—Bienvenido al Interior —me anunció Nebogipfel, una figura realmente cómica con su parasol.
El pilar de un cuarto de milla recorrió sus últimas yardas sin ruido. Me sentí elevado como por un ilusionista a un escenario. Me quité las gafas, y me cubrí los ojos con las manos.
La plataforma se detuvo, y sus bordes se confundieron con el prado de hierba corta que la bordeaba con tanta precisión como si los hubiesen hecho con cemento. Mi sombra era una mancha de color negro. Era mediodía, por supuesto; ¡en todo el Interior era mediodía, todos y cada uno de los días! El Sol cegador me castigaba la cabeza y el cuello, pronto me quemaría, pero el placer de esa luz solar valía, por el momento, la pena.
Me volví estudiando el paisaje.
Hierba, una monótona pradera. Hierba por todas partes, hasta el horizonte, sólo que no había horizonte en aquel mundo completamente plano. Levanté la vista, esperando ver cómo el mundo se inclinaba hacia arriba: después de todo, ya no estaba unido a la superficie exterior de una pequeña bola de piedra como la Tierra, sino de pie en el interior de una inmensa cáscara hueca. Pero no aprecié ese efecto óptico; sólo vi más hierba, y quizás algunos grupos de árboles o arbustos en la distancia. El cielo era una planicie de color azul de nubes altas y blancas que se unía a la tierra en una costura de niebla y polvo.
—Me siento como si estuviese de pie sobre una enorme mesa —le dije a Nebogipfel—. Pensé que sería como un paisaje dentro de una taza. ¡Qué paradoja es no poder distinguir si estoy dentro de una gran Esfera o en el exterior de un gigantesco planeta!
—Hay formas de hacerlo —contestó Nebogipfel bajo su parasol—. Mire arriba.
Levanté el cuello. Al principio sólo pude ver el cielo y el Sol; podía haber sido cualquier cielo de la Tierra. Entonces, gradualmente, empecé a distinguir algo más allá de las nubes. Las manchas formaban algo así como una acuarela lejana, pintada con azules, grises y verdes, pero con gran detalle, por lo que la mayor de las manchas era empequeñecida por la nube más pequeña. Parecía un mapa… o varios mapas, cosidos juntos y vistos en la lejanía.
Y esa analogía fue la que me condujo a la verdad.
—Es el otro lado de la Esfera, más allá del Sol. Supongo que los colores que veo son los océanos, los continentes, las cadenas montañosas y las praderas, ¡puede que incluso ciudades!
Era un espectáculo sorprendente, como si hubiesen cosido, al igual que pieles de conejo, las cubiertas de piedra de miles de Tierras. No daba la impresión de curvatura, tal era la inmensa escala de la Esfera. Más bien, parecía que me encontraba entre dos capas, entre aquella pradera de hierba y la cubierta del cielo dibujado, con el Sol como una lámpara en medio, ¡y con los abismos del espacio a una o dos millas bajo mis pies!
—Recuerde que cuando mira al otro lado del Interior mira a la distancia de la órbita de Venus —me advirtió Nebogipfel—. A tal distancia, la misma Tierra no sería sino un punto de luz. Muchas de las características topográficas en este lugar están construidas a una escala mucho mayor que la propia Tierra.
—¡Debe de haber océanos que podrían tragarse la Tierra! —medité—. Supongo que las fuerzas geológicas de una estructura como ésta…
—Aquí no hay geología —me interrumpió Nebogipfel—. El Interior y sus paisajes son artificiales. Todo lo que ve fue, esencialmente, diseñado para ser como es. Y conscientemente es mantenido así. —Parecía sorprendentemente reflexivo—. Hay muchas diferencias entre esta historia y la que ha descrito. Pero algunas cosas permanecen igual: éste es un mundo de día perpetuo, en contraste con mi propio mundo de noche. Nos hemos separado en dos especies extremas de Oscuridad y Luz, como en aquella otra historia.
Nebogipfel me llevó al borde del disco de vidrio. Él permaneció en la plataforma con el parasol sobre la cabeza; pero yo pisé valientemente la hierba. La tierra era dura, pero sentí el placer de tener una superficie diferente bajo mis pies, después de días de aquel blando y acogedor Suelo. Aunque corta, la hierba era dura, del tipo que se encuentra cerca de las costas; cuando metí los dedos en el suelo, la tierra resultó ser seca y arenosa. Desenterré un pequeño escarabajo en la fila de agujeritos que había cavado con los dedos; huyó enterrándose más en la arena.
