Agarré el delgado antebrazo con la mano y lo aparté del cuello. ¡Un cuerpo peludo estaba tirado sobre el níquel y el cobre a mi lado, una cara delgada y con gafas estaba cerca de la mía, el olor dulzón y fétido de un Morlock era intenso.
—Nebogipfel.
Su voz era baja, y su pecho subía y bajaba. ¿Tenía miedo?
—Así que ha escapado. Y con tanta facilidad…
Parecía un muñeco de trapo y pelo de caballo colgado de la máquina. Era un recuerdo del mundo de pesadilla del que había escapado. Estoy seguro de que en aquel momento podría haberlo arrojado de la máquina, pero contuve la mano.
—Quizá los Morlocks no han valorado mi capacidad para la acción —le respondí—. Pero usted… Sospechó, ¿no?
—Sí. En el último segundo… He aprendido, creo, a interpretar el lenguaje inconsciente de su cuerpo. Supe que planeaba activar la máquina. Sólo tuve tiempo de alcanzarle antes…
»¿Cree que podríamos ponernos derechos? —Susurró—. Estoy incómodo, y temo caerme.
Me miró mientras pensaba en su propuesta. Creí que había una decisión que debía tomar: ¿lo aceptaba como compañero de viaje en la máquina o no?
Pero no podía arrojarlo; ¡me conocía lo suficiente para saberlo!
—Oh, muy bien.
Y así los dos argonautas del tiempo ejecutamos un ballet extraordinario, en medio de la maraña de la máquina. Sostuve a Nebogipfel por el brazo —para evitar que cayese y para asegurarme de que no intentaba alcanzar los controles— y me di la vuelta hasta sentarme derecho. Ni de joven era ágil, por lo que cuando conseguí sentarme estaba jadeante e irritado. Nebogipfel, mientras tanto, se acomodó en una sección conveniente de la máquina.
—¿Por qué me ha seguido, Nebogipfel?
Nebogipfel miró el paisaje oscuro y difuminado del viaje en el tiempo, y no respondió.
Aun así, creí entender. Recordé su curiosidad y emoción ante mi relato del futuro, al compartir el viaje en la cápsula interplanetaria. El Morlock había saltado tras de mí en un impulso —para descubrir si el viaje en el tiempo era una realidad—, ¡y era un impulso guiado por una curiosidad que descendía, al igual que la mía, del mono! Me sentí sorprendentemente emocionado por ello, y me alegré un poco por Nebogipfel. La humanidad había cambiado mucho en los años que nos separaban, ¡pero allí había una prueba de que la curiosidad, ese impulso incansable por descubrir, y la temeridad asociada a ella, no habían muerto por completo!
Y surgimos a la luz. Sobre mi cabeza vi el desmantelamiento de la Esfera. Luz solar pura inundó la máquina y Nebogipfel gritó de dolor.
Me quité las gafas. El Sol descubierto, al fin, se mantenía fijo en el cielo, pero pronto comenzó a desplazarse de su posición; corrió por el cielo más y más rápido, y el paso de días y noches volvió a la Tierra. Finalmente, el Sol se disparó por el cielo demasiado rápido para seguirlo, se convirtió en una banda de luz, y la alternancia de días y noches fue remplazada por un brillo perlífero, bastante frío, uniforme.
Así, la regulación del eje y la rotación de la Tierra se deshizo.
El Morlock estaba encorvado sobre sí mismo, con la cara hundida en el pecho. Tenía las gafas sobre la cara, pero su protección no parecía ser suficiente; parecía intentar hundirse en el interior de la máquina y su espalda brillaba blanca bajo la luz solar diluida.
No pude evitar reírme. Recordé que no me había advertido cuando la cápsula con destino a la Tierra fue lanzada de la Esfera al espacio: bien, aquí estaba el pago.
—Nebogipfel, sólo es la luz del sol.
Nebogipfel levantó la cabeza. Ante el incremento de la luz, las gafas se habían oscurecido hasta hacerse impenetrables; el pelo de la cara parecía enmarañado y bañado en lágrimas. La piel de su cuerpo, visible a través del pelo, brillaba pálida.
