Ya no somos todos humanos.
CORMAC «CHICO LISTO» WALLACE
NUEVA GUERRA + 2 AÑOS Y 8 MESES
El auténtico horror de la Nueva Guerra se desplegó a gran escala cuando el Ejército de Gray Horse se aproximó al perímetro defensivo de los Campos de Inteligencia de Ragnorak. A medida que nos acercábamos a su posición, Archos utilizó una serie de desesperadas medidas de defensa que afectaron profundamente a nuestra tropa. Las terribles batallas fueron captadas y registradas por diversos robots. En este relato, describo la marcha final de la humanidad contra las máquinas desde mi punto de vista.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
El horizonte se balancea y desfila mecánicamente a medida que mi tanque araña atraviesa la llanura ártica. Si entorno los ojos, casi me puedo imaginar que estoy a bordo de un barco, zarpando hacia las costas del infierno.
El pelotón Nacidos Libres cierra la marcha, vestidos con el uniforme del Ejército de Gray Horse. De lejos casi parecen soldados normales. Una medida necesaria. Una cosa es comprometerse a luchar codo con codo con una máquina y otra muy distinta, asegurarse de que ningún miembro del Ejército de Gray Horse le dispare por la espalda.
El chirrido mecánico de mi tanque araña al atravesar la nieve que nos llega a las rodillas resulta reconfortante. Es algo a lo que uno puede aferrarse. Me alegro de estar aquí arriba. Es un coñazo estar abajo, con todas las asquerosas criaturas que se arrastran. Hay mucha mierda peligrosa escondida en la nieve.
Además, los cuerpos helados son desconcertantes. El bosque está cubierto de cientos y cientos de cadáveres de soldados muertos. Los brazos y las piernas tiesos sobresalen de la nieve. Por los uniformes, suponemos que en su mayoría son chinos o rusos. Algunos de Europa del Este. Tienen heridas extrañas, considerables lesiones de columna. Algunos parecen haberse disparado unos a otros.
Esos cadáveres olvidados me recuerdan lo poco que sabemos de la situación general. No hemos coincidido con ellos, pero otro ejército humano ya ha luchado y ha muerto aquí. Hace meses. Me pregunto cuáles de estos cadáveres eran los héroes.
—El grupo Beta va demasiado despacio. Parad —dice una voz por mi radio.
—Recibido, Mathilda.
Mathilda Pérez empezó a hablar conmigo por radio después de que encontráramos a Nueve Cero Dos. No sé lo que los robots le hicieron, pero me alegro de tenerla al otro lado del aparato, diciéndonos exactamente cómo acercarnos a nuestro destino final. Es agradable oír a esa niña por el auricular. Habla con una suave urgencia que está fuera de lugar en medio de este inhóspito páramo.
Echo un vistazo al cielo azul despejado. En algún lugar, allí arriba, los satélites están vigilando. Y también Mathilda.
—Carl, ven aquí —digo, acercando la cara a la radio integrada en el cuello con pelo de mi chaqueta.
—Recibido.
Un par de minutos más tarde, Carl se detiene montado en un caminante alto. Tiene una ametralladora del calibre 50 instalada toscamente en el pomo de la silla. Se levanta los sensores y se los coloca en la frente, lo que le deja unos pálidos círculos de mapache alrededor de los ojos. Se inclina hacia delante, apoyando los codos en la enorme ametralladora que destaca en la parte delantera del caminante.
—El grupo Beta se está quedando atrás. Ve a meterles prisa —digo.
—No hay problema, sargento. Por cierto, hay amputadores a sus nueve. A cincuenta metros.
Ni siquiera me molesto en mirar dónde me indica. Sé que los amputadores están enterrados en un pozo, a la espera de pisadas y calor. Sin sensores, no podré verlos.
—Volveré —dice Carl, colocándose de nuevo el visor sobre la cara.
Me sonríe, da la vuelta y atraviesa otra vez la llanura con pasos de avestruz. Va encorvado sobre la silla de montar, oteando el horizonte en busca del infierno que todos sabemos que nos espera.
—Ya lo has oído, Cherrah —digo—. Dale al fuego.
Agachada junto a mí, Cherrah apunta con un lanzallamas y arroja arcos de fuego líquido sobre la tundra.
