Nebogipfel hizo que la cápsula se abriese, y salí de ella, poniéndome las gafas sobre los ojos. De pronto, el paisaje envuelto en la noche se hizo más claro y definido, y por primera vez pude distinguir algunos detalles del mundo de 657 208 d.C.
El cielo estaba lleno de estrellas y la cicatriz de oscuridad creada por la Esfera se dibujaba claramente. Había un olor a óxido que venía de la arena, y algo de humedad, como de líquenes o moho. En todas partes el aire estaba lleno de olor a Morlock.
Me sentí aliviado al salir del losange y sentir tierra firme bajo las botas. Subí por la colina hasta el pedestal de bronce de la esfinge, y me quedé de pie, a medio camino, en el lugar donde una vez había estado mi casa.
Un poco más arriba en la colina había una nueva estructura, una choza pequeña y cuadrada. No pude ver ningún Morlock. Aquello contrastaba con mi impresión de la primera vez que había estado allí, cuando —al caminar por la obscuridad— me parecía que estaban por todas partes.
De la Máquina del Tiempo no había ni rastro; sólo surcos profundos en la arena, y las extrañas y estrechas pisadas características de los Morlocks. ¿Habían arrastrado de nuevo la máquina al interior de la esfinge? ¡Se repetía la historia!, pensé. Sentí cómo se me cerraban los puños, así de rápido se habían evaporado mis pensamientos elevados durante el viaje espacial; y el pánico bulló dentro de mí. Me calmé. Era un tonto, ¿cómo podía esperar que la Máquina del Tiempo me aguardase fuera de la cápsula al abrirse? No podía ponerme violento —¡no ahora!—, no cuando mi plan de huida se acercaba al final. Nebogipfel se unió a mí.
—Parece que estamos solos —dije.
—Se han llevado a los niños de esta área.
Sentí de nuevo un ataque de vergüenza.
—¿Tan peligroso soy…? Dígame dónde está la máquina.
Se había quitado las gafas, pero no podía leer nada en aquellos ojos rojo grisáceo.
—Está segura. Ha sido trasladada a un lugar más adecuado. Si lo desea puede examinarla.
¡Sentí como si un cable de acero me uniese a la Máquina del Tiempo y estuviese tirando de mí! Ardía en deseos de correr hasta la máquina, subirme a ella, acabar de una vez con aquel mundo de oscuridad y Morlocks y ¡dirigirme al pasado…! Pero debía ser paciente. Contesté, luchando por mantener mi voz tranquila:
—No es necesario.
Nebogipfel me llevó colina arriba, al pequeño edificio. Estaba construido según el diseño simple y sin junturas de los Morlocks; era como una casa de muñecas, con una puerta de bisagras y un techo inclinado. Dentro había un jergón, con una manta, una silla y una pequeña bandeja con comida y agua. Todo parecía agradablemente sólido. Mi mochila estaba sobre la cama.
Me volví a Nebogipfel.
—Han sido muy considerados —dije con sinceridad.
—Respetamos sus derechos.
Se alejó de mi refugio. Cuando me quité las gafas, se convirtió en una sombra.
Cerré la puerta aliviado. Era un placer poder volver por un rato a mi propia compañía humana. ¡Me avergoncé por planear, tan deliberadamente, engañarle a él y a su gente! Pero mis planes ya me habían llevado a cientos de millones de millas —a unas pocas yardas de la Máquina del Tiempo— y ahora no podía soportar la idea de fracasar.
¡Sabía que si tenía que dañar a Nebogipfel para escapar lo haría!
Abrí la mochila al tacto, y encontré una vela que encendí. La reconfortante luz amarilla y un hálito de humo convirtieron aquella pequeña caja inhumana en mi hogar. Los Morlocks habían retenido mi atizador —como podría haberlo anticipado— pero me habían dejado casi todo el resto del equipo. Incluso mi cuchillo seguía allí. Con su ayuda; y empleando la bandeja Morlock como un tosco espejo, me corté la barba y me afeité lo mejor que pude. Pude quitarme la ropa interior y ponérmela limpia —¡nunca supuse que la sensación de llevar unos calcetines realmente limpios me provocase casi un placer sensual!— y recordé con afecto a Mrs. Watchets, que había puesto esas prendas en la mochila.
Finalmente —y con gran placer— saqué la pipa de la mochila, la llené de tabaco y la encendí con la vela.
Desperté en la oscuridad.
