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MI RELATO DEL FUTURO LEJANO

Durante nuestro segundo día de viaje, Nebogipfel me preguntó nuevamente por mi primer viaje al futuro.

—Pudo recuperar su máquina de manos de los Morlocks —empezó—, y se adentró más en el futuro de aquella historia.

—Durante un tiempo simplemente me aferré a la máquina —recordé—, de la misma forma que ahora me agarro a estas barras, sin preocuparme demasiado de adónde iba. Finalmente me obligué a mirar los indicadores cronométricos, y descubrí que las manecillas corrían, con gran rapidez, hacia el futuro.

»Debe tener en cuenta —le dije— que en aquella otra historia no se había corregido el eje de la Tierra ni su rotación. Los días y las noches todavía batían sus alas sobre la Tierra, y el arco del Sol todavía se movía entre los solsticios al paso de las estaciones. Pero poco a poco percibí un cambio: a pesar del aumento de velocidad, el paso de días a noches había retornado, y se hacía más evidente.

—La rotación de la Tierra se hacía más lenta —dijo Nebogipfel.

—Sí. Finalmente, el día se extendía durante siglos. El Sol se había convertido en una cúpula que brillaba, inmensa y furiosa, con menos calor. En ocasiones, se incrementaba su luminosidad; unos espasmos que recordaban su antiguo brillo. Pero siempre volvía a su hosco color carmesí.

»Reduje mi marcha en el tiempo.

»Cuando me detuve, me encontraba en un paisaje que podría haber sido marciano. El enorme Sol inmóvil colgaba del horizonte; y en la otra mitad del cielo todavía brillaban las estrellas. Las rocas esparcidas por la tierra eran de un color rojo virulento, pero estaban manchadas de verde intenso, como de líquenes, en todas sus caras que daban al oeste.

»La máquina descansaba en una playa muy cerca de un mar, tan quieto que podría estar cubierto de vidrio. El aire era frío, y ligero; me sentí como si flotase sobre una gran montaña. Ya poco quedaba de la topografía del valle del Támesis; supuse que la mano de las glaciaciones y el lento ritmo de los mares debían haber eliminado todo rastro del paisaje que conocía, todos los rastros de la humanidad…

Nebogipfel y yo flotábamos, suspendidos en el aire dentro de nuestra caja brillante, y le susurraba mi relato del futuro; en calma, redescubrí detalles que no había contado a mis amigos de Richmond.

—Vi un animal parecido a un canguro —recordé—. Tenía unos tres pies de alto… rechoncho, con miembros fuertes y hombros caídos. Saltaba por la playa; recuerdo que parecía desesperado, con su abrigo de piel desordenado, tocaba las rocas ligeramente con la garras para coger algo de liquen y obtener así una miserable comida. Tuve una impresión de degeneración. Luego, sorprendido, pude ver que el animal tenía cinco pequeños dedos en cada una de sus patas delanteras y traseras… Tenía una gran frente y ojos que miraban adelante. ¡Los rastros de humanidad eran muy desagradables!

»Sentí un toque en el oído, como pelo que me acariciase, y me volví.

»Había una criatura justo detrás de la máquina. Era como un ciempiés, más o menos, ¡pero construido a una escala enorme!, tres o cuatro pies de ancho y quizá treinta de largo, su cuerpo segmentado y la quitina de sus placas carmesíes raspaban el suelo al moverse. Cilios, cada uno de un pie de largo, bailaban en el aire; uno de ellos era lo que me había rozado. La bestia levantó su cabeza y abrió una boca llena de dientes húmedos; poseía una estructura ocular en hexágonos que estaba fija en mí.

»Le di a la palanca, y me alejé del monstruo en el tiempo.

»Volví a aparecer en la misma playa triste, pero ahora vi una manada de las criaturas ciempiés, que se subían unas sobre las otras, rozando sus conchas. Tenían multitud de pies para arrastrarse, retorciendo los cuerpos al avanzar. En medio del grupo vi un montículo, bajo y sanguinolento, y creí ver la triste bestia canguro que había observado antes.