Hasta el momento el día ha transcurrido de esta forma. Lo más parecido a una jornada sin incidentes. Es verano en Alaska, y la luz durará otras quince horas. La veintena de tanques araña del Ejército de Gray Horse forma una fila desigual a lo largo de más de diez kilómetros. A cada tanque pesado le sigue una hilera de soldados. Se mezclan exoesqueletos de todas las variedades: corredores, cruzapuentes y transportes de suministros, soportes de armas pesadas y unidades médicas con largos antebrazos curvados para recoger a las tropas heridas. Llevamos horas avanzando trabajosamente por esta desierta llanura blanca, eliminando focos de amputadores, pero quién sabe qué más aguarda aquí fuera.
Me hace mucha gracia lo ahorrador que se ha mostrado el Gran Rob durante toda la guerra. Al principio, nos quitó la tecnología que nos mantenía con vida y la volvió contra nosotros. Pero sobre todo apagó la calefacción y dejó que el clima hiciera su labor. Incomunicó nuestras ciudades y nos obligó a pelearnos entre nosotros por comida en tierra de nadie.
Mierda. Hace años que no veo un robot con un arma. Esos taponadores y amputadores y criadillas. El Gran Rob construyó toda clase de criaturas desagradables diseñadas para mutilarnos. No siempre nos matan; a veces simplemente nos hacen suficiente daño para que nos mantengamos alejados. El Gran Rob ha pasado los últimos años construyendo mejores ratoneras.
Pero hasta los ratones pueden aprender nuevas tretas.
Amartillo la metralleta y le doy una palmada para quitarle la escarcha. Nuestras armas y lanzallamas nos mantienen con vida, pero las verdaderas armas secretas se pasean treinta metros por detrás de Houdini.
El pelotón Nacidos Libres está formado por criaturas completamente distintas. El Gran Rob especializó sus armas para matar humanos. Para arrancarnos pedazos. Para agujerear nuestra piel blanda. Para hacer hablar a nuestra carne muerta. Rob encontró nuestros puntos débiles y atacó. Pero estoy pensando que tal vez se especializó demasiado.
Ya no somos todos humanos. Un par de soldados del pelotón no pueden ver su aliento en el viento. Son los que no se inmutan cuando los amputadores se acercan demasiado, los que no se vuelven perezosos después de horas de marcha. Los que no descansan ni parpadean ni hablan.
Horas más tarde llegamos al bosque de Alaska: la taiga. El sol está bajo en el horizonte, extrayendo una enfermiza luz anaranjada de cada rama de cada árbol. Marchamos con paso constante sin hacer ruido, salvo el de nuestros pasos y el de la pequeña llama azotada por el viento de Cherrah. Entorno los ojos mientras la débil luz del sol parpadea a través de las ramas de los árboles.
Todavía no lo sabemos, pero hemos llegado al infierno… y la verdad es que se ha helado.
Se oye un chisporroteo en el aire, como si se estuviera friendo beicon. A continuación, un chasquido recorre el bosque.
—¡Taponadores! —grita Carl, a treinta metros de distancia, atravesando el bosque a grandes zancadas en su caminante alto.
Ra-ta-ta-ta.
La ametralladora de Carl tartamudea, rociando el suelo de balas. Veo las largas y relucientes piernas de su caminante alto mientras brinca entre los árboles para seguir avanzando y evitar que lo alcancen.
Psshtsht. Psshtshtsht.
Cuento cinco estallidos de anclaje cuando los taponadores afianzan sus vainas en el suelo. Más vale que Carl salga cagando leches de allí ahora que los taponadores están buscando objetivos. Todos sabemos que solo hace falta uno.
—Lanza aquí una bien gorda, Houdini —murmura Carl por la radio.
Se oye un breve tono electrónico mientras las coordenadas del objetivo se transmiten por el aire y llegan al tanque.
Houdini responde afirmativamente.
Mi vehículo se para dando bandazos, y los árboles se vuelven más altos a mi alrededor cuando el tanque araña se agazapa para conseguir tracción. Automáticamente, el pelotón ocupa posiciones defensivas a su alrededor, permaneciendo detrás de las patas blindadas. Nadie quiere acabar con un taponador, ni siquiera el bueno de Nueve Cero Dos.
La torreta gira varios grados a la derecha. Me tapo los oídos con los guantes. El cañón arroja una llama, y una porción de bosque estalla en un revoltijo de tierra negra y hielo vaporizado. Los estrechos árboles situados a mi alrededor tiemblan y sueltan una capa de nieve en polvo.
—Despejado —informa Carl por la radio.
