Con los humanos nunca se sabe.
NUEVE CERO DOS
NUEVA GUERRA + 2 AÑOS Y 8 MESES
Mientras el ejército humano estaba siendo destruido desde dentro, un grupo de tres robots humanoides siguió adelante para enfrentarse a un peligro todavía mayor. En las siguientes páginas, Nueve Cero Dos describe cómo el pelotón Nacidos Libres forjó una insólita alianza ante unos obstáculos insalvables.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
No digo nada. La petición de Cormac Wallace queda registrada como un suceso de probabilidad baja. Lo que los humanos llamarían una sorpresa.
Pam, pam, pam.
Agachados debajo de su tanque araña, los humanos disparan a los parásitos que agitan las extremidades de sus compañeros muertos y adoptan posiciones de ataque. Sin la protección de los nacidos libres, las probabilidades de supervivencia del pelotón Chico Listo se reducen drásticamente. Accedo al reconocimiento emocional para determinar si es una broma o una amenaza u otro tipo de afectación humana.
Con los humanos nunca se sabe.
El reconocimiento emocional analiza la cara sucia de Cormac y propone múltiples coincidencias: resolución, obstinación, valor.
—Pelotón Nacidos Libres, reuníos conmigo —transmito en robolengua.
Me alejo hacia el crepúsculo, lejos del maltrecho tanque araña y de los maltrechos humanos. Me siguen el Warden y el Hoplite. Cuando llegamos al límite forestal, aumentamos la velocidad. Los sonidos y las vibraciones de la batalla quedan atrás. Al cabo de dos minutos, los árboles disminuyen y desaparecen por completo, y llegamos a una llanura helada.
Entonces echamos a correr.
Aceleramos rápidamente a la velocidad máxima del Warden y nos dispersamos. De la llanura de hielo que tenemos detrás se elevan columnas de vapor. La tenue luz del sol parpadea entre mis piernas mientras se mueven de un lado a otro, casi tan rápido que no se ven. Nuestras sombras se alargan a través del blanco suelo agrietado.
En la lúgubre semioscuridad, cambio a la visión infrarroja. El hielo emite un brillo verde bajo mi mirada iluminada.
Mis piernas suben y bajan sin dificultad, metódicamente; los brazos se mueven de arriba abajo a modo de contrapeso, con las palmas planas. Cortando el aire. Mantengo la cabeza totalmente inmóvil, con la frente baja y la visión binocular apuntando al terreno.
Cuando llegue el peligro, será repentino y feroz.
—Separaos cincuenta metros. Mantened la distancia —digo por la radio local.
Sin reducir la marcha, Warden y Hoplite se separan a mis costados. Atravesamos la llanura en tres líneas paralelas.
Correr tan rápido ya es de por sí peligroso. Concedo control prioritario a la evasión refleja simple. La superficie agrietada del hielo se ve borrosa bajo mis pies. Los procesos de bajo nivel tienen todo el control de la situación: no hay tiempo para pensar. Salto un montón de rocas desprendidas en las que no podría haber reparado ningún hilo de pensamiento.
Mientras mi cuerpo está en el aire, oigo el viento silbando a través del revestimiento de mi pecho y noto el frío que elimina el calor de escape. Es un sonido tranquilizador que no tarda en verse interrumpido por el ruido de mis pies al caer a toda velocidad. Nuestras piernas se mueven de forma intermitente como agujas de máquinas de coser, acortando la distancia.
El hielo está demasiado vacío. Demasiado silencioso. La torre de antena aparece en el horizonte; nuestro objetivo ya es visible.
Nuestro destino está a dos kilómetros y se aproxima rápido.
—Solicitud de estado —pregunto.
—Nominal —responden brevemente Hoplite y Warden.
Están concentrados en la locomoción. Estas son las últimas comunicaciones que tendré con el pelotón Nacidos Libres.
Los misiles llegan a la vez.
Hoplite los ve primero. Orienta su cara hacia el cielo justo antes de morir y transmite a medias una advertencia. Yo viro inmediatamente. Warden es demasiado lento para desviarse. La transmisión de Hoplite se interrumpe. Warden se ve engullido por una columna de llamas y cascotes. Las dos máquinas se desconectan antes de que las ondas sonoras me alcancen.
Detonación.
El hielo estalla a mi alrededor. Los sensores inerciales se desconectan mientras mi cuerpo se retuerce a través del aire. La fuerza centrípeta me lanza volando y agitando las extremidades, pero mi diagnóstico interno de bajo nivel sigue recabando información: cubierta intacta, temperatura interna excesiva pero disminuyendo rápidamente, amortiguador de la pierna derecha partido en la parte superior del muslo. Girando a cincuenta revoluciones por segundo.
Recomienda replegar las extremidades para el impacto.
Mi cuerpo se estrella contra el suelo, abre un agujero en la roca helada y rueda de lado por el suelo. La odometría calcula que me faltan cincuenta metros para parar del todo. El ataque ha terminado con la misma rapidez con que comenzó.
