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DE CÓMO VIVÍAN LOS MORLOCKS

Durante todos los días que Nebogipfel me condujo por el mundo de los Morlocks nunca encontramos una pared, una puerta o cualquier otra barrera significativa. Tal y como me parecía, permanecimos —durante todo el tiempo— en una misma cámara: pero se trataba de una cámara de tamaño formidable. Y era, en sus generalidades, homogénea, ya que en todas partes encontré la misma alfombra de Morlocks enfrascados en sus oscuras tareas. Sólo los problemas prácticos de tal estructura ya eran sorprendentes. Consideré, por ejemplo, el prosaico problema de mantener una atmósfera consistente y estable, a temperatura, presión y humedad homogéneas en un espacio tan grande. Aun así, Nebogipfel me dio a entender que aquella era sólo una cámara en una especie de mosaico que cubría la Esfera de polo a polo.

Pronto comprendí que no había ciudades en aquella Esfera, en el sentido moderno. La población Morlock se había extendido por aquellas inmensas cámaras, y no había un lugar fijo para una actividad determinada. Si los Morlocks querían utilizar un área de trabajo —o liberarla para otra actividad— los aparatos necesarios podían ser invocados del Suelo, o devueltos a él. De tal forma, más que ciudades, había nodos de población de mayor densidad; nodos que fluían y migraban según fuese necesario.

Después de dormir abandoné el refugio y me senté con las piernas cruzadas en el Suelo, bebiendo agua. Nebogipfel permaneció de pie, sin fatiga aparente. Vi que se nos acercaba una pareja de Morlocks, cuya visión me hizo tragar un sorbo de agua con demasiada rapidez; tosí y gotas de agua me mojaron la chaqueta y los pantalones.

Supongo que aquel par eran realmente Morlocks, aunque completamente diferentes a cualquier Morlock que hubiese visto antes. Nebogipfel tenía algo menos de cinco pies de alto, pero aquellos eran como caricaturas, ¡de una altura de quizá doce pies! Una de las altas criaturas me vio y se dirigió a mí con rapidez, haciendo sonar el entablillado de metal de sus piernas al caminar; pasó por encima de las divisiones como si fuese una enorme gacela.

Se inclinó para mirarme. Sus ojos rojo grisáceo eran tan grandes como platos soperos y me acobardé ante su presencia. De olor penetrante, como a almendras quemadas, tenía los brazos largos y de aspecto frágil, y la piel aparecía como tensada sobre el esqueleto: pude apreciar, bastante bien a través de la piel, el perfil de una tibia de no menos de cuatro pies de largo. Tenía en las piernas entablillados de algún metal blando, evidentemente, para ayudarle a soportar los saltos. Esa bestia atenuada no parecía tener más folículos que un Morlock medio, así que su pelo se repartía sobre la piel de una forma muy desagradable.

Intercambió unas pocas sílabas líquidas con Nebogipfel, luego se reunió con su compañero y ambos —volviendo la vista hacia mí en muchas ocasiones— siguieron su camino.

Sorprendido, me volví a Nebogipfel; incluso él parecía un oasis de normalidad después de aquella visión.

Nebogipfel dijo:

—Son… —una palabra líquida que no podría repetir— de las latitudes altas. —Volvió la vista hacia nuestros visitantes—. Puede apreciar que no están preparados para estas regiones ecuatoriales. Necesitan tablillas para caminar, y…

—No lo entiendo en absoluto —interrumpí—. ¿Qué tienen de diferente las latitudes altas?

—La gravedad —me dijo.

La Esfera de los Morlocks era, como ya he dicho, una construcción colosal que llenaba la órbita que una vez había ocupado Venus. Y —me contó Nebogipfel— todo el conjunto rotaba sobre un eje. En su momento, el año venusiano había sido de doscientos veinticinco días. ¡Ahora —me comunicó Nebogipfel a gran Esfera rotaba en sólo siete días y trece horas!

—Por lo que la rotación… —empezó a decir Nebogipfel.

—… produce un efecto centrífugo, simulando la gravedad terrestre en el ecuador. Sí —dije—. Lo entiendo.