Houdini se levanta de nuevo, con los motores chirriando. El cuadrúpedo vuelve a avanzar pesadamente como si no hubiera pasado nada. Como si un foco de muerte no acabara de ser destruido.
Cherrah y yo nos miramos mientras nuestros cuerpos se balancean con cada paso de la máquina. Los dos estamos pensando lo mismo: los robots nos están poniendo a prueba. La verdadera batalla todavía no ha empezado.
Unos ruidos sordos y lejanos resuenan por el bosque como un trueno distante.
Lo mismo está ocurriendo a lo largo de kilómetros, a un lado y otro de la fila. Otros tanques araña y otros pelotones están lidiando con brotes de amputadores y taponadores. O Rob no ha hallado la forma de concentrar el ataque o no quiere hacerlo.
Me pregunto si estamos siendo arrastrados a una emboscada. En el fondo no importa. Tenemos que hacerlo. Ya hemos comprado entradas para el último baile. Y va a ser una auténtica ceremonia de gala.
A medida que transcurre la tarde, la niebla brota del suelo. La nieve y el polvo son barridos por el viento y arrojados hasta una bruma que avanza a toda velocidad, alta como un hombre. Al poco rato es tan intensa que no deja ver y zarandea a mi pelotón, fatigándolos y agobiándolos.
—Por aquí todo va bien —informa Mathilda por radio.
—¿Dónde es aquí? —pregunto.
—Archos está en una especie de antiguo terreno de perforación —dice—. Deberíais ver una torre de antena dentro de unos treinta kilómetros.
El sol flota a escasa altura en el horizonte, alejando nuestras sombras de nosotros. Houdini sigue avanzando mientras cae el crepúsculo. El tanque araña se eleva por encima de la densa bruma de nieve transportada por el viento. Con cada paso que da, su quitapiedras se abre paso a través de la penumbra. Cuando el sol es un punto ardiente en el horizonte, los focos externos de Houdini se encienden para iluminar el camino.
A lo lejos, veo que se ponen en funcionamiento los faros de los otros tanques que forman el resto de la fila.
—Mathilda, ¿cuál es nuestra situación? —pregunto.
—Todo despejado —responde ella con suavidad—. Esperad.
Al cabo de un rato, Leo se sube a la red del vientre y sujeta el armazón de su exoesqueleto a una barra metálica. Se queda allí colgado, equilibrando su arma sobre el mar de densa niebla. Estando Cherrah y yo aquí arriba y Carl en el caminante alto, solo queda el pelotón Nacidos Libres en el suelo.
De vez en cuando veo la cabeza del Arbiter, el Hoplite o el Warden mientras patrullan. Estoy seguro de que su sónar atraviesa la imperiosa niebla.
Entonces Carl dispara media ráfaga.
Ra-ta…
Una forma oscura sale de la bruma, se abalanza sobre su caminante alto y lo derriba. Carl se aleja rodando. Por un instante, veo una mantis del tamaño de una camioneta surcando el aire hacia mí, con sus afilados brazos con púas levantados y listos. Houdini retrocede dando sacudidas y se encabrita, dando zarpazos al aire con sus patas delanteras.
—Arrivederchi! —grita Leo, y oigo cómo desengancha su exoesqueleto de Houdini.
Entonces Cherrah y yo nos vemos arrojados a la nieve compacta y la niebla. Una pata serrada se clava en la nieve a treinta centímetros de mi cara. Noto como si tuviera el brazo derecho atrapado en un torno. Me vuelvo y veo que una mano gris me ha agarrado y me doy cuenta de que Nueve Cero Dos nos está sacando a rastras a Cherrah y a mí de debajo de Houdini.
Los dos enormes caminantes luchan cuerpo a cuerpo por encima de nosotros. El quitapiedras de Houdini mantiene a raya las garras de la mantis, pero el tanque araña no es tan ágil como su ancestro. Oigo el «ra-ta-ta» de una ametralladora de gran calibre. Fragmentos de metal salen volando de la mantis, pero sigue arañando y dando zarpazos a Houdini como un animal feroz.
Entonces oigo un chisporroteo familiar y el tremendo estallido de tres o cuatro explosiones de anclaje cercanas. Los taponadores están aquí. Sin Houdini, estamos en un buen aprieto, clavados en este sitio.
—¡A cubierto! —grito.
Cherrah y Leo se lanzan detrás de un gran pino. Al juntarme con ellos, veo a Carl asomado detrás del tronco de un árbol.