—No son sólo mis ojos —dijo—. Incluso difuminada, la luz me hace daño. Cuando salimos al brillo intenso del sol…
—¡Quemaduras de sol! —exclamé.
Después de muchas generaciones de oscuridad, aquel Morlock sería más vulnerable al débil sol de Inglaterra que el más pálido de los británicos en el trópico. Me quité la chaqueta.
—Tome —dije—, esto le protegerá algo.
Nebogipfel se puso la prenda alrededor, acurrucándose en ella.
—Además —le dije—, cuando detenga la máquina, me aseguraré de que sea de noche, para que podamos buscarle un refugio.
Al pensarlo, me di cuenta de que llegar de noche sería una buena idea de cualquier forma: ¡sería un buen espectáculo aparecer en Richmond Hill con aquel monstruo del futuro, en medio de una multitud de sorprendidos paseantes!
La vegetación permanente se retiró de la colina y volvimos al ciclo de las estaciones. Comenzamos a recorrer la era de las grandes edificaciones de la que ya he hablado. Nebogipfel, con la chaqueta sobre la cabeza, miraba con evidente fascinación cómo los puentes y los pilares pasaban por el paisaje como niebla. En lo que a mí respecta, me sentí aliviado al acercarme a mi época.
De pronto, Nebogipfel aulló —era un sonido curioso, como de gato— y se apretó aún más contra la estructura de la máquina. Miraba al frente con ojos completamente abiertos y perfectamente fijos.
Me volví, y comprendí que los extraordinarios efectos ópticos que había presenciado durante mi viaje al año 657 208 d.C. aparecían de nuevo. Creí ver increíbles campos de estrellas que intentaban atravesar la superficie de las cosas a mi alrededor… Y allí, flotando a unas pocas yardas de la máquina, estaba el Observador: mi imposible acompañante. Tenía los ojos fijos en mí, y me agarré al carril. Miré atentamente aquella distorsionada parodia de un rostro humano, y aquellos tentáculos colgantes. Nuevamente me sorprendió el parecido con la criatura blanda que había visto en la remota playa de treinta millones de años en el futuro.
Era extraño, pero mis gafas —que me habían sido tan útiles para penetrar la oscuridad de los Morlocks— no me ayudaban a estudiar aquella criatura; no la veía con mayor claridad que con la vista desnuda.
Percibí un murmullo sordo, como un lloriqueo. Era Nebogipfel, aferrado a la máquina aparentemente fuera de sí.
—No debe tener miedo —dije con algo de torpeza—. Ya le he contado mi encuentro con esta criatura en mi viaje a su siglo. Es una aparición extraña, pero parece inofensiva.
Entre sollozos estremecidos Nebogipfel dijo:
—No lo entiende. Lo que vemos es imposible. Su Observador posee aparentemente la capacidad de atravesar los corredores, la habilidad de pasar por entre versiones potenciales de la historia… incluso de penetrar en el ambiente amortiguado de una Máquina del Tiempo en pleno viaje. ¡Es imposible!
Luego —tan fácilmente como había aparecido— el brillo estelar se desvaneció, el Observador se hizo invisible y la máquina continuó en su camino al pasado.
Después le dije al Morlock cruelmente:
—Debe comprender esto, Nebogipfel: no tengo intención de regresar al futuro después de este último viaje.
Envolvió los salientes de la máquina con los dedos.
—Sé que no puedo regresar —dijo—. Lo sabía incluso al saltar dentro de la máquina. Incluso si su intención fuese regresar al futuro…
—¿Sí?
—Pero el nuevo viaje en el tiempo de esta máquina provocará inevitablemente otro ajuste impredecible de la historia. —Se volvió hacia mí con los ojos enormes tras las gafas—. ¿No lo entiende? Mi historia, mi hogar, están perdidos, quizá destruidos. Me he convertido en un refugiado del tiempo… Como usted.
Sus palabras me helaron. ¿Podría tener razón? ¿Podría estar causando más daño en el cuerpo de la historia con esta nueva expedición, incluso estando allí sentado?
