Con un arrebato de miedo —y, debo confesarlo, sed de sangre en mi ánimo— lancé un rugido, levanté el atizador y corrí de vuelta. Sin cuidado, dejé caer la Kodak; a mi espalda oí el suave tintineo del cristal roto. Por lo que sé, la cámara todavía esta allí —si se me permite utilizar la frase—, abandonada en la oscuridad.
A medida que me acercaba a la máquina, pude ver que efectivamente eran Morlocks —quizás una docena—, que brincaban alrededor de la máquina. Parecían igualmente atraídos y repelidos por la luz, exactamente igual que las polillas alrededor de las velas. Eran las mismas criaturas simiescas que recordaba —quizás un poco más pequeñas—, con el largo pelo rubio en cara y espalda, la piel de un blanco pastel, brazos largos como los de los monos y fantasmagóricos ojos rojo grisáceo.
Se gritaban y hablaban unos a otros en su extraña lengua. Comprobé con alivio que todavía no habían tocado la Máquina del Tiempo, pero sabía que sólo era cuestión de segundos que esos dedos grotescos —de monos, pero inteligentes como los de un hombre— se abalanzasen sobre el bronce y el níquel.
Pero no habría tiempo para eso, porque me lancé sobre los Morlocks como un ángel vengador.
Blandí puño y atizador a mi alrededor. Los Morlocks gimieron y gritaron al intentar huir. Agarré a una de las criaturas que pasó a mi lado, y sentí una vez más el frío tacto de la carne de Morlock. Su pelo, como tela de araña, me rozaba la mano y el animal me mordió los dedos con sus pequeños dientes, pero no lo solté. Blandí el atizador y sentí el colapso suave y húmedo de carne y huesos.
Los ojos rojo grisáceo se abrieron y se cerraron.
Me daba la impresión de verlo todo desde una parte pequeña y remota del cerebro. Había olvidado mi propósito de volver con pruebas de la existencia del viaje en el tiempo, o incluso de encontrar a Weena: sospeché en ese momento que aquélla era realmente la razón por la que había vuelto a viajar en el tiempo, por aquel momento de venganza: por Weena, y por el asesinato de la Tierra, y por mi propia indignidad. Dejé caer al Morlock —inconsciente o muerto, no era más que un montón de pelos y huesos— y fui a por sus compañeros, empuñando el atizador.
Entonces oí una voz —claramente de Morlock, pero distinta a las otras en su tono y profundidad— que emitió una sola sílaba imperativa. Me volví con los brazos llenos de sangre, y me preparé para seguir luchando.
Ante mí estaba un Morlock que no huía. A pesar de estar desnudo como el resto, su cubierta de pelo parecía peinada y cuidada, lo que le daba el aspecto de un perro acicalado que se hubiese puesto en pie como un hombre. Me adelanté con fuerza, con el atizador firmemente agarrado entre las manos.
Con calma, el Morlock levantó la mano derecha —algo centelleó en ella—, hubo un brillo verde y sentí que el mundo se movía bajo mis pies, arrojándome al lado de mi resplandeciente máquina; ¡y ya no fui consciente de nada más!