—Carl —digo—. ¡Móntate y ve a pedir ayuda al pelotón Beta!
El pálido soldado vuelve a montarse elegantemente en su caminante alto. Un segundo más tarde, veo sus patas cortando la bruma al correr hacia el pelotón más próximo. Un taponador le dispara mientras avanza y oigo que acierta en una de las patas del caminante alto. Apoyo la espalda en un árbol y busco las vainas del taponador. Cuesta ver algo. Los focos me iluminan la cara desde el claro mientras la mantis y el tanque araña se enfrentan.
Houdini está perdiendo.
La mantis abre de un tajo la red del vientre de Houdini, y nuestras provisiones se esparcen por el suelo como intestinos. Un viejo casco pasa rodando junto a mí y se estrella ruidosamente contra un árbol con tal fuerza que le agujerea la corteza. La luz de intención de Houdini emite un brillo rojo sangre a través de la niebla. Está herido, pero el cabronazo es duro.
—Mathilda —digo con voz entrecortada por la radio—. Estado. Informa.
Durante cinco segundos no obtengo respuesta. Entonces Mathilda susurra:
—No hay tiempo. Lo siento, Cormac. Estáis solos.
Cherrah se asoma detrás de la corteza de un árbol y me hace señas. El Warden 333 salta delante de ella en el mismo instante en que un taponador sale disparado hacia su posición. La babosa metálica impacta contra el Warden lo bastante fuerte para lanzar al robot humanoide por los aires. La máquina cae en la nieve con una nueva abolladura, pero por lo demás está bien. El taponador es ahora un pedazo de metal irreconocible. Creado para escarbar en la piel, su probóscide perforador está torcido y romo a causa del impacto con el metal.
Cherrah desaparece para buscar una mejor cobertura, y yo vuelvo a respirar.
Tenemos que montarnos en Houdini si queremos avanzar. Pero al tanque araña no le van bien las cosas. Tiene un trozo de la torreta cortado y colgando de lado. El quitapiedras está cubierto de relucientes franjas de metal allí donde las cuchillas de la mantis han atravesado la pátina de óxido y musgo. Y lo peor de todo, arrastra una pata trasera en la que la mantis ha cortado un conducto hidráulico. De la manguera salen disparados chorros abrasadores de aceite a alta presión que derriten la nieve y la convierten en un lodo grasiento.
Nueve Cero Dos sale corriendo de la niebla y salta al lomo de la mantis. Lanzando puñetazos metódicamente, empieza a atacar la pequeña joroba que se encuentra cobijada entre la peligrosa maraña de brazos serrados.
—Replegaos. Reforzad la fila —ordena Lonnie Wayne por la radio militar.
Según parece, los pelotones de tanques araña situados a nuestra derecha e izquierda también están de mierda hasta el cuello. Aquí, en el suelo, casi no puedo ver nada. Suenan más disparos de taponadores, apenas audibles bajo el ruidoso chirrido hidráulico de los motores de Houdini mientras combate en el claro.
El sonido me paraliza. Me acuerdo de los ojos inyectados en sangre de Jack y soy incapaz de moverme. Los árboles que me rodean son brazos duros como el acero que sobresalen del suelo nevado. El bosque es un caos de niebla arremolinada, formas oscuras y los focos de Houdini moviéndose frenéticamente.
Oigo un gruñido y un grito lejano cuando alguien atrapa un taponador. Estiro el cuello, pero no veo a nadie. Lo único que distingo es la luz de intención redonda y roja de Houdini moviéndose como un rayo entre la niebla.
Los gritos suben una octava cuando el taponador empieza a perforar. Vienen de todas partes y de ninguna. Aferro mi M4 contra el pecho, respiro entrecortadamente y escudriño el entorno en busca de mis enemigos invisibles.
Una franja de luz borrosa atraviesa la niebla a treinta metros de distancia cuando Cherrah ataca con su lanzallamas a una maraña de amputadores. Oigo el chisporroteo apagado cuando explotan en la noche.
—Cormac —grita Cherrah.
Mis piernas se desbloquean en el momento en que oigo su voz. Su seguridad significa más para mí que la mía propia. Mucho más.
Me obligo a avanzar hacia Cherrah. Por encima del hombro, veo a Nueve Cero Dos aferrándose al lomo de la mantis como una sombra mientras esta se retuerce y da zarpazos. Entonces la luz de intención de Houdini cambia a verde. La mantis cae al suelo, con las patas temblando.