Sopló la brisa por entre la hierba. Noté que no cantaban los pájaros; ni oí el sonido de ningún animal.
—La tierra no es demasiado rica —le grité a Nebogipfel.
—No —dijo. Pero el… —una palabra líquida que no pude entender— se está recuperando.
—¿Qué ha dicho?
—Me refiero al complejo de plantas, insectos y animales que funcionan juntos, interdependientemente. Sólo han pasado cuarenta mil años desde la guerra.
—¿Qué guerra?
¡Nebogipfel se encogió de hombros —sus hombros se agitaron, haciendo que se le moviese el pelo del cuerpo—, un gesto que sólo podía haber aprendido de mí!
—¿Quién sabe? Las causas han sido olvidadas, y tos combatientes, las naciones y sus hijos están todos muertos.
—Me dijo que aquí no había guerras —le acusé.
—No entre los Morlocks —dijo—. Pero en el Interior… Ésa fue muy destructiva. Se emplearon grandes bombas. La Tierra fue destruida y toda vida eliminada.
—Pero las plantas, los animales pequeños podrían…
—Todo. No lo entiende. Todo murió, menos la hierba y los insectos, en millones de millas cuadradas. Y sólo ahora la Tierra ha vuelto a ser segura.
—Nebogipfel, ¿qué tipo de gente vive aquí? ¿Son como yo?
Hizo una pausa.
—Algunos imitan sus variantes arcaicas. Pero hay incluso formas más antiguas; sé de una colonia de Neandertales reconstruidos, que han reinventado la religión de esa gente… Y hay algunos que se han desarrollado más que ustedes: que se distinguen tanto de usted como yo, aunque de forma diferente. La Esfera es amplia. Si lo desea, le llevaré a una colonia que se aproxime a su propio tipo…
—Oh, ¡no estoy seguro de saber qué quiero! —dije—. Me siento abrumado por este lugar, este mundo de mundos, Nebogipfel. Quiero ver qué puedo entender de él, antes de tomar una decisión sobre mi vida. ¿Lo comprende?
No discutió la propuesta; parecía ansioso por huir de lo luz solar.
—Muy bien. Cuando desee verme de nuevo, vuelva a la plataforma y diga mi nombre.
Y así comenzó mi solitaria residencia en el Interior de la Esfera.
En aquel mundo de perpetuo mediodía no había ciclo de días y moches para marcar el paso del tiempo. Tenía, sin embargo, mi reloj de bolsillo: por supuesto, el tiempo que marcaba no tenía sentido, gracias a mi transferencia por el Espacio y el Tiempo; pero me servía para distinguir periodos de veinticuatro horas.
Nebogipfel había invocado un refugio en la plataforma: una choza simple y cuadrada con una ventana pequeña y una puerta de las que se dilatan. Me dejó una bandeja de comida y agua, y me enseñó a conseguir más: empujaba la bandeja al interior de la superficie —era una sensación extraña— y pocos segundos después una nueva bandeja aparecía, llena por completo. Ese proceso antinatural me inquietaba, pero no disponía de otra fuente de comida. Nebogipfel también me mostró cómo introducir objetos en la superficie para limpiarlos, e incluso limpió sus propios dedos. Empleaba esa característica para limpiar la ropa y las botas, pero nunca me atreví a insertar una parte de mi cuerpo. La idea de meter una mano o un pie —o aun peor, la cara— en aquella superficie blanda era más de lo que podía soportar, y seguí lavándome con agua.
Aún no tenía material para afeitarme; mi barba había crecido larga y exuberante, pero era una deprimente masa de color gris hierro.
Nebogipfel me mostró también otros usos de las gafas. Al tocar de cierta forma la superficie, podía hacer que aumentasen las imágenes de objetos lejanos, acercándolas, y haciéndolas tan claras como si las tuviese delante. Inmediatamente me puse las gafas y enfoqué lo que creí un grupo de árboles, pero no resultó ser más que una masa de roca, que parecía desgastada o fundida.
Durante los primeros días, me bastaba con estar simplemente allí, en aquel prado herido. Me dediqué a dar largos paseos; me quitaba las botas para disfrutar de la hierba y de la arena entre los dedos, y a menudo me quitaba los pantalones para recibir el calor del sol. ¡Pronto me puse moreno —aunque la proa de mi cabeza, ya con poco pelo, se quemó—, era como una cura de descanso en Bognor!
Por la tarde me retiraba a la choza. Era confortable con la puerta cerrada, y dormía bien, con la chaqueta como almohada y la cálida suavidad de la plataforma debajo.
