente abiertas; pude ver partes del taller: la acumulación de aparatos, planos en el suelo, y varias herramientas y útiles.

Nuestro anfitrión se reunió con nosotros; traía, con torpeza, tres copas de brandy, y una jarra. Nos sirvió generosamente, y el líquido brilló bajo la luz de las velas.

—Tomen —dijo—. ¿Tienen frío? ¿Quieren que encienda el fuego?

—No —dije—, gracias.

Levanté el brandy, lo olí y lo dejé correr por la lengua.

Nebogipfel no cogió su vaso. Metió uno de sus pálidos dedos en el líquido, lo sacó y probó una gota. Pareció temblar. Entonces, delicadamente, apartó el vaso, ¡como si estuviese lleno hasta el borde del más repugnante de los licores!

Mi anfitrión lo observó con curiosidad. Entonces, con esfuerzo, se volvió hacia mí.

—Estoy en desventaja. No le conozco. Pero parece que usted sí me conoce a mí.

—Sí. —Sonreí—. Pero no sé exactamente cómo llamarle.

Frunció el ceño incómodo.

—No veo por qué eso sería un problema, mi nombre es…

Levanté la mano; había tenido una inspiración.

—No. Utilizaré, si me lo permite, Moses.

Tomó un largo sorbo de brandy, y me miró con rabia sincera en los ojos.

—¿Cómo sabe eso?

¡Moses!, mi odiado nombre de pila, por el que me habían atormentado infinitamente en la escuela, y que había mantenido en secreto desde que dejé la casa de mis padres.

—No importa —dije—. Su secreto está a salvo conmigo.

—Mire, me estoy empezando a cansar de estos juegos. Aparece con su acompañante y hace comentarios sobre mis ropas. ¡Y todavía no conozco su nombre!

—Pero —dije—, quizá sí lo sabe.

Sus largos dedos se cerraron alrededor del vaso. Sabía que sucedía algo extraño y maravilloso, ¿pero qué? Podía ver en su rostro, tan claro como el día, la mezcla de impaciencia, emoción y algo de miedo que yo mismo había sentido tantas veces al enfrentarme a lo desconocido.

—Mire —dije—, estoy listo para contarle todo lo que quiera saber, se lo prometo. Pero primero…

—¿Sí?

—Sería un honor para mí ver su laboratorio. Y estoy seguro de que a Nebogipfel también le gustaría. Cuéntenos algo de usted —dije—. Y así sabrá sobre .

Se quedó sentado durante un rato, sosteniendo la bebida. Entonces, con un movimiento brusco, volvió a llenar los vasos, se levantó y cogió una vela de la mesa.

—Vengan conmigo.