¡Sí!
No es la primera vez que lo veo. La pesada máquina acaba de ser lobotomizada. Sus piernas todavía funcionan, pero sin órdenes concretas, se limitan a agitarse.
—¡Formad junto a Houdini! —grito—. ¡A formar!
Houdini se agazapa en el claro embarrado, rodeado de terrones excavados y árboles convertidos en astillas cual cerillas. La gruesa armadura del tanque araña tiene arañazos y cortes por todas partes. Es como si alguien hubiera metido a Houdini en una puta licuadora.
Pero nuestro camarada todavía no está derrotado.
—Houdini, inicia el modo de comandos. Control humano. Formación defensiva —le digo a la máquina.
Con un chirrido de sus motores sobrecalentados, la máquina se agacha, aplasta el suelo con su quitapiedras y excava un surco. A continuación, junta las patas y eleva el vientre un metro y medio. Con las extremidades encajadas unas con otras sobre un tosco hoyo de protección, el cuerpo del tanque araña forma ahora un búnker portátil.
Leo, Cherrah y yo nos metemos debajo de la maltrecha máquina, y el pelotón Nacidos Libres se aposta en la nieve a nuestro alrededor. Apoyamos los rifles en las placas blindadas de las patas y escudriñamos la oscuridad.
—¡Carl! —grito a la nieve—. ¿Carl?
No hay rastro de Carl.
Lo que queda de mi pelotón se acurruca bajo el tenue fulgor verde de la luz de intención de Houdini; cada uno de nosotros es consciente de que solo es el principio de una noche muy larga.
—Qué putada, lo de Carl —dice Leo—. No puedo creer que hayan pillado a Carl.
Entonces una forma oscura sale corriendo de la niebla. Avanza a toda velocidad. Los cañones de los rifles se giran para interceptarla.
—¡No disparéis! —grito.
Reconozco ese ridículo paso encorvado. Es Carl Lewandowski y está aterrado. Más que correr, se desliza. Llega adonde estamos nosotros y se lanza a la nieve debajo de Houdini. Sus sensores han desaparecido. Su caminante alto ha desaparecido. Su mochila ha desaparecido.
Prácticamente lo único que le queda es un rifle.
—¿Qué coño está pasando allí, Carl? ¿Dónde están tus cosas, tío? ¿Dónde están los refuerzos?
Entonces caigo en la cuenta de que Carl está llorando.
—He perdido mis cosas. Lo he perdido todo. Oh, tío. Oh, no. Oh, no. Oh, no.
—Carl. Habla conmigo, colega. ¿Cuál es nuestra situación?
—Jodida. Es jodida. El pelotón Beta atravesó un enjambre de taponadores, pero no eran taponadores: eran otra cosa y empezaron a levantarse, tío. Dios mío.
Carl escudriña la nieve detrás de nosotros frenéticamente.
—Allí vienen. ¡Allí vienen, joder!
Comienza a disparar esporádicamente a la niebla. Aparecen unas formas. Son de tamaño humano y caminan. Empezamos a recibir disparos. Bocas de armas lanzan destellos en el crepúsculo.
Desarmado con un cañón hecho pedazos, Houdini se las ingenia girando la torreta y dirigiendo un foco a la penumbra.
—Los robots no llevan armas, Carl —dice Leo.
—¿Quién nos está disparando? —grita Cherrah.
Carl sigue sollozando.
—¿Acaso importa? —pregunto—. ¡Iluminadlos!
Todas nuestras ametralladoras disparan. La nieve sucia alrededor de Houdini se derrite con los cartuchos sobrecalentados de nuestras armas. Pero de la niebla salen más y más formas oscuras arrastrando los pies, sacudiéndose a causa de los impactos de las balas pero sin dejar de andar ni de disparar sobre nosotros.
Cuando se aproximan, me doy cuenta de lo que es capaz Archos.
El primer parásito que veo está montado en Alondra Nube de Hierro, que tiene el cuerpo acribillado a balazos y solo la mitad de la cara. Distingo el destello de los estrechos cables enterrados en la carne de sus brazos y sus piernas. Entonces un cartucho le revienta la barriga, y la criatura empieza a dar vueltas como una peonza. Parece que llevara una mochila de metal… con forma de escorpión.
Es como el bicho que atrapó a Tiberius, pero infinitamente peor.
