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LOS NUEVOS ELOIS

Varios días más tarde, salí de la choza después de un sueño, y me di cuenta de que la luz era más brillante de lo normal. Miré hacia arriba, y vi que la iluminación extra provenía de un feroz punto de luz a unos pocos grados de arco del Sol. Cogí mis gafas a inspeccioné la nueva estrella.

Era una isla-mundo que ardía. Mientras miraba, grandes explosiones astillaron la superficie, produciendo nubes que se transformaban en hermosas flores de muerte. Pensé que la isla-mundo debía de estar desprovista de vida, ya que nada podía sobrevivir a aquella conflagración, pero aun así las explosiones llovían sobre la superficie, ¡y todo en un silencio ominoso!

La isla-mundo brilló con más intensidad que el Sol durante varias horas, y supe que presenciaba una tragedia titánica, hecha por el hombre o por los descendientes del hombre.

En cada lugar del cielo rocoso —ahora que las buscaba— vi las señales de la Guerra.

Allí tenía un mundo en el que grandes regiones de tierra se dedicaban a la destructiva y debilitadora guerra de asedio: vi grandes franjas de campo excavadas, inmensas trincheras de cientos de millas de ancho, en las que, supuse, los hombres luchaban y morían año tras año. Por allí ardía una ciudad con arcos de vapor blanco atravesando su cielo; y me pregunté si empleaban algún arma aérea. Y allá encontré un mundo devastado por los efectos de la guerra, los continentes quemados y estériles, con los límites de las ciudades apenas visibles a través de la acumulación de nubes negras.

¡Me pregunté cuántas de aquellas alegrías habrían visitado mi propia Tierra después de mi partida!

Después de varios días, me acostumbré a no llevar las gafas durante largos periodos. Comencé a encontrar aquel cielo pintado por completo por la guerra insoportablemente opresivo.

Algunos hombres de mi tiempo habían defendido la guerra, la hubiesen recibido, creo, como, por ejemplo, una válvula de escape de la tensión entre las grandes potencias. Los hombres consideraban la guerra —¡al menos, la siguiente!— como una gran limpieza y sería la última guerra que se tendría que luchar. Pero ahora podía ver que no había sido así: los hombres hacían la guerra por la herencia de la bestia en su interior, y cualquier justificación no era sino una simple racionalización dada por nuestros enormes cerebros.

Me imaginé cómo sería si Gran Bretaña y Alemania fuesen trasladadas de alguna forma a aquel cielo rocoso, como dos manchas más de color. Pensé en esas dos naciones que me parecían ahora, desde mi perspectiva elevada, en un estado de desorientación económica y confusión moral. ¡Y dudaba que hubiese un hombre vivo en 1891 en cualquiera de esos países que me hubiese podido decir cuáles eran los beneficios de la guerra sin importar el resultado! Qué ridículo y fútil parecía un conflicto así si Gran Bretaña y Alemania fuesen colocadas en el Interior de aquella monstruosa Esfera.

A lo largo de la Esfera, se perdían millones de irremplazables vidas humanas en conflictos así —que me eran tan distantes a incomprensibles como los frescos en el techo de una catedral— y podría esperarse que hombres que vivían en la Esfera —capaces de ver millones de islas-mundo como las suyas— hubiesen abandonado sus estúpidas ambiciones y hubiesen descubierto la perspectiva que yo tenía. Pero parecía que no había sido así; la parte básica de los instintos humanos dominaba, incluso en el año 657 208 d.C. Allí en la Esfera, ¡incluso Las enseñanzas de miles, millones de guerras a lo largo del cielo de hierro no eran suficiente, aparentemente, para hacer que los hombres entendiesen la futilidad y crueldad de todo aquello!

Mi mente se volvió en contraste hacia la gente de Nebogipfel y su sociedad racional. No quiero decir que ya no me asaltara cierta repulsión al pensar en los Morlocks y sus prácticas antinaturales, pero ahora comprendía que la náusea provenía de mis propios prejuicios primitivos y mis desafortunadas experiencias en el mundo de Weena, que no tenían sentido al juzgar a Nebogipfel.

Pude, con tiempo para pensar, inventar una forma en que podría haber aparecido la indiferenciación sexual de los Morlocks. Entre los humanos se extiende un círculo de lealtad alrededor de cada individuo. Primero, uno debe luchar para preservarse a sí mismo y a los hijos directos. Después, uno lucha por sus hermanos, pero quizá con una intensidad reducida, ya que la herencia común es sólo la mitad. Su siguiente prioridad será luchar por los hijos de los hermanos y otros parientes más remotos, en bandas de intensidad decreciente.

De esa forma, con deprimente precisión, los actos de los hombres y sus lealtades pueden predecirse; ya que sólo con esa jerarquía de alianzas —en un mundo de limitaciones e inestabilidades— puede uno preservar su herencia para generaciones futuras.

Pero la herencia de los Morlocks estaba asegurada, y no a través de un hijo o familia, sino a través del gran recurso común de la Esfera. Por lo que la diferenciación y especialización sexual se hacían irrelevantes, incluso dañinas, para el progreso.