»¡No pude soportar aquella carnicería! Le di a las palancas, y avancé un millón de años.

»Todavía permanecía en aquella horrenda playa. Pero ahora, cuando miré hacia la tierra, vi, lejos en la pendiente estéril a mis espaldas, algo parecido a una enorme mariposa blanca que brillaba, aleteando, en el cielo. Su torso podría ser del tamaño de una mujer pequeña, y las alas, pálidas y translúcidas, eran enormes. Su voz era lúgubre, extrañamente humana, y la desolación se apoderó de mi espíritu.

»Entonces noté un movimiento en el paisaje cercano: algo como un producto de la rocas rojas que se movía por la arena hacia mí. Parecía un cangrejo: del tamaño de un sofá, con múltiples piernas que avanzaban por la playa, y con ojos rojo verdoso, pero de forma humana; sobre pedúnculos, agitándose en mi dirección. Su boca, tan compleja como una máquina, se retorcía y lamía según el movimiento de la cosa, y su costra metálica tenía manchas de los pacientes líquenes.

»La mariposa, repugnante y frágil, aleteaba sobre mi cabeza y la criatura cangrejo intentó atraparla con sus grandes pinzas. Falló; pero me pareció ver trozos de carne pálida en la boca.

»Desde entonces he meditado sobre aquella visión —le dije a Nebogipfel—, y esa impresión se ha confirmado. Ahora creo que aquella combinación de depredador traicionero y presa frágil podría ser consecuencia de la relación entre Elois y Morlocks.

»Pero sus aspectos eran tan distintos: los ciempiés y los cangrejos…

»En espacios de tiempo tan grandes —insistí—, la presión evolutiva es tal que las formas de las especies son flexibles, eso nos dice Darwin, y la regresión zoológica es una fuerza dinámica. ¡Recuerde que usted y yo, y los Elois y Morlocks, somos, si lo mira desde un punto de vista amplio, primos descendientes de la misma familia de peces!

Quizás, especulé, los Elois habían ido al aire en el intento desesperado de escapar de los Morlocks; y los depredadores habían salido de sus cavernas, dejando atrás toda simulación de invención mecánica, para arrastrarse por las frías playas, esperando a que una mariposa-Eloi se cansase y cayese del cielo. El viejo conflicto, que hundía sus raíces en la decadencia social, había quedado reducido a la mínima expresión.

—Seguí viajando —le dije a Nebogipfel—, en saltos de mil años. La multitud de crustáceos todavía se arrastraba por entre los líquenes y las rocas. El Sol se hacía mayor y más apagado.

»Mi última parada fue a treinta millones de años en el futuro, cuando el Sol se había convertido en una bóveda que oscurecía una gran parte del cielo. Nevaba, una nieve dura y sin piedad. Temblé de frío y tuve que poner las manos bajo los brazos. Las cumbres de las colinas estaban nevadas, pálidas a la luz de las estrellas, y grandes icebergs navegaban por el mar eterno.

»Ya no había cangrejos, pero permanecía el verde vivo de los líquenes. En un banco de arena creí ver un objeto negro, que palpitaba como si estuviese vivo.

»Un eclipse, producido por el paso de uno de los planetas interiores, hizo que una sombra cayese sobre la Tierra. Nebogipfel, ¡allí se hubiese sentido a gusto! Pero yo sentí terror, salí de la máquina para recuperarme. Luego, cuando el primer arco del Sol carmesí volvió a salir, vi que la cosa en el banco se movía. Era una bola de carne, como una cabeza sin cuerpo, de una yarda o más de diámetro, con dos juegos de tentáculos que colgaban como dedos. Por boca tenía un pico, y carecía de nariz. Sus ojos, dos, enormes y oscuros, parecían humanos…

Y mientras describía la criatura a Nebogipfel, veía con claridad las similitudes entre aquella cosa del futuro y mi extraño acompañante durante mi reciente viaje a través del tiempo, la criatura flotante iluminada por una luz verdusca que había denominado el Observador. Me callé. ¿Podría ser, me pregunté, que el Observador no fuese más que una visita del final de los tiempos?