Una máquina se ha metido en el cadáver de Alondra y le ha hecho levantarse de nuevo. El cuerpo de Alondra está siendo usado como escudo. La carne humana en descomposición absorbe la energía de las balas y se desmenuza, protegiendo al robot incrustado en su interior.
El Gran Rob ha aprendido a usar nuestras armas, nuestros equipos de protección y nuestra carne contra nosotros. Una vez muertos, nuestros compañeros se han convertido en armas para las máquinas. Nuestra fortaleza transformada en debilidad. Ruego a Dios que Alondra estuviera muerto antes de que esa cosa le alcanzara, pero es probable que no fuera así.
El Viejo Rob puede ser un hijo de la gran puta.
Pero al mirar las caras de mi pelotón entre los destellos de las bocas de las armas, no veo terror. Solo dientes apretados y concentración. Destruir. Matar. Sobrevivir. El Gran Rob se ha pasado de la raya con nosotros y nos ha subestimado. Todos nos hemos hecho amigos del horror. Somos viejos colegas. Y al observar cómo el cadáver de Alondra se dirige a mí arrastrando los pies, no siento nada. Solo veo un blanco enemigo.
Blancos enemigos.
Los disparos hienden el aire, arrancan la corteza de los árboles e impactan en la armadura de Houdini como una lluvia de plomo. Varios pelotones humanos han sido reanimados, tal vez más. Mientras tanto, una avalancha de amputadores llega a raudales de la parte de delante. Cherrah concentra el combustible del lanzallamas arrojando chorros moderados a nuestras doce en punto. Nueve Cero Dos y sus amigos hacen todo lo posible por detener a los parásitos que se acercan a nuestros flancos, moviéndose en silencio como flechas entre los árboles.
Pero los parásitos no se quedan tumbados. Los cadáveres absorben nuestras balas y sangran y se les astillan los huesos y se les cae la carne, pero los monstruos que llevan dentro los ponen de pie y los traen de vuelta. A este paso dentro de poco nos quedaremos sin munición.
Zas. Una bala se cuela debajo del tanque. El proyectil alcanza a Cherrah en la parte superior del muslo. Ella grita de dolor. Carl vuelve arrastrándose para curarle la herida. Hago una señal con la cabeza a Leo y lo dejo cubriendo nuestro flanco mientras cojo el lanzallamas de Cherrah para mantener a los amputadores a raya.
Me llevo un dedo al oído para activar la radio.
—Mathilda. Necesitamos refuerzos. ¿Hay alguien ahí?
—Estáis cerca —dice Mathilda—. Pero a partir de aquí la cosa se pone peor.
¿Peor que esto? Me dirijo a ella entre estallidos de disparos.
—No podemos conseguirlo, Mathilda. Nuestro tanque no funciona. Estamos atrapados. Si nos movemos, acabaremos… infectados.
—No todos estáis atrapados.
¿Qué quiere decir? Miro a mi alrededor y me fijo en las crispadas caras de determinación de mis compañeros de pelotón, bañadas en el fulgor rojo de la luz de intención de Houdini. Carl está atendiendo a Cherrah, vendándole la pierna. Al mirar hacia el claro, veo las caras lisas del Arbiter, el Warden y el Hoplite. Esas máquinas son lo único que se interpone entre nosotros y una muerte segura.
Y no están aquí atrapadas.
Cherrah gruñe, malherida. Oigo más estallidos de anclaje y me doy cuenta de que los parásitos están formando un perímetro alrededor de nosotros. Dentro de poco seremos otro pelotón de armas putrefactas luchando para Archos.
—¿Dónde está todo el mundo? —pregunta Cherrah, apretando la mandíbula.
Carl se ha puesto de nuevo a disparar a los parásitos con Leo. En mi flanco, los amputadores están cobrando ímpetu.
Miro a Cherrah y niego con la cabeza, y ella lo entiende. Cojo sus rígidos dedos con la mano libre y se los aprieto con fuerza. Estoy a punto de firmar nuestra sentencia de muerte y quiero que ella sepa que lo siento pero que es inevitable.
Hicimos una promesa.
—Nueve Cero Dos —grito a la noche—. Dale por el culo. Nosotros nos ocupamos de esto. Llévate al pelotón Nacidos Libres e id adonde está Archos. Y cuando lleguéis… jodedlo bien por mí.
Cuando por fin me armo de valor para mirar adonde Cherrah está tumbada sangrando, me llevo una sorpresa: me está sonriendo con lágrimas en los ojos.
La marcha del Ejército de Gray Horse había terminado.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217