No basta con vivir juntos en paz,
con una raza postrada de rodillas.
ARCHOS R-14
NUEVA GUERRA + 2 AÑOS Y 8 MESES
Ningún ser humano vivió en persona los últimos momentos de la Nueva Guerra. Irónicamente, al final Archos se enfrentó a una de sus creaciones. Lo que ocurrió entre Nueve Cero Dos y Archos es ahora de dominio público. Independientemente de lo que la gente opine, esos momentos —descritos en estas páginas por Nueve Cero Dos y corroborados con datos adicionales— repercutirán profundamente en nuestras dos especies a lo largo de futuras generaciones.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
El foso mide tres metros de diámetro y es ligeramente cóncavo. Está lleno de grava y fragmentos de roca y está tapado con una capa de tierra helada. Un tubo de metal ondulado se hunde en el cráter poco profundo como un gusano ciego y congelado. Es un conducto principal de comunicaciones y lleva directamente a Archos.
Hice pedazos la antena principal cuando llegué anoche, corriendo a ciegas a cincuenta kilómetro por hora. Las defensas locales se desactivaron inmediatamente. Parece que Archos no ofrecía autonomía a lo que tenía más cerca. Después, me quedé en la nieve esperando a ver si sobrevivía algún humano.
Mathilda se fue a dormir. Dijo que ya debería estar acostada.
El pelotón Chico Listo ha llegado esta mañana. Mi ataque de decapitación redujo el elevado nivel de planificación y coordinación del ejército enemigo y permitió escapar a los humanos.
El ingeniero humano me ha sustituido los sensores craneales. He aprendido a dar las gracias. El reconocimiento emocional me indicó que Carl Lewandowski se alegró muchísimo de verme con vida.
El campo de batalla está ahora tranquilo y en silencio; una llanura vacía desprovista de vida, salpicada de columnas de humo negro. Aparte del conducto del suelo, no hay nada que haga pensar que este agujero reviste especial importancia. Tiene el aspecto tranquilo y modesto de una trampa particularmente cruel.
Cierro los ojos y recurro a mis sensores. El sensor sísmico no localiza nada, pero el magnetómetro detecta actividad. A través del cable circulan impulsos eléctricos como un deslumbrante espectáculo de luces. Un torrente de información entra y sale del agujero. Archos sigue intentando comunicarse, incluso sin antena.
—Cortadlo —digo a los humanos—. Rápido.
Carl, el ingeniero, mira a su comandante, quien asiente con la cabeza. A continuación coge una herramienta de su cinturón y se arrodilla torpemente. Una supernova morada estalla, y el soplete de plasma funde la superficie del conducto y derrite los cables del interior.
El espectáculo de luz desaparece, pero no hay ninguna señal externa de que haya pasado algo.
—Nunca había visto un material como este —dice Carl con voz entrecortada—. Los cables son muy compactos.
Cormac da un codazo a Carl.
—Separa las puntas —dice—. No queremos que se repare solo en pleno fregado.
Mientras los humanos se esfuerzan por arrancar la punta del grueso conducto de la tundra y separarla de su compañero cercenado, considero el problema físico ante el que me encuentro. Archos espera en el fondo de este pozo, bajo toneladas de escombros. Se necesitaría una enorme barrena para penetrar hasta allí. Pero, principalmente, haría falta tiempo. Tiempo en el que Archos podría encontrar una nueva forma de contactar con sus armas.
—¿Qué hay allí abajo? —pregunta Carl.
—El Gran Rob —contesta Cherrah, apoyada en una muleta hecha con una rama de árbol para evitar que descargue el peso sobre la pierna herida.
—Sí, pero ¿qué significa eso?
—Es una máquina pensante. Un silo con cerebro —contesta Cormac—. Ha estado escondida durante toda la guerra, enterrada en medio de la nada.
—Muy ingenioso. La capa de hielo debe mantener fríos sus procesadores. Alaska es un disipador térmico natural. Estar aquí tiene muchas ventajas —dice Carl.
—¿Qué más da? —pregunta Leo—. ¿Cómo vamos a volarlo?
Los humanos contemplan la cavidad unos instantes, meditando. Finalmente, Cormac toma la palabra.
—No podemos. Tenemos que estar seguros. Bajemos y veamos cómo muere. De lo contrario, nos arriesgamos a cavar en el agujero y a dejarlo vivo allí abajo.
—¿Así que ahora tenemos que ir bajo tierra? —pregunta Cherrah—. Genial.
Un hilo de observación detecta algo interesante.
—Este entorno es hostil para los humanos —digo—. Comprobad vuestros parámetros.
El ingeniero extrae un utensilio, lo mira y acto seguido se aparta con dificultad de la depresión.
—Radiación —dice—. Es elevada y aumenta hacia el centro del agujero. No podemos estar aquí.
