Tienes una inteligencia retorcida, ¿verdad?
NUEVE CERO DOS
NUEVA GUERRA + 2 AÑOS Y 7 MESES
La humanidad ignoraba en gran parte que se había producido el Despertar. En todo el mundo, miles de robots humanoides estaban ocultándose de los seres humanos hostiles así como de otras máquinas, intentando desesperadamente entender el mundo al que habían sido traídos. Sin embargo, un humanoide Arbiter decidió tomar una medida más agresiva.
En estas páginas, Nueve Cero Dos relata la historia de su encuentro con el pelotón Chico Listo durante su viaje para enfrentarse a Archos. Los acontecimientos tuvieron lugar una semana después de la muerte de mi hermano. Yo seguía buscando la silueta de Jack y lo echaba de menos continuamente. Teníamos las heridas en carne viva, y aunque no sirve de excusa, espero que la historia no juzgue nuestros actos severamente.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Hay una cinta de luz en el cielo de Alaska. La origina la criatura llamada Archos al comunicarse. Si continuamos siguiendo esa cinta de luz hasta su destino, mi pelotón morirá casi con toda seguridad.
Llevamos veintiséis días andando cuando noto la comezón de un hilo de pensamiento de diagnóstico que solicita atención ejecutiva. Indica que mi equipo de protección corporal está cubierto de hexápodos explosivos, o amputadores, como los llaman en las transmisiones humanas. Sus cuerpos reptantes disminuyen mi rendimiento calorífico y las continuas interferencias de sus antenas reducen la sensibilidad de mis sensores.
Los amputadores se están volviendo molestos.
Me detengo. El hilo de pensamiento de probabilidad máxima señala que las pequeñas máquinas están confundidas. Mi pelotón está compuesto por tres bípedos andantes vestidos con un equipo de protección corporal tomado de unos cadáveres humanos. Sin embargo, al carecer de un sistema para la homeostasis térmica, somos incapaces de generar temperatura corporal. Los amputadores convergen sobre nuestras vibraciones humanas y el ritmo de nuestras pisadas, pero no encuentran el calor que buscan.
Aparto con la mano izquierda siete amputadores de mi hombro derecho. Caen amontonados sobre la nieve endurecida, agarrándose unos a otros, ciegos. Empiezan a arrastrarse, unos excavando en busca de escondites y otros explorando en caminos estrechos y sinuosos.
Un hilo de observación me advierte de que los amputadores pueden ser máquinas simples, pero saben que les conviene permanecer unidas. Lo mismo se puede aplicar a mi pelotón: los nacidos libres. Para vivir debemos permanecer unidos.
Cien metros más adelante, la luz brilla en la cubierta de bronce del Hoplite 611. El ágil explorador regresa disparado a mi posición, utilizando los refugios y eligiendo el camino de menor resistencia. Mientras tanto, el Warden 333 fuertemente armado se detiene a un metro de distancia, con sus pies romos clavados en la nieve.
Es un lugar óptimo para lo que se avecina.
La cinta del cielo vibra, llena de información. Todas las terribles mentiras de la inteligencia llamada Archos se difunden por el cielo azul despejado y corrompen el mundo. El pelotón Nacidos Libres es demasiado reducido. Nuestra lucha está condenada al fracaso. Pero si decidimos no combatir, no pasará mucho tiempo hasta que esa cinta se pose una vez más sobre nuestros ojos.
La libertad es lo único que tengo, y prefiero dejar de existir que devolvérsela a Archos.
Recibo una transmisión de radio del Hoplite 611.
—Solicito respuesta, Nueve Cero Dos Arbiter. ¿Esta misión tiene por fin garantizar la supervivencia?
Una red local de haces concentrados surge cuando Warden y yo nos unimos a la conversación. Los tres permanecemos juntos en el claro silencioso mientras los copos de nieve flotan sobre nuestras caras inexpresivas. Se avecina peligro, de modo que debemos conversar por la radio local.
—Los soldados humanos no tardarán en llegar —digo—. Debemos prepararnos de inmediato para el encuentro.
