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UNA NUEVA VISIÓN

Pronto pasé la época de las grandes edificaciones. Nuevas casas y mansiones, menos ambiciosas pero todavía enormes, hicieron acto de presencia a mi alrededor, cubriendo por completo el valle del Támesis, y adquirieron una cierta opacidad, que es, a ojos de un viajero en el tiempo, el resultado de la longevidad. El arco del Sol, que se inclinaba en el cielo azul oscuro entre los solsticios, pareció hacerse más brillante, y una afluencia verde cubrió Richmond Hill y tomó posesión de la tierra, desterrando los marrones y blancos del invierno. Una vez más, había penetrado en la era en que el clima de la Tierra había sido ajustado en favor de la Humanidad.

Miré el paisaje reducido a la inmovilidad por mi velocidad; sólo los fenómenos de más larga vida persistían en el tiempo lo suficiente para ser registrados por los ojos. No vi ni gentes, ni animales, ni siquiera el paso de una nube. Quedé suspendido en una quietud misteriosa. Si no hubiese sido por la banda oscilante del Sol, y el profundo y sobrenatural azul del cielo, habría tenido la impresión de encontrarme sentado a solas en un parque una tarde de otoño.

Según mis indicadores, había recorrido algo menos que un tercio del viaje (aunque ya habían transcurrido un cuarto de millón de años desde mi propia época), y aun así la era en que el hombre construía sobre la tierra ya había acabado. El planeta se había transformado en el jardín en el que las gentes que se convertirían en Elois vivirían sus vidas fútiles e insignificantes; y ya, estaba seguro, los proto-Morlocks debían haber sido aprisionados bajo tierra, y debían estar ya construyendo sus inmensas cavernas llenas de máquinas. Pocas cosas cambiarían en el próximo medio millón de años que me quedaba por atravesar, sólo la posterior degradación de la humanidad, y la identidad de las víctimas en el millón de pequeñas tragedias que a partir de ese momento sería la condición humana…

Pero observé, al dejar esas mórbidas elucubraciones, que había un cambio que lentamente se manifestaba en el paisaje. Me sentí trastornado, en el acostumbrado balanceo de la Máquina del Tiempo. Algo había cambiado, quizás algo en la luz.

Desde mi asiento contemplé los árboles fantasma, la llanura plana de Petersham y los recodos del paciente Támesis.

Entonces levanté la cabeza hacia los cielos difuminados por el tiempo, y finalmente comprendí que la banda del Sol estaba quieta. La Tierra todavía giraba sobre su eje con la suficiente rapidez como para manchar el movimiento de nuestra estrella sobre los cielos, y para convertir las estrellas en invisibles, pero la banda de luz ya no cabeceaba entre los solsticios: se había quedado quieta a inmutable, como hecha de cemento. Rápidamente me volvieron la náusea y el vértigo. Me tuve que agarrar con fuerza a los carriles de la máquina, y tragué, luchando por controlar mi cuerpo.

¡Me es difícil explicar el impacto que aquel único cambio del paisaje tuvo en mí! Primero, me conmocionó la audacia de la ingeniería necesaria para eliminar el ciclo de las estaciones. Las estaciones de la Tierra son el producto de la inclinación del eje del planeta con respecto al plano de su órbita alrededor del Sol. Parecía que ya nunca más habría estaciones sobre la Tierra. Y eso sólo podía significar —me di cuenta instantáneamente— que habían corregido la inclinación del eje del planeta.

Intenté imaginar cómo podría haberse logrado tal cosa. ¿Qué grandes máquinas se habían instalado en los polos? ¿Qué medidas se habían tomado para garantizar que la Tierra no saliese disparada durante el proceso? Quizás, especulé, habían empleado algún dispositivo magnético de gran tamaño, con el que habían manipulado el núcleo fundido y magnético del planeta.

Pero no fue sólo la magnitud de esa ingeniería planetaria lo que me conmocionó: más aterrador era el hecho de que no había apreciado la regularización de las estaciones en mi primer viaje en el tiempo. ¿Cómo era posible que no hubiese visto un cambio tan inmenso y profundo? Después de todo, soy un científico: mi oficio es la observación.

Me froté la cara y miré la banda solar que colgaba del cielo, como desafiándome a creer en su falta de movimiento. Su brillo hería mis ojos; y parecía hacerse cada vez más brillante. Primero supuse que era mi imaginación o un defecto en mis ojos. Agaché la cabeza, deslumbrado, me sequé las lágrimas con la manga y parpadeé para librarme de las manchas de luz.

No soy un hombre primitivo, ni un cobarde, pero sentado allí ante la prueba de los logros extraordinarios de los hombres del futuro, me sentí como un salvaje que se pintase su desnudez y llevase huesos en el pelo, acobardado ante los dioses del esplendoroso cielo. Temí en lo más profundo de mi ser por mi cordura; y aun así intenté creer que, de alguna forma, no había notado aquel increíble fenómeno astronómico durante mi primer paso por esos años. Porque la única hipótesis alternativa me aterraba hasta lo más profundo de mi alma: no me había equivocado durante mi primer viaje; aquella vez no había habido regulación del eje de la Tierra; el curso de la historia había cambiado.

La forma semieterna de la colina no se había transformado —la morfología de la antigua tierra no se veía afectada por la evolución de la luz en los cielos—, pero pude ver que el manto de verdor que la había cubierto retrocedía, bajo el brillo constante del sol.