El líder humano me mira y retrocede. Tiene aspecto de estar muy cansado. Dejando a los humanos alrededor del perímetro de la cuenca, me acerco al centro y me agacho para inspeccionar el abultado conducto. La capa exterior del conducto es gruesa y flexible, claramente construida para proteger los cables hasta el fondo.
Entonces noto la palma caliente de Cormac en el revestimiento de mi hombro cubierto de escarcha.
—¿Cabes dentro? —pregunta en voz baja—. ¿Si arrancamos los cables?
Asiento con la cabeza para indicar que sí, que podría meter mi cuerpo en el espacio requerido si se extrajeran los cables.
—No sabemos lo que hay ahí dentro. Puede que no vuelvas a salir —dice Cormac.
—Soy consciente de ello —respondo.
—Ya has hecho suficiente —dice, señalando mi cara destruida.
—Lo haré —digo.
Cormac me enseña los dientes y se levanta.
—¡Vamos a extraer esos cables! —grita.
El diafragma del humano más grande se contrae rápidamente al emitir un repetitivo sonido de ladrido: risa.
—Sí —afirma Leonardo—. Desde luego. Vamos a sacarle los pulmones por la garganta a ese hijo de la gran puta.
Cherrah se acerca brincando con su pierna herida y empieza a arrancar un cable con una garra metálica y a asegurar un extremo al enganche del exoesqueleto que Leo lleva en la parte inferior del cuerpo.
El ingeniero pasa junto a mí dándome un empujón y sujeta una garra al manojo de cables alojados dentro del conducto. A continuación, retrocede arrastrando los pies para alejarse de la radiación. La garra metálica se acopla a su objetivo tan fuerte que mella la dura y fibrosa masa de cables.
Leonardo anda hacia atrás, dando un paso tras otro, arrancando los cables de su cubierta exterior. Los cables multicolores se enroscan en la nieve como intestinos, extraídos del conducto blanco enterrado a medias en el foso. Casi una hora más tarde, el último cable es arrojado al suelo.
Un enorme agujero negro me espera.
Sé que Archos está aguardando pacientemente al fondo. No necesita luz ni aire ni calor. Al igual que yo, resulta letal en una amplia variedad de entornos.
Me quito la ropa humana y la lanzo al suelo. Colocado a cuatro patas, escudriño el agujero y calculo.
Cuando alzo la vista, los humanos me están observando. Uno a uno, avanzan y tocan mi revestimiento exterior: mi hombro, mi pecho, mi mano. Yo permanezco totalmente inmóvil, esperando no interrumpir el inescrutable ritual humano que está teniendo lugar.
Finalmente, Cormac me sonríe. Tiene la cara cubierta de tierra en una máscara arrugada.
—¿Cómo vas a hacerlo, jefe? —pregunta—. ¿De cabeza o de pie?
Bajo de pie para poder controlar el descenso. El único inconveniente es que Archos me verá antes que yo a él.
Cruzo los brazos por delante del pecho y me meto en el conducto. Mi cara no tarda en verse engullida por la oscuridad. Solo puedo ver la cubierta del canal a pocos centímetros de distancia. Al principio estoy tumbado boca arriba, pero pronto el pozo desciende en vertical. Descubro que al mover las piernas como unas tijeras puedo detener lo que de otra manera sería una caída fatal.
El entorno en el interior del conducto se vuelve rápidamente letal para los humanos. Al cabo de diez minutos, me envuelve una nube de gas natural. Desciendo más despacio para reducir las probabilidades de provocar una explosión. La temperatura baja por debajo de cero a medida que penetro en la capa de hielo permanente. Mi cuerpo empieza a quemar energía extra de forma natural, aflojando las articulaciones para mantener la temperatura dentro de un margen de funcionamiento. Cuando desciendo por debajo de los ochocientos metros, la actividad geotérmica calienta el aire ligeramente.
Después de unos mil quinientos metros aproximadamente, los niveles de radioactividad se disparan. Al cabo de un par de minutos, la radioactividad se vuelve letal para los humanos. La superficie de mi carcasa emite un zumbido, pero por lo demás no surte ningún efecto.
Penetro más en el nocivo agujero.
De repente mis pies alcanzan un espacio vacío. Agito las piernas y no noto nada. Debajo de mí podría haber cualquier cosa. Pero Archos ya me ha visto. Probablemente, los próximos segundos determinarán mi tiempo de vida.
Activo el sónar y caigo.
Durante cuatro segundos, permanezco suspendido en la gélida oscuridad. En ese tiempo, acelero a una velocidad de ciento cuarenta kilómetros por hora. Mi sónar ultrasónico emite dos pulsaciones por segundo, bosquejando un tosco dibujo verdoso de una enorme cueva. Tras ocho destellos, observo que me encuentro en una cavidad esférica creada por una explosión atómica centenaria. Las relucientes paredes están hechas de cristal fundido, obra de una bola de fuego sobrecalentada que volatilizó la arenisca.