Era extraño despertar sin la luz del día —como despertarse a una hora intempestiva— y nunca me sentí descansado por el sueño durante todo el tiempo que permanecí en la Noche Negra de los Morlocks; como si mi cuerpo no pudiese calcular la hora del día en que se encontraba.
Le había dicho a Nebogipfel que me gustaría inspeccionar la Máquina del Tiempo, y me sentí nervioso mientras daba cuenta del desayuno y me aseaba. Mi plan no era gran cosa en lo que se refería a estrategia: se trataba simplemente de apoderarme de la máquina, ¡a la primera oportunidad! Mi suposición era que los Morlocks, después de milenios de maquinarias sofisticadas que podían cambiar de forma, no supiesen cómo reaccionar ante un dispositivo de construcción tan tosca como la Máquina del Tiempo. Creía que no esperarían que el simple hecho de volver a colocar dos palancas restableciese la operatividad de la máquina, ¡o al menos eso deseaba yo! Salí del refugio. Después de todas mis aventuras, las palancas de la Máquina del Tiempo permanecían a salvo en el bolsillo interior de la chaqueta.
Nebogipfel se me acercó con las manos vacías. Sus pies finos dejaban marcas indolentes en la arena: Me pregunté cuánto tiempo llevaría allí, esperando a que saliese.
Caminamos juntos hasta el borde de la colina, hacia el sur, en dirección a Richmond Park. Comenzamos a caminar sin preámbulos, ya que los Morlocks no eran dados a conversaciones innecesarias.
Ya he dicho que mi casa había estado en Petersham Road, en la parte bajo Hill Rise. Por lo tanto, había estado a medio camino del rellano de Richmond Hill, a unos pocos cientos de millas del río, con una buena vista al oeste —o la habría tenido, si no hubiese sido por los árboles—, y había podido ver algo de las prados de Petersham más allá del río. Bien, en el año 657 208 d.C. todo había sido eliminado; y podía ver desde un lado del profundo valle hasta donde el Támesis, brillando a la luz de las estrellas; fluía en su nuevo cauce. Podía ver, aquí y allá, las bocas calientes de los pozos de calefacción de los Morlocks que moteaban el paisaje. La colina estaba cubierta casi en su totalidad por arena o musgo; pero podían verse trozos del cristal que formaba la Esfera brillando bajo la luz de las estrellas.
El mismo río se había labrado un nuevo canal a una mina o así de su posición en el siglo XIX; parecía haber cortado el arco de Hampton a Kew, por lo que ahora Twickenham y Teddington estaban en la orilla este, y me parecía que el valle era más profundo que en mi época, o quizá Richmond Hill había sido levantada por algún otro proceso geológico. Recordé un desplazamiento similar del Támesis en mi primer viaje en el tiempo. Por tanto, me dio esa impresión, las discrepancias de la historia humana eran como la espuma del mar; bajo ellas, los lentos procesos geológicos y erosivos ejecutaban igualmente su paciente labor.
Me paré un momento para echar un vistazo desde la colina hasta el parque, porque me preguntaba durante cuánto tiempo habían sobrevivido a los vientos del cambio aquellos viejos bosques y las manadas de ciervos. Ahora el parque no sería más que un desierto oscuro, poblado sólo por cactus y unos pocos olivos. Sentí que se me endurecía el corazón. ¡Puede que aquellos Morlocks fuesen pacientes y sabios —quizá su industriosa búsqueda del conocimiento en la Esfera fuese digna de elogio—, pero era vergonzoso cómo habían dado la espalda a la vieja Tierra!
Llegamos a la puerta del parque de Richmond, cerca de Star y Garter, a una media milla de donde había estado mi casa. Habían construido una plataforma rectangular de cristal sobre una extensión plana de tierra; la plataforma relucía a la luz de las estrellas. Parecía haber sido fabricada con el mismo material maravilloso que el Suelo de la Esfera; y en su superficie habían sido invocados gran variedad de podios y divisiones que había aprendido a reconocer como las herramientas características de los Morlocks. Ahora estaban abandonadas; no había nadie excepto Nebogipfel y yo. Y allí, en el centro de la plataforma, vi un montón tosco y feo de níquel y cobre, con marfil como huesos blancos que brillaba bajo la luz de las estrellas, y un asiento de bicicleta en medio: era la Máquina del Tiempo, evidentemente intacta, ¡y lista para llevarme a casa!