El giro de la Esfera nos mantenía pegados al Suelo. Pero lejos del ecuador, el círculo de rotación de un punto de la Esfera alrededor del eje era menor, por lo que la gravedad efectiva se reducía: de hecho, la gravedad se hacía cero en los polos de rotación de la Esfera. Y en aquellas extraordinarias regiones de baja gravedad vivían criaturas tan sorprendentes como esos dos Morlocks de paso largo, que se habían adaptado a su ambiente.

Me golpeé la frente con la mano.

—¡A veces creo que soy el mayor tonto que ha existido nunca! —exclamé ante el perplejo Nebogipfel.

No se me había ocurrido preguntar por el origen de mi «peso» en la Esfera. ¿Qué clase de científico no meditaba —ni siquiera observaba adecuadamente— sobre la «gravedad» que, a falta de algo tan conveniente como un planeta, lo mantenía pegado a la superficie de la Esfera? Me pregunté qué otras maravillas estaba ignorando, simplemente por el hecho de que no se me ocurría preguntar. Y para Nebogipfel, tales maravillas no eran, sin embargo, más que hechos del mundo, no más extraños que una puesta de Sol o las alas de una mariposa.

Le sonsaqué a Nebogipfel detalles sobre la forma de vida de los Morlocks. Fue difícil, ya que ni siquiera sabía qué preguntar. Puede parecer raro, pero ¿cómo podía preguntar, por ejemplo, sobre las máquinas que formaban el Suelo? Dudaba que mi lengua tuviese los conceptos adecuados para plantear la pregunta, de la misma forma que un hombre de Neandertal no dispondría de las herramientas lingüísticas para preguntar por el funcionamiento de un reloj. Y en lo que se refiere a las disposiciones sociales y de otro tipo que, de forma invisible, guiaban la vida de los millones de Morlocks de aquella inmensa cámara, me eran tan desconocidas como los movimientos sociales, los cables del teléfono y el telégrafo, las compañías de mensajeros y demás para un miembro de una tribu de África Central que llegase a Londres. ¡Incluso su sistema de alcantarillado me era un misterio!

Le pregunté a Nebogipfel cuál era la forma de gobierno de los Morlocks.

Me explicó —creo que con algo de condescendencia— que la Esfera era lo suficientemente grande para que muchas «naciones» de Morlocks tuviesen su lugar. Dichas «naciones» se diferenciaban principalmente por la forma de gobierno que habían elegido. Casi todas tenían alguna forma de proceso democrático. En algunas áreas se elegía un parlamento representativo por sufragio universal, muy similar a nuestro Parlamento de Westminster. En otros lugares, el voto se reservaba para una elite, formada por aquellos considerados por temperamento o educación como superiores: creo que nuestro ejemplo más cercano serían las repúblicas clásicas, o quizá la República ideal imaginada por Platón; y debo admitir que esa aproximación me resultaba atrayente.

Pero en la mayoría de las áreas, las maquinarias de la Esfera habían hecho posible una forma real de sufragio universal, en la que los habitantes se mantenían informados sobre los debates en curso por medio de las ventanas azules, y de la misma forma registraban sus preferencias. Por tanto el gobierno funcionaba a trozos, con cada decisión sujeta al deseo de la población.

Desconfié de ese sistema.

—¡Seguro que hay algunos a los que no se les puede dar tal autoridad! ¿Qué pasa con los locos o los deficientes mentales?

Me miró con cierta formalidad.

—No tenemos tales debilidades.

Me sentí deseoso de desafiar aquella utopía, ¡incluso en su mismo corazón!

—¿Y cómo se aseguran de eso?

No me contestó de inmediato. En su lugar, siguió hablando.

—Cada miembro adulto de la población es racional y capaz de tomar decisiones por otros, y se espera que así lo haga. Ante tales hechos, la forma más pura de democracia no sólo es posible, sino aconsejable, ya que muchas mentes se combinan para tomar mejores decisiones que una sola.

—¿Y esos Senados y Parlamentos que me ha descrito? —bufé.

—No todos están de acuerdo en que la forma de gobierno de esta parte de la Esfera sea ideal —dijo—. ¿No es ésa la esencia de la libertad? No todos sentimos suficiente interés por la mecánica del gobierno como para querer participar; y para algunos, confiar el poder a otros por representación, a incluso sin representación, es preferible. Se trata de una opción válida.