La mayor parte de mi tiempo lo invertía en inspeccionar el Interior con las gafas de aumento. Me sentaba en el borde de la plataforma, o me tendía en un trozo blando de hierba con la cabeza sobre la chaqueta, y miraba el complicado cielo.
La parte del Interior opuesta a la mía, más allá del Sol, debía de estar en el ecuador de la Esfera; por lo que suponía que aquella región sería la más parecida a la Tierra: donde la gravedad sería más intensa y el aire más denso. La banda central era relativamente estrecha, no más de diez millones de millas de ancho (¡digo «no más» con mucha facilidad, pero sé que la Tierra se perdería, como una mota de polvo, frente a aquel fondo titánico!). Más allá de la banda central, la superficie parecía tener un color gris, difícil de apreciar a través del filtro azul del cielo, y sólo podía distinguir unos pocos detalles. En una de las regiones de alta latitud había una mancha de color plata, con incrustaciones de gris en forma de mares, que, de alguna forma, me recordaba la superficie de la Luna; y en otra un trozo de naranja brillante —casi completamente elíptico— cuya naturaleza no pude entender en absoluto. Recordé a los Morlocks atenuados que había visto, aquellos que venían de la regiones de baja gravedad en la parte exterior de la Esfera, lejos del ecuador; y me pregunté si no habría humanos distorsionados en aquellos remotos mapas mundiales de baja gravedad en las altas latitudes del Interior.
Cuando me centraba en el cinturón interno terrestre, gran parte de él parecía no estar poblado; podía ver inmensos océanos y desiertos capaces de tragarse mundos, brillando bajo la eterna luz del sol. Aquellas masas de tierra o agua separaban islas-mundo: regiones un poco mayores que la Tierra, si la hubiesen despellejado y extendido su piel sobre la superficie, y que estaban repletas de detalles.
Allí vi un mundo de hierba y bosque, con ciudades de rutilantes edificios que se elevaban sobre los árboles. Allá pude distinguir un mundo prisionero del hielo, cuyos habitantes debían sobrevivir como mis ancestros en los periodos glaciales de Europa: me pregunté si no se enfriaba al estar montado sobre una plataforma que lo elevaba por encima de la atmósfera. En algunos mundos vi las marcas de la industria: un complejo entramado de ciudades, el humo nebuloso de las fábricas, bahías cosidas por puentes, la estela vaporosa de los barcos en mares atrapados por la tierra y, en ocasiones, una traza de vapor en la atmósfera que supuse debía de ser producida por algún vehículo volador.
Mucho me era familiar, pero algunos mundos estaban más allá del entendimiento.
Vislumbré ciudades que flotaban en el aire, sobre sus propias sombras; y edificios inmensos, que empequeñecerían la Gran Muralla China, que se dejaban caer por el reconstruido paisaje… No podía ni imaginar qué tipo de hombres podría vivir en aquellos lugares.
Algunos días me despertaba bajo una cierta oscuridad. Una gran capa de nubes se cernía sobre la Tierra, y no pasaba mucho antes de que comenzase a caer una lluvia pesada. Pensé que el clima en el Interior debía de estar controlado —como, sin duda, todos los demás aspectos de su funcionamiento—, porque podía imaginar con facilidad las energías ciclónicas que podrían producirse debido al rápido giro del mundo. Caminaba un poco bajo ese clima, disfrutando del sabor del agua fresca. En aquellos días, el lugar se hacía mucho más parecido a la Tierra, al quedar el otro lado del Interior y su dudoso horizonte ocultos por la lluvia y las nubes.
Después de una larga inspección con las lentes telescópicas, descubrí que la extensión de hierba que me rodeaba estaba tan desnuda como había supuesto. Un día —era luminoso y cálido— decidí intentar llegar a la formación rocosa que he mencionado, que era la única característica notable en el horizonte marcado por la niebla incluso en los días más claros. Puse algo de comida y agua en una bolsa que improvisé con la chaqueta y emprendí la marcha; llegué tan lejos como pude antes de cansarme, y luego me tendí para intentar dormir. Pero no podía hacerlo, no a la luz del Sol, y después de unas pocas horas desistí. Caminé un poco más, pero la formación rocosa no parecía estar más cerca, y empecé a tener miedo al alejarme de la plataforma. ¿Qué pasaría si me agotaba o resultaba herido? No podría llamar a Nebogipfel, y tendría que despedirme de cualquier posibilidad de volver a mi época: de hecho, moriría sobre la hierba como una gacela herida. ¡Y todo por un paseo hasta un anónimo montón de rocas!
Al sentirme como un tonto, me volví y regresé a la plataforma.