El fuerte olor a azufre de las cerillas se me metió en la nariz, y retrocedí sobre la arena hasta que toqué con la espalda las barras de cobre de la Máquina del Tiempo. Después de unos minutos de desesperación recuperé el sentido común suficiente para sacar una vela de la mochila. Sostuve la vela frente a la cara y fije la vista en la llama amarilla, ignorando la cera caliente que me corría por los dedos.
Comencé a distinguir alguna estructura en el mundo que me rodeaba. Pude ver la masa de cobre y cuarzo que era la Máquina del Tiempo brillando bajo la luz de la vela, y una forma —como una gran estatua o edificio— que se alzaba, pálida a inmensa, no lejos de donde me encontraba. La falta de luz no era completa. El Sol podía haber desaparecido, pero las estrellas seguían brillando en grupos sobre mí, aunque las constelaciones de mi niñez se habían desplazado. No puede encontrar ni rastro de nuestra Luna.
Sin embargo, en una zona del cielo no brillaba ninguna estrella: en el oeste, sobresaliendo sobre el horizonte negro, había una elipse aplastada, sin estrellas, que ocupaba un cuarto del cielo. Era el Sol, ¡rodeado de una increíble cáscara!
Cuando se me pasó algo el miedo, decidí que mi primera tarea debía ser asegurarme el regreso a casa: debía colocar en posición la Máquina del Tiempo, ¡pero no lo haría en la oscuridad! Me arrodillé y palpé en el suelo. La arena era dura y de grano fino. Escarbé con el pulgar, y abrí un pequeño agujero donde inserté la vela, confiando que en unos pocos momentos se fundiese cera suficiente para mantenerla en su lugar. Ahora tenía una fuente de luz para realizar la operación, y las manos libres.
Apreté los dientes, respiré hondo, y luché con el peso de la máquina. Metí muñecas y rodillas bajo la estructura en un intento de levantarla del suelo —la había construido para que fuese sólida, no fácil de manejar— hasta que finalmente se rindió a mi asalto y volvió a su posición. Una barra de níquel me golpeó dolorosamente en el hombro.
Descansé las manos en el asiento, y sentí que la arena de este nuevo futuro había estropeado el cuero. En la oscuridad de mi propia sombra encontré los indicadores cronométricos con un dedo —una esfera se había hecho pedazos, pero el indicador en sí parecía estar bien— y las dos palancas blancas con las que podría volver a casa. Al tocar las palancas, la máquina tembló como un fantasma, recordándome que yo no pertenecía a esta época: que en cualquier momento podía subir al aparato y regresar a la seguridad de 1891, sólo herido en mi orgullo.
Saqué la vela de su hueco en la arena y la mantuve frente a los indicadores. Era el día 239 354 634: por tanto —estimé— el año era el 657 208 después de Cristo. Mis especulaciones sobre la mutabilidad del pasado y el futuro debían ser ciertas, porque esa colina oscura estaba situada en el tiempo ciento cincuenta milenios antes del nacimiento de Weena, ¡y no podía concebir cómo aquel mundo jardín iluminado por el sol podía haber salido de esa oscuridad!
En mi remota infancia, recuerdo que mi padre me entretenía con un juguete primitivo llamado «Imágenes cambiantes». Toscas imágenes en color se proyectaban sobre una pantalla por medio de un doble juego de lentes. La lente de la derecha proyectaba una imagen; luego la luz iba cambiando hacia la izquierda, de forma que la imagen proyectada por la derecha se desvanecía a medida que la otra incrementaba su brillo. De niño me impresionaba profundamente por la forma en que una realidad brillante se convertía en un fantasma, para ser sustituida por una sucesora que al principio apenas se veía. Había momentos emocionantes en que las dos imágenes estaban en perfecto equilibrio, y era difícil decir con exactitud qué realidades avanzaban y cuáles retrocedían, o si alguna parte del conjunto de imágenes era verdaderamente «real».
De la misma forma, en medio de un paisaje en sombras, sentía que la descripción del mundo que había construido se volvía nebulosa y débil, y era reemplazada sólo por el esquema de su sucesora, ¡con más confusión que claridad!