—Bien. ¿Qué pasa cuando esas posibilidades entran en conflicto?

Tenemos sitio —dijo—. No debe olvidarlo; todavía está dominado por los prejuicios de habitante de un planeta. Cualquier descontento puede irse y establecer un sistema rival en algún otro sitio…

Aquellas «naciones» de los Morlocks eran fluidas: los individuos entraban y salían a medida que cambiaban sus preferencias. No había territorios establecidos o posesiones, ni siquiera fronteras fijas, por lo que pude ver; las «naciones» no eran sino meros grupos de conveniencia repartidos por la Esfera.

No había guerras entre los Morlocks.

Me llevó algún tiempo creerlo, pero finalmente me convencí. No había razones para la guerra. Gracias a los mecanismos del Suelo no había escasez de provisiones, por lo que ninguna «nación» podía invocar ganancias económicas. La Esfera era tan inmensa que el espacio vacío era casi ilimitado, por lo que no tenían sentido las disputas territoriales. Y —más importante— las mentes de los Morlocks se veían libres de la corrupción de la religión, que tantos conflictos ha causado a lo largo de los siglos.

—Entonces, no tienen dios —le dije a Nebogipfel, con algo de entusiasmo: aunque tengo algunas tendencias religiosas, ¡me imaginaba escandalizando a los clérigos de mi época con mi relato de la conversación!

—No tenemos necesidad de dios —me respondió Nebogipfel.

Los Morlocks consideraban una mente religiosa —en oposición a un estado racional— como una característica hereditaria, sin más significado intrínseco que los ojos azules o el pelo castaño.

Cuanto más me lo explicaba Nebogipfel, mejor me parecía.

¿Qué idea de dios ha sobrevivido a lo largo de la evolución mental de la humanidad? Precisamente la que satisface la vanidad humana al conjurarla: un dios con poder inmenso, y sin embargo obsesionado con los asuntos humanos. ¿Quién podría adorar a un dios frío, aunque omnipotente, si no se interesase por los problemas de los humanos?

Uno podría suponer que en una lucha entre humanos racionales y humanos religiosos, los racionales ganarían. Después de todo, ¡fue la racionalidad la que inventó la pólvora! Y sin embargo —al menos hasta el siglo diecinueve—, las tendencias religiosas han ganado generalmente, y la selección natural ha actuado, dejándonos con una población de corderos inclinados hacia la religión, capaces —o al menos me lo parecía a veces— de dejarse seducir por un predicador con labia.

La paradoja se explica porque la religión da a los hombres una meta por la que luchar. El hombre religioso empapará un trozo de tierra «sagrada» con su sangre, sacrificando más que el valor económico de la tierra, o cualquier otro valor.

—Pero nosotros hemos superado esa paradoja —me dijo Nebogipfel—. Hemos dominado nuestra herencia: ya no nos guía nuestro pasado, ni en nuestros cuerpos ni en nuestras mentes…

¡Pero no medité sobre esa intrigante idea —la pregunta evidente era: «Sin dios, ¿cuál es el propósito de sus vidas?»— porque me extasiaba pensar que al señor Darwin, con todos sus críticos en la Iglesia, le hubiese encantado presenciar el triunfo final de sus ideas sobre los Religionistas!

De hecho, mi comprensión del verdadero propósito de la civilización de los Morlocks no llegaría hasta más tarde.

Me impresionó, sin embargo, todo lo que vi de aquel mundo artificial de los Morlocks. Y no estoy seguro de haber reflejado mi admiración en este relato. Aquella raza de Morlocks había conquistado realmente sus debilidades heredadas; habían dejado a un lado el legado de la bestia —el legado que les dejamos nosotros— y habían conseguido una estabilidad y unas capacidades casi inimaginables para un hombre de 1891: para un hombre como yo, que había crecido en un mundo dividido cada día por las guerras, la avaricia y la incompetencia.

Y ese dominio de su propia naturaleza era aún más sorprendente en contraste con aquellos otros Morlocks —los Morlocks de Weena— que se habían, evidentemente, hundido en la bestia interior, a pesar de sus aptitudes para la mecánica.