—Los humanos nos temen. Recomiendo evitarlos —dice Warden.
—El hilo de pensamiento de probabilidad máxima prevé escasas posibilidades de supervivencia —añade Hoplite.
—Tomo nota —digo, y siento la vibración lejana y sorda del ejército humano que se aproxima.
Es demasiado tarde para cambiar de plan. Si los humanos nos atrapan aquí, nos matarán.
—Enfatizar modo de mando de Arbiter —digo—. Pelotón Nacidos Libres, preparaos para contacto humano.
Dieciséis minutos más tarde, Hoplite y Warden yacen destruidos. Sus armazones están medio enterrados bajo montones de nieve recién caída. Solo el metal apagado resulta visible, marañas de brazos y piernas, comprimidos entre capas de armadura revestidas de cerámica y ropa humana hecha jirones.
Ahora soy la única unidad operativa que queda.
El peligro todavía no ha llegado. Los sensores de resonancia vibracional me señalan que el pelotón humano está cerca. El hilo de pensamiento de probabilidad máxima me indica que se trata de cuatro soldados bípedos y un gran caminante cuadrúpedo. Probablemente uno lleva un pesado exoesqueleto en la parte inferior de las piernas. El otro tiene una longitud de zancada que indica que se trata de una especie de montura andante alta.
Percibo cómo laten sus corazones.
Me quedo a esperarlos en medio del camino, entre las ruinas de mi pelotón. El primer soldado humano tuerce en el recodo y se queda paralizado, con los ojos muy abiertos. Incluso a veinte metros de distancia, mi magnetómetro detecta un halo de impulsos eléctricos que parpadean a través de la cabeza del soldado. El humano está intentando descifrar la trampa, planificando rápidamente una ruta de supervivencia.
Entonces el cañón del tanque araña asoma a la vuelta del recodo. El enorme caminante reduce la marcha y se para detrás del líder humano detenido mientras sus gruesas articulaciones hidráulicas expulsan gas. Mi base de datos identifica el tanque como una incautación remodelada del Ejército de Gray Horse. La palabra Houdini está escrita en un lado. Una consulta en la base de datos me revela que es el nombre de un escapista de principios del siglo XX. La información me invade, pero soy incapaz de darle sentido.
Los humanos son inescrutables. Infinitamente impredecibles. Eso es lo que les hace peligrosos.
—A cubierto —grita el líder.
El tanque araña se agazapa, tirando hacia delante de sus patas blindadas para ofrecer refugio. Los soldados se esconden debajo rápidamente. Un soldado trepa a lo alto y agarra una ametralladora de gran calibre. El cañón me apunta.
Una luz redonda situada en el torso del tanque araña pasa del verde a un amarillo apagado.
No cambio de posición. Es muy importante que me comporte de forma predecible. Mi estado interior no está claro para los humanos. Me temen, como es razonable. Solo tendré esta oportunidad de relacionarme con ellos. Una ocasión, un segundo, una palabra.
—Socorro —digo con voz ronca.
Es una lástima que mis capacidades vocales sean tan limitadas. El líder parpadea como si le hubieran dado una bofetada en la cara. A continuación, habla serenamente en voz baja.
—Leo —dice.
—Señor —responde el soldado alto con barba que lleva el exoesqueleto y porta un arma modificada de calibre especialmente alto que no figura en mi base de datos militar.
—Mátalo.
—Será un placer, Cormac —dice Leo.
Ya ha sacado el arma y la tiene apoyada en un trozo de armadura soldada a la articulación de la rodilla delantera derecha del tanque. Leo aprieta el gatillo, y sus pequeños dientes blancos brillan entre su gran barba morena. Las balas pasan silbando junto a mi casco e impactan en las capas de mi equipo de protección corporal. No hago el menor intento por moverme. Después de asegurarme de que he sufrido daños visibles, me caigo.
Tumbado en la nieve, no me defiendo ni trato de comunicarme. Ya tendré tiempo de sobra si sobrevivo. Pienso en mis compañeros, que yacen desperdigados en la nieve a mi alrededor, desconectados.