Desenrosco mi cuerpo. El hilo de pensamiento ejecutivo recibe una notificación de diagnóstico prioritaria: el paquete de sensores craneales está dañado. Mi cara ha desaparecido. Hecha pedazos por la explosión y luego maltratada por el hielo afilado. Archos ha aprendido rápido. Sabe que no soy humano y ha modificado su ataque.
Aquí tumbado y expuesto en el hielo, estoy ciego, sordo y solo. Como al principio, todo es oscuridad.
Las probabilidades de supervivencia se reducen a cero.
—Levántate —dice una voz en mi mente.
—Consulta. Identifícate —digo por radio.
—Me llamo Mathilda —responde—. Quiero ayudarte. No hay tiempo.
No lo entiendo. El protocolo de comunicación no se parece a ningún contenido de mi biblioteca, ya sea de máquinas o de humanos. Es un híbrido de robolengua e idioma de los humanos.
—Consulta. ¿Eres humano? —pregunto.
—Escucha. Concéntrate —insiste la voz.
Y mi oscuridad se enciende con información. Un mapa topográfico tomado por satélite se superpone a mi visión, extendiéndose hasta el horizonte y más allá. Mis sensores internos dibujan una imagen estimada de mi aspecto. Procesos internos como el diagnóstico y la propiocepción siguen conectados. Levanto el brazo y veo su representación virtual en tonos apagados y sin detalles. Al alzar la vista, veo una línea de puntos que atraviesa el cielo azul intenso.
—Consulta. ¿Qué son los puntos…? —pregunto.
—Un misil que se acerca —dice la voz.
Vuelto a estar de pie y corriendo en 1,3 segundos. No puedo alcanzar la máxima velocidad debido al amortiguador roto de la pierna, pero me puedo mover.
—Arbiter, acelera a treinta kilómetros por hora. Activa el alcance local del sónar. No es gran cosa, pero mejor eso que estar ciego. Sígueme.
No sé quién es Mathilda, pero los datos que descarga en mi cabeza me están salvando la vida. Mi conciencia se ha expandido más allá de todo lo que jamás he conocido o experimentado. Oigo sus instrucciones.
Y corro.
Mi sónar tiene poco nivel de detalle, pero las ondas acústicas no tardan en detectar una formación rocosa que no forma parte de la imagen por satélite proporcionada por Mathilda. Sin vista, las rocas me resultan casi invisibles. Salto el afloramiento un instante antes de estrellarme contra él.
Al caer, trastabillo y estoy a punto de caerme. Me tambaleo, abro un agujero en el hielo con el pie derecho, pero me equilibro y recupero el ritmo.
—Arregla esa pierna. Mantén el paso a veinte kilómetros por hora.
Sin dejar de mover las piernas arriba y abajo, alargo la mano derecha y saco del juego de herramientas que llevo en la cadera un soplete de plasma del tamaño de un lápiz de labios. Cada vez que la rodilla derecha se eleva al dar una zancada, rocío el amortiguador con un preciso chorro de calor. El soldador se enciende y se apaga de forma intermitente como el código Morse. Al cabo de sesenta pasos, el amortiguador está reparado y la soldadura reciente se está enfriando.
La línea de puntos del cielo se dirige hacia mi posición. Se curva engañosamente en lo alto, siguiendo un rumbo de colisión con mi trayectoria actual.
—Gira veinte grados a la derecha. Aumenta la velocidad a cuarenta kilómetros por hora y mantenla seis segundos. Luego ejecuta una parada completa y quédate tumbado en el suelo.
Bum.
Nada más caer al suelo, mi cuerpo se ve sacudido por una explosión que ha tenido lugar un centenar de metros por delante de mi posición, en un lugar que concuerda con mi trayectoria exacta antes de detenerme.
Mathilda acaba de salvarme la vida.
—Ya no volverá a funcionar —dice.
Las imágenes por satélite muestran que la llanura que se extiende ante mí no tardará en convertirse en un laberinto de barrancos. Miles y miles de esos cañones —labrados en la roca por glaciares derretidos hace mucho tiempo— forman huecos oscuros mal cartografiados. Más allá de los barrancos, la antena surge como una lápida.
El escondite de Archos está a la vista.
En el cielo, cuento tres líneas de puntos más que se dirigen eficientemente a mi posición actual.
—Estate alerta, Nueve Cero Dos —dice Mathilda—. Tienes que desconectar la antena de Archos. Te falta un kilómetro.
La niña me da órdenes, y yo decido obedecerlas.
Con la orientación de Mathilda, Nueve Cero Dos pudo franquear el laberinto de barrancos y evitar los misiles aéreos hasta llegar al búnker de Archos. Una vez allí, el Arbiter desactivó la antena y desestabilizó temporalmente a los ejércitos de robots. Nueve Cero Dos sobrevivió formando el primer ejemplo de lo que se dio a conocer como díada, un equipo compuesto por humanos y máquinas. Ese hecho hizo merecedores a Mathilda y a Nueve Cero Dos de entrar en los libros de historia como leyendas de guerra: los precursores de una nueva y letal forma de combate.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217