—Por tanto —dije finalmente—, subí a la máquina una vez más, tenía miedo de permanecer indefenso en el frío, y volví a mi propio siglo.

Suspiré, los enormes ojos de Nebogipfel estaban fijos en mí, y vi, en lo que tenían de humano, rastros de la curiosidad y la maravilla que caracterizan a la humanidad.

Poca relación parecen tener aquellos días en el espacio con el resto de mi vida; en ocasiones el tiempo que permanecí flotando en aquel compartimiento es como una pausa momentánea, más breve que un latido en el gran río de mi vida, y otras veces me parece que pasé una eternidad en aquella cápsula, deslizándome por entre los mundos. Era como si se hubiese desenredado de mi vida, y pudiese verla desde fuera, como si se tratase de una novela incompleta. Yo era joven, trasteaba con mis experimentos, aparatos y montones de plattnerita, despreciaba las oportunidades de relacionarme, aprender de la vida, del amor, de la política y del arte, ¡despreciaba incluso el sueño!, en mi búsqueda de una imposible perfección del entendimiento. Incluso supongo que me vi a mí mismo después de terminar aquel viaje interplanetario, con mi plan para engañar a los Morlocks y huir a mi siglo. Todavía tenía la idea de completar el plan —deben tenerlo claro— pero era como si contemplase los actos de otra pequeña figura que era yo.

Finalmente tuve la idea de que me convertía en algo fuera no sólo de mi mundo de nacimiento, sino de todos los mundos y del Espacio y el Tiempo también. ¿Qué sería de mí en el futuro, sino, una vez más, convertirme en una mota de conciencia zarandeada por los Vientos del Tiempo?

Sólo a medida que la Tierra se acercaba —una sombra aún más oscura en contraste con el espacio, y la luz de las estrellas reflejadas en los océanos— me sentí de nuevo partícipe de las preocupaciones normales de la humanidad; los detalles de mi plan —y mis esperanzas y miedos sobre el futuro— cobraron forma nuevamente en mi cerebro.

Nunca he olvidado aquel breve interludio interplanetario, y en ocasiones —cuando estoy entre la vigilia y el sueño— imagino que de nuevo vago por entre la Esfera y la Tierra, con la sola compañía de un paciente Morlock.

Nebogipfel meditó sobre mi visión del lejano futuro.

—Dice que viajó treinta millones de años.

—Eso o más —contesté—. Quizá pudiese recordar la cronología con mayor precisión si…

Hizo un gesto con la mano.

—Algo falla. Su descripción de la evolución solar es plausible, pero su destrucción, eso nos dice la ciencia, tendrá lugar en miles de millones de años, no en un puñado de millones.

Me puse a la defensiva.

—Le he contado lo que vi, con honestidad y precisión.

—No lo dudo —dijo Nebogipfel—. Pero la única conclusión es que en esa otra historia, como en la mía, alguien intervino en la evolución del Sol.

—Quiere decir…

—Quiero decir que alguien hizo un torpe intento de alterar la intensidad del Sol o su longevidad, o incluso, como nosotros, extraer materiales de la estrella.

La hipótesis de Nebogipfel era que los Elois y los Morlocks no eran toda la historia de la humanidad en aquella desgraciada historia perdida. Quizás —así elucubraba Nebogipfel— alguna raza de ingenieros había abandonado la Tierra y había intentado modificar el Sol, como los antepasados de Nebogipfel.

—Pero el intento fracasó —dije horrorizado.