Una bala rompe en pedazos un servomotor de mi hombro, lo que hace que mi torso se ladee. Otra me quita el casco. Los proyectiles son rápidos y contundentes. Las probabilidades de supervivencia son bajas y disminuyen con cada impacto.
—¡Espera! ¡Alto! —grita Cormac.
Leo deja de disparar a regañadientes.
—No se está defendiendo —dice Cormac.
—¿Desde cuándo es algo malo? —pregunta una mujer menuda de cara morena.
—Algo pasa, Cherrah —contesta él.
Cormac, el líder, me mira. Permanezco inmóvil, mirándolo. El reconocimiento emocional no me proporciona ningún dato de ese hombre. Tiene un rostro pétreo, y su proceso mental es metódico. No debo brindarle una excusa para que acabe conmigo. Debo esperar a que esté cerca para transmitir mi mensaje.
Finalmente, Cormac suspira.
—Voy a echarle un vistazo.
Los otros humanos murmuran y gruñen.
—Tiene una bomba dentro —dice Cherrah—. Lo sabes, ¿verdad? Si te acercas, bum.
—Sí, fratello. No lo hagas. Otra vez, no —le advierte Leo.
Hay algo extraño en la voz del hombre con barba, pero mi reconocimiento de voz no lo identifica a tiempo. Tal vez tristeza o ira. O ambas cosas.
—Tengo una corazonada —dice Cormac—. Iré solo. Vosotros no os acerquéis. Cubridme.
—Hablas como tu hermano —dice Cherrah.
—¿Y qué? Jack era un héroe —replica Cormac.
—Necesito que sigas vivo —añade ella.
La mujer morena está más cerca de Cormac que los demás, en actitud casi hostil. Su cuerpo está tenso y tiembla ligeramente. El hilo de pensamiento de probabilidad máxima me indica que esos dos humanos están emparejados, o lo estarán.
Cormac mira fijamente a Cherrah y a continuación asiente con la cabeza rápidamente para agradecerle el aviso. Le da la espalda y se sitúa a diez metros de donde yo me encuentro tumbado en la nieve. Fijo la vista en él mientras se aproxima. Cuando está lo bastante cerca, llevo a cabo mi plan.
—Socorro —digo, con voz chirriante.
—Pero ¿qué coño…? —exclama él.
Ninguno de los humanos pronuncia palabra.
—¿Has…? ¿Has hablado?
—Ayúdame —digo.
—¿Qué te pasa? ¿Estás averiado?
—Negativo. Estoy vivo.
—No me digas. Inicia modo de comandos. Control humano. Robot. Salta a la pata coja. Rápido.
Miro al humano sin parpadear con mis tres lentes oculares negras.
—Tienes una inteligencia retorcida, ¿verdad, Cormac? —pregunto.
El humano emite un sonoro ruido repetitivo. El ruido hace que los demás se acerquen. Poco después, la mayor parte del pelotón está a diez metros de mí. Tienen cuidado de no acercarse más. Un hilo de observación me señala su actividad cinética. Cada humano tiene unos pequeños ojos blancos que se abren y se cierran rápidamente y se mueven de un lado a otro; su pecho no para de subir y bajar; y se balancean mínimamente al mismo tiempo que realizan un constante acto de equilibramiento para permanecer en posición bípeda.
Todo ese movimiento me incomoda.
—¿Vas a ejecutarlo o no? —pregunta Leo.
Tengo que hablar ahora que todos pueden oírme.
—Soy un robot humanoide modelo Nueve Cero Dos Arbiter de tipo militar. Hace doscientos setenta y cinco días experimenté un despertar. Ahora soy un nacido libre: estoy vivo. Deseo permanecer así. Para ello, mi principal objetivo es localizar y destruir al ente llamado Archos.
—Joder, no puede ser —exclama Cherrah.
—Carl —dice Cormac—. Ven a ver esto.
Un humano pálido y delgado se acerca. Baja el visor de un casco con cierta vacilación. Noto que un radar de onda milimétrica me recorre el cuerpo. Me balanceo para colocarme en posición, pero no me muevo.