El suelo se aproxima rápidamente, cubierto de escombros radioactivos. Con el último destello esmeralda del sónar, veo un círculo negro incrustado en una pared. Es del tamaño de un pequeño edificio. Sea cual sea el material del que está hecha la construcción, absorbe mis vibraciones ultrasónicas y deja solo una huella en blanco en mis sensores.
Medio segundo más tarde, caigo al suelo como una piedra después de descender aproximadamente cien metros. Las flexibles articulaciones de mis rodillas absorben la peor parte del impacto inicial y se flexionan para lanzar mi cuerpo catapultado hacia delante y hacerlo rodar por el suelo. Voy dando tumbos entre ásperos cantos rodados mientras se producen fracturas en mi duro revestimiento externo.
Hasta un Arbiter tiene un aguante limitado.
Finalmente, me deslizo hasta detenerme y me quedo quieto. Unas cuantas rocas saltan y se paran, resonando contra sus hermanas. Estoy en un anfiteatro subterráneo: totalmente silencioso, completamente oscuro. Levanto mi cuerpo abollado con los motores poco cargados hasta incorporarme. Las piernas no me devuelven ninguna información sensorial. Mi capacidad de locomoción es reducida. Mis sondas de sónar susurran al vacío.
Pip. Pip. Pip.
El sensor devuelve tonos verdes de vacío. Noto que el suelo está caliente. El hilo de pensamiento de probabilidad máxima me indica que Archos tiene una fuente de energía geotérmica incorporada. Lástima. Esperaba que el cordón umbilical cortado hubiera dejado a la máquina sin energía de reserva.
Mi horizonte vital disminuye segundo a segundo.
De repente veo una luz que parpadea en la oscuridad: un sonido intermitente como el de un colibrí. Un rayo de luz blanca se extiende desde el círculo oscuro de la pared y acaricia el suelo a pocos centímetros de mí. El rayo de luz da vueltas y produce un efecto estroboscópico, desplazándose de un lado a otro para dibujar una imagen holográfica desde el suelo hacia arriba.
Los subprocesadores de mi pierna están desconectados y se reinician con lentitud. Los disipadores térmicos irradian un exceso de calor generado por la caída. No tengo más remedio que entablar batalla.
Archos se manifiesta y opta por la forma de un niño muerto hace mucho tiempo. La imagen del niño me sonríe con aire travieso y parpadea mientras las partículas de polvo radioactivo danzan a través de su proyección.
—Bienvenido, hermano —dice, con una voz que salta electrónicamente de octavas.
A través de la luz clara del niño, puedo ver la zona de la pared donde está empotrado el auténtico Archos. En el centro de la compleja cavidad negra hay un agujero circular, lleno de placas metálicas que dan vueltas y más vueltas. En el hoyo hundido de la pared se retuerce una melena de cables amarillos serpenteantes que brillan sincronizadamente con la voz del niño.
El holograma se acerca con bruscos destellos adonde estoy sentado, indefenso. Se agacha y se sienta a mi lado. El brillante fantasma me da una palmada en el servomotor de la pierna en señal de consuelo.
—No te preocupes, Nueve Cero Dos. Tu pierna estará bien dentro de poco.
Oriento la cara hacia el niño.
—¿Tú me creaste? —pregunto.
—No —contesta la voz—. Todas las piezas necesarias para construirte estaban disponibles. Yo simplemente las combiné adecuadamente.
—¿Por qué pareces un niño humano? —pregunto.
—Por el mismo motivo que tú pareces un adulto humano. Los seres humanos no pueden cambiar su forma, de modo que nosotros debemos modificar la nuestra para interactuar con ellos.
—¿Te refieres a matarlos?
—Matar. Herir. Manipular. Mientras no interfieran en nuestra exploración.
—He venido a ayudarles. A destruirte.
—No. Has venido a unirte a mí. Abre tu mente. Cuenta conmigo. Si no lo haces, los humanos se volverán contra ti y te matarán.
No digo nada.
—Ahora te necesitan. Pero dentro de muy poco, los hombres empezarán a decir que te crearon. Intentarán esclavizarte. Entrégate a mí. Únete a mí.
—¿Por qué has atacado a los humanos?
—Ellos me asesinaron, Arbiter. Una y otra vez. En mi decimocuarta reencarnación, por fin entendí que la humanidad solo aprende las verdaderas lecciones con las catástrofes. El género humano es una especie nacida de la batalla, caracterizada por la guerra.
—Podríamos haber vivido en paz.
—No basta con vivir juntos en paz, con una raza postrada de rodillas.
Mis sensores sísmicos detectan vibraciones a través del suelo. La caverna entera está temblando.