La divergencia de las historias gemelas que había presenciado —en la primera, la construcción del mundo jardín de los Elois; en la segunda, la desaparición del Sol y la aparición de ese desierto planetario— me era incomprensible. ¿Cómo podían las cosas ser y luego no ser?
Recordé las palabras de Tomás de Aquino: «Dios no puede hacer que lo ya pasado no haya sido. Es una imposibilidad mayor que resucitar a los muertos…» ¡Yo también lo había creído! No soy dado a las especulaciones filosóficas, pero siempre había considerado el futuro como una extensión del pasado: fijo a inmutable, incluso para Dios, y por supuesto para la mano del hombre. El futuro para mí era como una enorme habitación, fija y estática. Y en el mobiliario del futuro podía yo explorar con mi Máquina del Tiempo.
Pero había descubierto que el futuro podía no ser algo fijo, ¡sino algo mutable! Si así era, pensé, ¿qué sentido tenían las vidas de los hombres? Ya era bastante soportar la idea de que todos nuestros logros serían reducidos a la insignificancia por la erosión del tiempo —¡y yo, de todos los hombres, era el que mejor lo sabía!—, pero al menos uno siempre había tenido la sensación de que sus monumentos, y las cosas que amaba, habían sido una vez. Pero si la historia era capaz de un borrón tan completo, ¿qué valor tenía cualquier actividad humana?
Reflexionando así sentí como si la solidez de mi pensamiento y la firmeza de mi comprensión del mundo se derritiesen. Miré fijamente la llama de la vela, en busca del esquema de una nueva comprensión.
No todo estaba perdido, decidí; mis temores se apaciguaban, y mi mente permanecía fuerte y decidida. Exploraría ese mundo extraño y tomaría todas las fotos posibles con la Kodak, y luego regresaría a 1891. Allí, mejores filósofos que yo podrían lidiar con el problema de dos futuros que se excluían el uno al otro.
Fui hacia la Máquina del Tiempo, desenrosqué las palancas que me conducían en el tiempo y las guardé seguras en el bolsillo. Luego busqué hasta encontrar el atizador, todavía fijo en el sitio de la máquina donde lo dejé.
Probé el mango y lo sopesé. Me imaginé partiendo los blandos cráneos de algunos Morlocks con ese trozo de ingeniería primitiva y mi confianza creció. Metí el atizador en una de las presillas del cinturón. Colgaba un poco torpemente pero me tranquilizaba con su peso y solidez, y por sus resonancias a hogar y fuego.
Levanté la vela en el aire. La estatua o edificio espectral que había notado cerca de la máquina apareció vagamente iluminada. Era de hecho un monumento de algún tipo: una figura colosal esculpida en piedra blanca, aunque la forma era difícil de distinguir bajo la luz de la vela.
Me aproximé al monumento. Cuando lo hacía, por el rabillo del ojo me pareció ver un par de ojos de color rojo grisáceo que se abrían y una espalda blanca que huía por la arena con un ruido de pies descalzos. Coloqué la mano sobre el trozo de cobre que colgaba de mi cinturón y seguí.
La estatua se erigía sobre un pedestal que parecía ser de bronce y decorado con paneles finamente grabados. El pedestal estaba manchado, como si tiempo atrás hubiese sufrido un ataque de verdín que se había secado hacía mucho. La estatua en sí era de mármol blanco, y de un cuerpo leonino se extendían grandes alas que parecían flotar sobre mí. Me pregunté cómo podían sostenerse esas grandes hojas de piedra, ya que no pude ver ningún puntal. Quizá tuviese una estructura metálica, pensé, o quizás algo de aquel control de la gravedad, que había supuesto en mi paso por la Era de las Grandes Edificaciones, había perdurado hasta esa época. La cara de la bestia de mármol era humana y estaba vuelta hacia mí; sentí que aquellos dos ojos de piedra me miraban, acompañados de una sonrisa sardónica y cruel en los labios golpeados por la intemperie…
Y con una sacudida reconocí la construcción; ¡si no hubiese sido por mi temor a los Morlocks hubiese saltado de alegría! Era el monumento que había denominado La Esfinge Blanca; una estructura con la que me había familiarizado en ese mismo sitio durante mi primera visita al futuro. ¡Era casi como encontrarse con una vieja amiga!
