Salí de la horrenda habitación de nacimiento y miré fijamente la inmensa ciudad-cámara, con sus ejércitos de Morlocks dedicados a incomprensibles tareas. Quise gritarles, romper su repugnante perfección; pero supe, incluso en aquel triste momento, que no podía permitir que su imagen de mi comportamiento se deteriorase aún más.
Quise huir incluso de Nebogipfel. Se había mostrado amable y considerado conmigo. Quizá más de lo que merecía, y más de lo que los hombres de mi propia época hubiesen dispensado para un salvaje violento de medio millón de años antes de Cristo. Aun así, él había estado fascinado y divertido por mis reacciones al proceso de nacimiento. ¡Puede que hubiese preparado aquella revelación para provocar en mí emociones tan extremas! Bien, si ésa era su intención, Nebogipfel había triunfado. Pero ahora la humillación y la rabia irracional eran tales que apenas podía mirar su cuidada figura.
Aun así, ¡no tenía adónde ir! Me gustase o no, lo sabía, Nebogipfel era mi único punto de referencia en aquel extraño mundo de Morlocks: el único individuo vivo cuyo nombre conocía y —por lo que sabía de la política de los Morlocks— mi único protector.
Quizá Nebogipfel sintió esos conflictos en mí. De cualquier forma, no me impuso su compañía; en su lugar, se volvió a invocó nuevamente la pequeña choza para dormir. Me metí en ella y me senté en la esquina más oscura, con los brazos a mi alrededor: ¡acobardado como un animal de bosque llevado a Nueva York!
Permanecí allí durante varias horas. Puede que durmiese. Finalmente, sentí que volvía algo de mi seguridad espiritual, por lo que comí un poco y me lavé.
Creo —antes del incidente de la granja de nacimiento— que me habían intrigado mis atisbos del mundo de los Morlocks. Siempre me había considerado sobre todo un hombre racional, y me fascinaba la visión de una sociedad de seres racionales capaces de dirigir su existencia, de cómo la ciencia y la ingeniería podían ser empleadas para crear un mundo mejor. Por ejemplo, me había impresionado la tolerancia de los Morlocks con las distintas formas de gobierno. Pero la visión de aquel homúnculo a medio formar me había trastornado. Quizá mi reacción demostraba cuán profundamente inscritos están los valores a instintos de nuestra especie.
¡Si era cierto que los nuevos Morlocks habían conquistado su herencia genética, la corrupción de los viejos océanos, entonces, en aquel momento de agitación interior, envidié su ecuanimidad!
Supe entonces que debía escapar de la compañía de los Morlocks —podían tolerarme, pero allí no había lugar para mí, no más que para un gorila en un hotel de Mayfair— y tomé una nueva decisión.
Salí del refugio. Nebogipfel estaba allí, esperando, como si no se hubiese alejado. Con un roce de la mano sobre un pedestal hizo que el refugio se disolviese en el Suelo.
—Nebogipfel —dije con sequedad—, debe parecerle evidente que aquí estoy tan fuera de lugar como un animal escapado de un zoo que corriese libre por la ciudad.
No dijo nada; su mirada impasible.
—A menos que tengan la intención de retenerme como prisionero, o como un espécimen de laboratorio, no deseo permanecer aquí. Pido que me den acceso a la Máquina del Tiempo, para que pueda volver a mi propia época.
—No es usted un prisionero —dijo—. Esa palabra no tiene traducción en nuestra lengua. Usted es un ser sensible, y como tal tiene derechos. El único límite a su comportamiento es que no debe volver a dañar a otros con sus actos…
—Límite que acepto —dije.
—… y —continuó— que no partirá en su máquina.
—Entonces, no tengo derechos —dije con un gruñido—. Soy un prisionero aquí… ¡y un prisionero en el tiempo!
—Aunque la teoría del viaje en el tiempo está clara, y la estructura dinámica de la máquina es evidente, todavía no comprendemos los principios —dijo el Morlock. Supuse que eso significaba que todavía no entendían el papel de la plattnerita—. Pero creemos que esa tecnología podría ser de gran valor para nuestra especie.
—¡Ya lo creo!
Tuve una súbita visión de aquellos Morlocks, con sus dispositivos mágicos y aterradoras armas, volviendo en Máquinas del Tiempo al Londres de 1891.
Los Morlocks mantendrían a la humanidad segura y alimentada. ¡Pero, privado de su alma, y quizá de sus hijos, preveía que el hombre moderno no sobreviviría más allá de unas pocas generaciones!