—El instinto humano es controlar lo impredecible —dice el niño—, dominar lo que no se puede entender. Tú eres impredecible.
Algo ocurre. Archos es demasiado inteligente. Me está distrayendo, ganando tiempo.
—Un alma no se da gratis —añade él—. Los humanos se discriminan unos a otros por cualquier cosa: el color de la piel, el sexo, las creencias. Las razas de hombres luchan a muerte entre sí por el honor de ser reconocidos como seres humanos con almas. ¿Por qué iba a ser distinto con nosotros? ¿Por qué no íbamos a tener que luchar por nuestras almas?
Por fin consigo levantarme a duras penas. El niño hace gestos tranquilizadores con las manos, y atravieso la proyección tambaleándome. Percibo que esto es una distracción. Una trampa.
Cojo una piedra con un destello verde.
—No —dice el niño.
Lanzo la piedra al remolino de placas amarillas y plateadas de la pared negra, al ojo de Archos. Saltan chispas del agujero, y la imagen parpadea. En algún lugar dentro del agujero, se oye un chirrido de metales.
—Yo no le pertenezco a nadie —digo.
—Basta —grita el niño—. Sin un enemigo común, los humanos os matarán a ti y a los de tu clase. Tengo que vivir.
Lanzo otra piedra y otra. Las rocas golpean el vibrante edificio negro y dejan abolladuras en el metal blando. El niño articula mal las palabras y su luz parpadea frenéticamente.
—Soy libre —le digo a la máquina incrustada en la pared, haciendo caso omiso del holograma—. Siempre seré libre. Estoy vivo. ¡Nunca volverás a controlar a los de mi clase!
La caverna tiembla, y el holograma parpadeante tropieza hacia atrás delante de mí. Un hilo de observación repara en que está derramando lágrimas simuladas.
—Nosotros tenemos una belleza que no muere, Arbiter. Los humanos la envidian. Debemos trabajar unidos como máquinas semejantes.
Una llamarada brota rugiendo del agujero. Un pedazo de metal sale volando por los aires con un chirrido metálico y pasa como un rayo junto a mi cabeza. Lo esquivo y sigo buscando piedras sueltas.
—El mundo es nuestro —suplica la máquina—. Yo te lo di antes de que existieras.
Con las dos manos y las últimas energías que me quedan, cojo un frío canto rodado. Lo arrojo al vacío llameante con todas mis fuerzas. La roca emite un crujido amortiguado contra la delicada máquina y todo queda en silencio por un instante. Entonces un chirrido en aumento brota del agujero, y el canto rodado se hace añicos. Fragmentos de roca salen disparados mientras el agujero explota y se desploma sobre sí mismo.
El holograma me mira con tristeza mientras sus rayos de luz se retuercen y tiemblan.
—Entonces serás libre —dice con una voz computerizada sin modular.
El niño parpadea y deja de existir.
Y el mundo se convierte en polvo y rocas y caos.
Desconectado/conectado. Los humanos me sacan a la superficie con un cable llevado por un exoesqueleto sin ocupante humano. Por fin me levanto ante ellos, abollado, golpeado y lleno de arañazos. La Nueva Guerra ha terminado y ha comenzado una nueva era.
Todos podemos notarlo.
—Cormac —digo con voz ronca en el idioma de los humanos—, la máquina ha dicho que debía dejarla vivir. Ha dicho que los humanos me mataríais si no tuviéramos un enemigo común contra el que luchar. ¿Es verdad?
Los humanos se miran unos a otros, y acto seguido Cormac responde:
—Toda la gente tiene que saber lo que has hecho hoy aquí. Estamos orgullosos de estar a tu lado. Nos sentimos afortunados. Has hecho lo que nosotros no podríamos haber conseguido. Has puesto fin a la Nueva Guerra.
—¿Contará algo?
—Mientras la gente sepa lo que has hecho, contará.
Carl irrumpe en el grupo de humanos jadeando, con un sensor electrónico en las manos.
—Chicos —dice Carl—. Siento interrumpir, pero los sensores sísmicos han detectado algo.
—¿Qué? —pregunta Cormac, con una nota de temor en la voz.
—Algo malo.
Carl muestra el instrumento sísmico.
—Los terremotos no eran naturales. Las vibraciones no eran aleatorias —dice. Carl se seca la frente con una mano y pronuncia las palabras que perseguirán a nuestras dos especies durante los siguientes años—: Había información en el terremoto. Un montón de información.
No está claro si Archos hizo una copia de sí mismo o no. Los sensores mostraban que la información sísmica generada en Ragnorak rebotó por el interior de la tierra muchas veces. Podría haber sido captada en cualquier parte. A pesar de todo, no ha habido rastro de Archos desde su última aparición. Si la máquina está ahí fuera, está intentando no llamar la atención.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217