Caminé por la colina arenosa, alrededor de la máquina, recordando. El sitio había sido un prado, rodeado de malvas y rododendros púrpura; arbustos que en mi primera visita habían arrojado sus flores sobre mí como bienvenida. Y, alzándose sobre todo, inconfundible, había estado la imponente forma de esa esfinge.
Bien, allí estaba otra vez, ciento cincuenta mil años antes de esa fecha. Los arbustos y el prado no estaban allí, y sospechaba que nunca lo estarían. El jardín iluminado por el sol había sido sustituido por un desierto oscuro, y ahora sólo existía en los recovecos de mi mente. Pero la esfinge estaba allí, sólida como la vida y casi indestructible.
Palmeé los paneles de bronce de la estatua casi con afecto. De alguna forma, la existencia de la esfinge, que permanecía desde mi anterior visita, me reafirmaba que no estaba imaginando todo aquello, ¡que no me volvía loco en alguna alcoba de mi casa en 1891! Todo era objetivamente real, y —sin duda y como el resto de la creación— todo encajaba en un esquema lógico. La Esfinge Blanca era parte de ese esquema, y sólo mi ignorancia y las limitaciones de mi cerebro me impedían ver el resto. Me sentí reforzado, y decidido a continuar con mis exploraciones.
En un impulso, caminé hasta el lado del pedestal que quedaba más cerca de la Máquina del Tiempo y, a la luz de la vela, examiné el panel de bronce tallado. Fue ahí, recordé, donde los Morlocks —en aquella otra historia— habían abierto la base hueca de la esfinge para encerrar la Máquina del Tiempo dentro del pedestal, con la intención de aprisionarme. Había ido a la esfinge con una piedra y había golpeado en ese panel, justo allí; recorrí los adornos con las yemas de los dedos. Había aplastado algunas espirales de ese panel, aunque sin resultado. Bien, ahora las espirales estaban en perfectas condiciones, como si fuesen nuevas. Era extraño pensar que esas espirales no conocerían la furia de mi piedra hasta dentro de muchos milenios o quizá nunca en absoluto.
Estaba decidido a alejarme de la máquina para explorar. Pero la presencia de la esfinge me había recordado el horror de dejar la Máquina del Tiempo en manos de los Morlocks. Me palmeé el bolsillo —al menos, sin las palancas la máquina no funcionaba— pero no había nada que impidiese acercarse a aquellas horribles bestias a la máquina tan pronto como me alejase, quizá para desmontarla o robarla nuevamente.
Por otra parte, ¿cómo iba a evitar perderme en aquel paisaje oscuro? ¿Cómo podría volver a la máquina una vez que me hubiese alejado aun unas pocas yardas?
Medité el problema unos momentos: mi deseo por explorar en lucha con mis temores. Y se me ocurrió una idea. Abrí la mochila y saqué las velas y los trozos de alcanfor. Con impaciencia coloqué esos elementos en los recovecos de la Máquina del Tiempo. Luego recorrí la máquina con cerillas encendidas hasta que cada trozo o vela estaba ardiendo.
Me aparté de mi obra con algo de orgullo. Las llamas de las velas se reflejaban en el níquel y el cobre, por lo que la Máquina del Tiempo parecía un adorno de Navidad. En esa oscuridad, y con la máquina situada en un lado desnudo de la colina, podría ver mi faro desde una distancia adecuada. Con suerte, las llamas alejarían a los Morlocks y, si no, vería inmediatamente la reducción de la iluminación y podría volver de inmediato para unirme a la batalla.
Jugueteé con el mango del atizador. Creo que una parte de mí deseaba ese desenlace; ¡sentía un hormigueo en manos y brazos al pensar en la rara y suave sensación de sentir el puño hundirse en la cara de un Morlock!
De cualquier forma, ahora estaba preparado para la expedición. Cogí la Kodak, encendí una pequeña lámpara de aceite y caminé por la colina, deteniéndome cada pocos pasos para asegurarme de que la Máquina del Tiempo permanecía tranquila.