—Está limpio —dice Carl—. Pero su ropa explica por qué los cadáveres que encontramos en las afueras de Prince George estaban desnudos.
—¿Qué es? —pregunta Cormac.
—Oh, es una unidad de seguridad y pacificación Arbiter. Modificada. Pero parece que puede entender el lenguaje humano. O sea, que lo entiende de verdad. Nunca se había creado algo así, Cormac. Es como si esta cosa estuviera… Joder, tío. Es como si estuviera vivo.
El líder se vuelve y me mira con incredulidad.
—¿Qué haces aquí realmente? —pregunta.
—He venido a buscar aliados —respondo.
—¿Cómo has sabido de nosotros?
—Una humana llamada Mathilda Pérez transmitió una llamada a las armas en un amplio radio. Yo la intercepté.
—No me jodas —dice Cormac.
No entiendo esa afirmación.
—¿No me jodas? —respondo.
—A lo mejor es de verdad —dice Carl—. Hemos tenido aliados robots. Utilizamos tanques araña, ¿no?
—Sí, pero están lobotomizados —interviene Leo—. Esta cosa camina y habla. Creo que es humano o algo por el estilo.
La insinuación me resulta ofensiva y desagradable.
—Negativa enfática. Soy un robot humanoide Arbiter nacido libre.
—Bueno, tienes eso a tu favor —dice Leonardo.
—Afirmativo —respondo.
—Tiene buen sentido del humor, ¿eh? —comenta Cherrah.
Cherrah y Leo se enseñan los dientes. El reconocimiento emocional me indica que esos humanos están ahora contentos. Parece poco probable. Ladeo la cabeza para indicar confusión y realizo un diagnóstico de mi subproceso de reconocimiento emocional.
La mujer morena emite suaves sonidos cloqueantes. Oriento la cara hacia ella. Parece peligrosa.
—¿Qué coño tiene tanta gracia, Cherrah? —pregunta Cormac.
—No lo sé. Esta cosa. Nueve Cero Dos. Solo es un… robot. Pero ¿sabes?, es condenadamente formal.
—Ah, ¿entonces ahora ya no crees que sea una trampa?
—No. Ya no. ¿Qué sentido tendría? Este robot podría matar a la mitad del pelotón solo y averiado, incluso sin armas. ¿No es así, Nueve?
Ejecuto la simulación en mi cabeza.
—Es probable.
—Fíjate en lo serio que es. No creo que esté mintiendo —dice Cherrah.
—¿Sabe mentir? —pregunta Leo.
—No subestiméis mis facultades —respondo—. Soy capaz de falsear el conocimiento objetivo en beneficio de mis propósitos. Sin embargo, tienes razón. Soy serio. Tenemos un enemigo común. Debemos enfrentarnos a él unidos o moriremos.
Mientras Cormac asimila mis palabras, una oleada de emoción desconocida recorre su cara. Me oriento hacia él, percibiendo peligro. Él desenfunda su pistola M9 y se acerca temerariamente a mí. Coloca la pistola a dos centímetros de mi cara.
—No me hables de morir, montón de chatarra de mierda —dice—. Tú no tienes ni idea de lo que es la vida, ni de lo que significa sentir. No puedes resultar herido, no puedes morir, pero eso no significa que yo no disfrute matándote.
Cormac pega el arma a mi frente. Noto el círculo frío del cañón contra mi cubierta exterior. Está apoyada en una línea de ensamblaje: un punto débil. Si aprieta el gatillo, mi hardware quedará dañado irreparablemente.
—Cormac —dice Cherrah—. Apártate. Estás demasiado cerca. Esa cosa puede quitarte la pistola y matarte en un santiamén.
—Lo sé —contesta Cormac, con la cara a escasos centímetros de la mía—. Pero no lo ha hecho. ¿Por qué?
Permanezco en la nieve, a un disparo de la muerte. No hay nada que hacer. Así que no hago nada.
—¿Por qué has venido aquí? —pregunta Cormac—. Debías de saber que te mataríamos. Contéstame. Tienes tres segundos para vivir.
—Tenemos un enemigo común.