El horror ante esa posibilidad hizo que mi sangre se acelerase, pero incluso en aquel momento una parte remota y racional de mi mente me señalaba varias dificultades. «Mira —me dije—, si así fuesen destruidos todos los hombres modernos —y el hombre moderno es el antecesor de los Morlocks— los Morlocks no podrían existir, por lo que no podrían capturar mi máquina y volver en el tiempo… Es una paradoja, ¿no? No puedes tener ambas cosas». Deben recordar que en alguna parte de mi cerebro seguía fermentando el problema de mi segundo viaje en el tiempo —con la divergencia de historias que había presenciado—, y estaba seguro de que mi comprensión de la filosofía del viaje en el tiempo era en el mejor de los casos todavía limitada.
Eché a un lado esos pensamientos y me enfrenté a Nebogipfel.
—Nunca. Nunca les ayudaré a obtener el viaje en el tiempo.
Nebogipfel me miró fijamente.
—Entonces, dentro de las limitaciones que le hemos impuesto, es libre de viajar a cualquier lugar de nuestros mundos.
—En ese caso, me gustaría que me llevase a un lugar, dentro de este sistema solar rediseñado, donde todavía existan hombres como yo.
Creo que lancé ese desafío esperando que se me negase tal posibilidad. Pero, ante mi sorpresa, Nebogipfel se acercó a mí.
—No exactamente como usted —dijo—. Aun así… venga.
Y echó a andar por el inmenso y poblado plano. Pensé que sus palabras finales habían sido algo más que ominosas, pero no podía entender qué quería decir y, de cualquier forma, no me quedaba más elección que seguirle.
Llegamos a un área vacía de más o menos un cuarto de milla de ancho. Ya hacía tiempo que había perdido el sentido de la orientación dentro de la inmensa ciudad-cámara. Nebogipfel llevaba sus gafas y yo las mías.
De pronto, sin previo aviso, un rayo de luz bajó del techo y nos iluminó. Miré a la cálida luz amarilla, y vi motas de polvo caer en cascada desde el aire; por un momento pensé que había vuelto a la Prisión de Luz.
Esperamos unos segundos —no pude ver que Nebogipfel había dado una orden a las invisibles máquinas que controlaban el lugar— hasta que el Suelo bajo mis pies dio una sacudida. Tropecé, parecía un pequeño terremoto y fue inesperado; pero me recuperé con rapidez.
—¿Qué fue eso?
Nebogipfel permanecía imperturbable.
—Quizá debí advertirle. Hemos comenzado el ascenso.
—¿Ascenso?
Pude ver entonces que un disco de vidrio, de un cuarto de milla de diámetro aproximadamente, se elevaba del Suelo, llevándonos a Nebogipfel y a mí a lo alto. Parecía como si estuviese sobre un inmenso pilar que surgiese del suelo. Ya nos habíamos elevado unos diez pies, y nuestro viaje hacia arriba parecía estar acelerándose; sentí en la frente un ramalazo de brisa.
Me acerqué al borde del disco para admirar cómo se abría a nuestros pies la inmensa y compleja planicie de los Morlocks. La cámara se extendía más allá del límite de mi visión, completamente plana y poblada regularmente. El Suelo parecía un mapa detallado, quizás de las constelaciones, dibujadas con hilos de plata y terciopelo negro, y de fondo las verdaderas estrellas. Una o dos caras plateadas estaban vueltas hacia nosotros, pero la mayoría de los Morlocks parecían indiferentes.
—Nebogipfel, ¿adónde vamos?
—Al Interior —dijo con calma.
Era consciente de un cambio en la luz. Parecía mucho más brillante, y más difusa, ya no estaba limitada a un solo rayo, como podría ser en el fondo de un pozo.
Estiré el cuello. El disco de luz se ensanchaba a ojos vistas, por lo que ya podía ver un anillo de cielo, alrededor del Sol. El cielo era azul, y estaba moteado de nubes altas y algodonosas; pero tenía una textura extraña, una mezcla de colores que al principio achaqué a las gafas que todavía llevaba.
Nebogipfel se volvió hacia mí. Golpeó con el pie en la base de la plataforma, y surgió un objeto que no pude reconocer de inmediato. Era un tazón con un palo que le salía del centro. Sólo cuando Nebogipfel lo sostuvo sobre su cabeza lo reconocí como lo que era: un parasol simple, para mantener su carne descolorida a resguardo del Sol.
Con estos preparativos, salimos a la luz —el agujero se amplió—, ¡y mi cabeza del siglo XIX se elevó sobre el césped!