—Sí. Los ingenieros nunca volvieron a la Tierra, que fue abandonada a la lenta tragedia de Elois y Morlocks. Y el Sol quedó desequilibrado, con su vida acortada.

Estaba horrorizado, y no podía hablar más. Me así a una barra, pensativo.

Pensé una vez más en la playa desolada, y en las espantosas y primitivas criaturas con sus ecos de humanidad y su carencia por completo de mente. La visión ya había sido lo bastante horrible cuando la había visto como la victoria final de las presiones evolutivas y de regresión sobre los sueños humanos de la mente. ¡Pero ahora veía que podía haber sido la humanidad misma, con sus vanidosas ambiciones, la que había desequilibrado aquellas fuerzas opuestas, y acelerado su propia destrucción!

Nuestro acercamiento a la Tierra fue complicado. Debíamos reducir nuestra velocidad en algunos millones de millas por hora, para acomodarnos a la de la Tierra en su rotación alrededor del Sol.

Giramos varias veces, en órbitas decrecientes, alrededor del planeta; Nebogipfel me dijo que la cápsula se estaba acoplando a los campos magnético y gravitatorio. Ese acoplamiento era acelerado por ciertos materiales en el casco, y por la manipulación de satélites: lunas artificiales, que orbitaban la Tierra y ajustaban sus efectos naturales.

En resumen, como lo entendí, nuestra velocidad era intercambiada con la de la Tierra, que a partir de ese momento viajaría alrededor del Sol un poco más lejos y un poco más rápido.

Flotaba cerca de la pared de la cápsula, viendo aparecer el paisaje oscuro de la Tierra. Podía ver, aquí y allá, el resplandor de los pozos calefactores de los Morlocks. Aprecié varias torres inmensas y esbeltas que parecían sobrepasar incluso la atmósfera. Nebogipfel me dijo que las torres eran empleadas por las cápsulas que viajaban de la Tierra a la Esfera.

Vi motas de luz que subían por aquellas torres: eran cápsulas interplanetarias que transportaban Morlocks a su Esfera. Fue por medio de una de aquellas torres como había viajado —inconsciente— al espacio hasta la Esfera. Las torres funcionaban como ascensores más allá de la atmósfera, y maniobras de acoplamientos similares a las nuestras —realizadas al revés, para que me entiendan, lanzaban cada cápsula al espacio.

La velocidad adquirida por la cápsula en el lanzamiento no era igual a la producida por la rotación de la Esfera, por lo que el viaje en ese sentido llevaba más tiempo que el de vuelta. Pero al llegar a la Esfera, los campos magnéticos atrapaban con facilidad la cápsula, acelerándola hasta un encuentro sin problemas.

Finalmente penetramos en la atmósfera de la Tierra. El casco se calentó debido al calor producido por la fricción, y la cápsula tembló —era la primera sensación de movimiento que tenía en varios días—, pero Nebogipfel me había advertido previamente, y ya me había agarrado a una de las barras.

Con aquella meteórica llamarada perdimos lo que quedaba de nuestra velocidad interplanetaria. Miré con incomodidad el paisaje negro hacia el que caíamos —creí poder ver la ancha cinta serpenteante que era el Támesis— y empecé a preguntarme si después de toda aquella distancia, ¡finalmente me estrellaría contra las inmisericordes rocas de la Tierra!

Pero entonces…

Mis recuerdos de los últimos momentos del descenso son confusos y parciales. Me es suficiente el recuerdo de una nave, algo similar a un enorme pájaro, que surgió del cielo y nos tragó colocándonos en una especie de estómago. En la oscuridad, sentí una tremenda sacudida cuando la nave pegó contra el aire, perdiendo velocidad; y nuestro descenso continuó con gran suavidad.

Cuando volví a ver las estrellas ya no había rastro de la nave pájaro. Nuestra cápsula se había posado en la tierra seca y estéril de Richmond Hill, a apenas cien yardas de la Esfinge Blanca.