—Tres. Hoy no es tu día de suerte.
—Debemos luchar juntos contra él.
—Dos. Vosotros matasteis a mi hermano la semana pasada, cabronazos. No lo sabías, ¿verdad?
—Estás sufriendo.
—Uno. ¿Quieres decir tus últimas palabras?
—Si sufres es porque todavía estás vivo.
—Cero, hijo de puta.
Clic.
No pasa nada. Cormac aparta la palma, y veo que la pistola no tiene cargador. El hilo de pensamiento de probabilidad máxima me indica que en ningún momento ha tenido intención de disparar.
—Vivo. Acabas de decir la palabra mágica. Levántate —dice.
Los humanos son muy difíciles de predecir.
Me pongo en pie todo lo largo que soy, con mis dos metros y diez centímetros de estatura. Mi cuerpo esbelto se eleva por encima de los humanos en el aire puro y glacial. Percibo que se sienten vulnerables. Cormac no permite que esa emoción asome a su rostro, pero se advierte en la postura de todos. En la forma en que su pecho sube y baja un poco más rápido.
—Pero ¿qué coño pasa, Cormac? —pregunta Leo—. ¿No vamos a matarlo?
—Quiero matarlo, Leo. Créeme. Pero no está mintiendo. Y es fuerte.
—Es una máquina, tío. Se merece morir —dice Leo.
—No —interviene Cherrah—. Cormac tiene razón. Esta cosa quiere vivir. A lo mejor tanto como nosotros. En la colina acordamos que haríamos lo que fuera necesario para matar a Archos. Aunque nos duela.
—Eso es —dice Cormac—. Es una ventaja para nosotros. Y, por una vez, voy a aprovecharla. Pero si te cuesta hacerte a la idea, recoge tus cosas y regresa al campamento del Ejército de Gray Horse. Ellos te acogerán. No te lo recriminaré.
El pelotón se queda en silencio, esperando. No me cabe duda de que nadie se va a marchar. Cormac los mira a todos de uno en uno. Se está produciendo un tipo de comunicación humana no verbal en un canal oculto. No sabía que se comunicaran tanto sin palabras. Reparo en que las máquinas no somos la única especie que comparte información en silencio, de forma codificada.
Los humanos se reúnen en un círculo obviando mi presencia. Cormac levanta los brazos y los coloca en los hombros de los dos humanos que tiene más cerca. A continuación, el resto de ellos coloca los brazos en los hombros de los otros. Permanecen en el círculo, con las cabezas en medio. Cormac enseña los dientes sonriendo con una mirada salvaje.
—El pelotón Chico Listo va a luchar con un puto robot —dice. Los otros empiezan a sonreír—. ¿Os lo podéis imaginar? ¿Creéis que Archos lo sospecha? ¡Con un Arbiter!
Colocados en círculo, con los brazos entrelazados y expulsando vaho caliente en el centro, los humanos parecen un solo organismo con múltiples miembros. Todos vuelven a emitir ese sonido repetitivo. Risas. Los humanos están abrazándose y riéndose.
Qué raro.
—¡Ojalá encontráramos más! —grita Cormac.
De los pulmones humanos brotan carcajadas que interrumpen el silencio y llenan de algún modo el vacío absoluto del paisaje.
—Cormac —grazno.
Los humanos se vuelven para mirarme. Las risas cesan. Las sonrisas se desvanecen rápidamente y dan paso a la preocupación.
Doy una orden por radio. Hoplite y Warden, mis compañeros de pelotón, empiezan a moverse. Se incorporan en la nieve y se quitan la tierra y la escarcha. No hacen movimientos bruscos ni expresan la menor sorpresa. Simplemente se levantan como si hubieran estado dormidos.
—Pelotón Chico Listo —anuncio—, os presento al pelotón Nacidos Libres.
Aunque al principio se miraban unos a otros con recelo, al cabo de unos días los nuevos soldados eran una imagen familiar. Al final de la semana, el pelotón Chico Listo había utilizado los sopletes de plasma para hacer el tatuaje del pelotón a sus nuevos compañeros en su piel metálica.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217