Era ciertamente irónico que ese mismo análisis —la desaparición de los sexos en un mundo estable, abundante y en paz— lo hubiese aplicado a los exquisitos y decadentes Elois; ¡y ahora veía que eran sus repugnantes primos, los Morlocks, los que habían conseguido en esta versión ese logro remoto!

Todo esto se fue formando en mi mente. Lentamente, me llevó varios días, tomé una decisión sobre mi futuro.

No podía permanecer en el Interior; después de la perspectiva casi divina que Nebogipfel me había proporcionado, no podía soportar la idea de dedicar mi vida y mis energías a uno de aquellos conflictos sin sentido que se extendían como el fuego por aquellas inmensas praderas. Tampoco podía permanecer con Nebogipfel y sus Morlocks; no soy un Morlock, y mis esenciales necesidades humanas me harían insoportable vivir como Nebogipfel.

Más aún, como ya he dicho, no podía vivir con la idea de que la Máquina del Tiempo todavía existía, ¡un artefacto capaz de causar tanto daño a la humanidad!

Comencé a preparar un plan para arreglarlo todo, y llamé a Nebogipfel.

—Cuando se construyó la Esfera —me dijo Nebogipfel—, hubo un cisma. Aquellos que querían vivir como los hombres lo habían hecho siempre vinieron al Interior. Y aquellos que quisieron hacer a un lado el antiguo dominio de los genes…

—… se convirtieron en Morlocks. Por lo que las guerras, inútiles y eternas, se extienden como olas a lo largo de la superficie del Interior.

—Sí.

—Nebogipfel, ¿el propósito de la Esfera es mantener a esos cuasi humanos, esos nuevos Elois, para darles un lugar en donde luchar sus guerras sin que destruyan a la Humanidad?

—No. —Sostenía el parasol en una pose digna que ya no me parecía cómica—. Por supuesto que no. La Esfera es para los Morlocks, como nos llama: para permitir el uso de la energía de la estrella en la búsqueda del conocimiento. —Sus enormes ojos parpadearon—. ¿Qué otra meta hay para las criaturas inteligentes sino la acumulación y almacenamiento de toda la información disponible?

La Memoria mecánica de la Esfera, me dijo, era como una inmensa Biblioteca que almacenaba la sabiduría de la raza, acumulada a lo largo de medio millón de años; y gran parte de las pacientes actividades de los Morlocks estaban dedicadas, como había visto, a la clasificación y reinterpretación de los datos ya recogidos.

¡Aquellos nuevos Morlocks eran una raza de estudiosos!, y toda la energía del Sol se empleaba en el crecimiento coralino de la gran Biblioteca.

Me palpé la barba.

—Lo entiendo, al menos el motivo. Creo que no está lejos del impulso que ha dominado mi vida. ¿Pero no temen que algún día acaben su tarea? ¿Qué harán cuando la matemática sea perfecta, por ejemplo, o se demuestre la teoría física definitiva del universo?

Negó con la cabeza, otro gesto que había tornado de mí.

—Eso no es posible. Un hombre de su época, Kurt Gödel, lo demostró por primera vez.

—¿Quién?

—Kurt Gödel: un matemático que nació unos diez años después de su partida…

Ese Gödel —me sorprendí al aprender lo que Nebogipfel me decía, demostrando una vez más sus profundos estudios de mi época—, en 1930 demostró que la matemática no podría completarse nunca. En su lugar, sus sistemas lógicos deben ser enriquecidos eternamente incorporando la verdad o falsedad de nuevos axiomas.

—¡Me duele la cabeza de pensarlo! No puedo ni imaginar el recibimiento que el pobre Gödel debió de tener cuando anunció la noticia. Mi viejo profesor de álgebra lo hubiese echado de clase.

Nebogipfel dijo:

—Gödel demostró que nuestra tarea, adquirir conocimientos y comprensión, nunca podrá ser realizada por completo.

—Les dio una meta infinita.

Ahora lo entendía, los Morlocks eran como un mundo de monjes pacientes que trabajaban incansablemente para comprender el funcionamiento de nuestro gran universo.

Finalmente —al final del tiempo— la gran Esfera, con su Memoria mecánica y sus pacientes sirvientes Morlocks, se convertiría en algo similar a un dios, atrapando el Sol.

¡Estaba de acuerdo con Nebogipfel en que no podía haber una meta más alta para una especie inteligente!

Había ensayado mis próximas palabras, y las dije con cuidado:

—Nebogipfel, deseo regresar a la Tierra. Trabajaré con ustedes en la Máquina del Tiempo.

Discutimos la propuesta, ¡pero no necesité más persuasión que ésa! Nebogipfel no parecía albergar ninguna sospecha y no me interrogó más.

Por lo tanto, me preparé para dejar aquella pradera sin sentido. Mientras trabajaba, pensaba.

Sabía que Nebogipfel —deseoso de adquirir la tecnología del viaje en el tiempo— aceptaría mi propuesta. Y me dolía en cierta forma, a la luz de mi nueva comprensión de la dignidad esencial de los nuevos Morlocks, ¡que ahora me viese obligado a mentirle!

Volvería a la Tierra con Nebogipfel, pero no tenía intención de permanecer allí; ya que tan pronto como llegase a la máquina, pretendía escapar hacia el pasado.