Noté un lejano parpadeo sobre la cabeza, y miré hacia arriba protegiéndome con una mano. El parpadeo provenía de la banda solar, o lo que había sido la banda solar, porque una vez más podía distinguir la trayectoria del Sol en forma de bola de cañón a través del cielo en su ciclo diurno; ya su velocidad no era tan rápida para que no pudiese seguirlo, y el cambio de la noche al día producía el parpadeo.

Al principio pensé que la máquina había desacelerado. Pero cuando miré los indicadores, vi que las manecillas se movían por las esferas con la misma velocidad de antes.

La uniformidad perlada de la luz se disolvió, y la alternancia de noche y día quedó en evidencia. El Sol se movía por el cielo, reduciendo su velocidad con cada trayectoria, caliente, brillante y amarillo; y pronto me di cuenta de que la estrella empleaba muchos siglos en completar una revolución por el cielo de la Tierra.

Finalmente, el Sol se detuvo por completo; se paró en el horizonte occidental, ardiente, inmisericorde a inalterado. La rotación de la Tierra se había detenido; ¡y ahora giraba con una cara perpetuamente hacia el Sol!

Los científicos del siglo diecinueve habían predicho que finalmente las fuerzas de marea del Sol y la Luna harían que la rotación de la Tierra se ajustase al Sol, de la misma forma que la Luna se veía obligada a presentar siempre la misma cara a la Tierra. Ya había sido testigo de ese fenómeno en mi primer viaje al futuro: pero era algo que no ocurriría hasta pasados muchos millones de años. Y sin embargo, ¡a poco más de medio millón de años en el futuro me encontraba con una Tierra quieta!

Comprendí que había visto de nuevo la mano del hombre en acción: dedos que descendían de los de los monos se habían extendido por los siglos con la fuerza de los dioses. El hombre no se había conformado sólo con enderezar su mundo, sino que también había reducido el giro mismo de la Tierra, eliminando así para siempre el viejo ciclo del día y la noche.

Miré el nuevo desierto de Inglaterra. La hierba había desaparecido por completo, y sólo quedaba expuesto un barro seco. Aquí y allá vi parpadeos de algún arbusto resistente —de forma similar a un olivo— que intentaba sobrevivir bajo el sol implacable. El poderoso Támesis, que se había desplazado como una mina en su lecho, se encogió entre sus orillas hasta que ya no pude ver el brillo de sus aguas. No sentía que esos últimos cambios hubiesen mejorado el lugar: al menos el mundo de Morlocks y Elois había mantenido el carácter esencial de la campiña inglesa, con mucho verde y mucha agua; el efecto, reflexiono ahora, debía ser similar al de remolcar las Islas Británicas al trópico.

Imaginen al pobre mundo, con una cara vuelta siempre hacia el Sol, y la otra alejada de él. En el ecuador, en el centro del lado diurno, debía de hacer calor suficiente como para hervir las carnes de un hombre sobre los huesos. Y el aire debía de estar huyendo del lado supercalentado, con vientos huracanados, hacia el hemisferio más frío, para quedar allí congelado formando una nieve de oxígeno y nitrógeno sobre los océanos helados. Si en ese momento hubiese detenido la máquina, quizás esos grandes vientos me hubiesen arrastrado, ¡como el último suspiro de los pulmones del planeta! El proceso sólo acabaría cuando el lado diurno estuviese seco y al vacío, desprovisto de vida; y el lado oscuro quedase cubierto por una costra de aire congelado.

También comprendí con creciente terror que ¡no podía volver a mi época! Para volver debía detener la máquina, y si lo hacía me encontraría en un mundo sin aire, ardiente, tan estéril como la superficie de la Luna. ¿Pero me atrevería a continuar, hacia un futuro incierto, y esperar encontrar en las profundidades del tiempo un mundo habitable?

Ya sabía con seguridad que algo había fallado en mis percepciones, o recuerdos, de mi viaje en el tiempo. Si me era apenas creíble que durante el primer viaje pudiese haber pasado por alto la desaparición de las estaciones —aunque no lo creía—, me resultaba inconcebible que no hubiese notado el cambio en el giro de la Tierra.

No había ninguna duda: viajaba a través de sucesos que diferían, enormemente, de los que había presenciado la primera vez.

Soy un hombre especulativo por naturaleza, no me faltan nunca una o dos hipótesis; pero en aquel momento estaba tan conmocionado que no podía pensar. Me sentía como si mi cuerpo siguiese avanzando por el tiempo; pero con el cerebro todavía en el pasado. Creo que el valor que había sentido al principio era sólo apariencia porque complacientemente me sabía dirigido hacia un peligro ya conocido. Pero ahora ¡ya no tenía ni idea de lo que me esperaba en los corredores del tiempo!

Mientras me entretenía con esas elucubraciones morbosas, presencié cambios posteriores en el cielo, ¡como si el orden natural de las cosas no hubiese sido suficientemente alterado! El Sol se volvía más brillante. Y, aunque es difícil estar seguro de por qué el brillo resultaba más intenso, me parecía que la forma de la estrella cambiaba. Se extendía por el cielo convirtiéndose en un trozo elíptico de luz.

Consideré la posibilidad de que se le hubiese hecho girar más deprisa, para que se aplastase debido a la rotación…

Y entonces, repentinamente, el Sol estalló.