¡Se reforzó así mi decisión de arreglarla todo, de poner fin al poder destructivo de la Máquina del Tiempo!
—Pero si ya lo sabia, su temeridad al seguirme no fue sino locura…
—Quizá. —Su voz estaba apagada al tener la cabeza entre los brazos—. Pero ver cosas como las que he visto, viajar en el tiempo, obtener tanta información… ¡nadie de mi especie ha tenido jamás una oportunidad así!
Se quedó en silencio y mi simpatía hacia él aumentó. Me pregunté cómo habría reaccionado yo si se me hubiese presentado una oportunidad así. ¡Como lo había hecho el Morlock!
Los indicadores cronométricos seguían hacia atrás, y vi que se acercaban a mi propio siglo. El mundo se ordenaba de una forma más familiar: el Támesis fluía firmemente en su viejo cauce y puentes que creí reconocer lo cruzaban de pronto.
Manipulé las palancas. El Sol se hizo visible como un objeto discreto, que volaba sobre nuestras cabezas como una bala brillante; y el paso de las noches era ya evidente. Dos de los indicadores cronométricos ya estaban estacionarios; sólo miles de días —unos pocos años— quedaban por recorrer.
Vi que Richmond Hill se había congelado a mi alrededor, más o menos en la configuración de mis días. Como los árboles que me impedían la visión eran transparentes por efecto del viaje pude mirar con atención los prados de Petersham y Twickenham, todos moteados con los tocones de viejos árboles. Todo era acogedor y familiar, a pesar de que nuestra velocidad en el tiempo era tan alta que me resultaba imposible distinguir a la gente, los ciervos, las vacas o cualquier otro habitante de la colina, los prados o el río; y el parpadeo de noche y día lo bañaba todo en una iluminación antinatural. A pesar de todo eso, ¡casi estaba en casa!
Presté atención a los indicadores cuando el de los millares se acercó a cero. Ése era mi hogar, y necesité de toda mi determinación para no detener la máquina allí y entonces, ya que mis deseos de regresar a mi año eran intensos, pero mantuve las palancas en su posición, y vi cómo los indicadores se movían en las regiones negativas.
A mi alrededor la colina parpadeaba entre el día y la noche, con una ocasional mancha de color aquí y allá cuando un picnic permanecía lo suficiente sobre la hierba como para que fuese registrado por mi vista. Finalmente, cuando los indicadores marcaban seis mil quinientos sesenta días antes de mi partida, manipulé nuevamente las palancas.
Detuve la Máquina del Tiempo en la profundidad de una noche sin luna y cubierta de nubes. Si había calculado correctamente, había llegado a julio de 1873. Con mis gafas Morlock vi la subida de la colina, la orilla del río y el rocío brillando en la niebla; y podía ver que —aunque los Morlocks habían colocado la máquina en una zona descubierta de la colina, a media milla de mi casa— no había nadie para presenciar nuestra llegada. Los ruidos y olores de mi siglo me inundaron: el intenso olor de la madera quemándose en alguna chimenea, el lejano murmullo del Támesis, el soplo de la brisa entre los árboles, las llamas de nafta en las carretillas de los vendedores ambulantes. Todo era delicioso, familiar. ¡Una bienvenida!
Nebogipfel se puso cuidadosamente en pie. Había metido los brazos en las mangas de la chaqueta, y ahora la prenda colgaba sobre él como si fuese un niño.
—¿Estamos en 1891?
—No —dije.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que hemos viajado aún más atrás en el tiempo. —Miré por la colina hacia mi casa—. Nebogipfel, en un laboratorio de ahí arriba, un temerario joven se embarca en una serie de experimentos que conducirán, al final, a la creación de la Máquina del Tiempo…
—Quiere decir…
—Que éste es el año 1873. ¡Y pronto me encontraré con mi yo más joven!
Su pequeña cara cubierta por las gafas giró hacia mí en lo que parecía un gesto de sorpresa.
—Venga, Nebogipfel, y ayúdeme a encontrar un lugar para esconder este artefacto.