3. El estilo del cowboy

Alguien tiene que hacerse responsable.

LONNIE WAYNE BLANTON

NUEVA GUERRA + 1 AÑO Y 4 MESES

Cuatro meses después de que llegáramos a la legendaria fortaleza defensiva de Gray Horse, la ciudad se sumió en el caos. La llamada a las armas había sembrado la indecisión y había paralizado el consejo tribal. Lonnie Wayne Blanton confiaba en su hijo y defendía la reunión del ejército y la movilización; sin embargo, John Tenkiller insistía en que se quedaran a defenderse. Como describo en estas páginas, al final los robots tomaron la decisión por ellos.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Estoy en el borde de los riscos de Gray Horse, soplándome las manos para entrar en calor y contemplando cómo el alba rompe como el fuego sobre las Grandes Llanuras. Los tenues mugidos de miles de vacas y búfalos se elevan en la silenciosa mañana.

Con Jack en cabeza, nuestro pelotón avanzó sin parar hasta llegar aquí. En todos los sitios donde hemos estado, la naturaleza ha vuelto a la vida. Hay más pájaros en el cielo, más insectos en los arbustos y más coyotes en la noche. Conforme pasan los meses, la madre tierra lo ha engullido todo menos las ciudades. Las ciudades son donde viven los robots.

Un chico cherokee delgado se encuentra de pie junto a mí, llenándose la boca metódicamente de tabaco de mascar. Está observando las llanuras con sus inexpresivos ojos marrones y no parece reparar en mí en absoluto. Pero resulta difícil no fijarse en él.

Alondra Nube de Hierro.

Aparenta unos veinte años y va ataviado con un sofisticado uniforme. Tiene una bufanda negra y roja metida por dentro de una chaqueta con cremallera corta, y lleva las perneras de su pantalón verde claro remetidas en unas botas de cowboy pulidas. De su cuello moreno cuelgan unas gafas negras. Sujeta un bastón con plumas colgando. El bastón está hecho de metal: una especie de antena que debe de haber arrancado a un caminante explorador. Un trofeo de guerra.

El muchacho parece un piloto de caza del futuro. Y aquí estoy yo, con mi uniforme del ejército hecho jirones y salpicado de barro. No sé cuál de los dos debería sentirse avergonzado por su aspecto, pero estoy convencido de que soy yo.

—¿Crees que iremos a la guerra? —pregunto al chico.

Él me mira un instante y a continuación vuelve a contemplar el paisaje.

—Puede. Lonnie Wayne está en ello. Ya nos avisará.

—¿Te fías de él?

—Es el motivo por el que estoy vivo.

—Ah.

Una bandada de pájaros atraviesa el cielo aleteando, y la luz del sol reluce en sus alas como el arco iris en un charco de aceite.

—Todos parecéis muy duros —dice Alondra, señalando al resto de mi pelotón con el bastón—. ¿Qué sois, soldados?

Miro a mis compañeros de pelotón. Leonardo. Cherrah. Tiberius. Carl. Están hablando, esperando a que Jack vuelva. Sus movimientos son familiares, relajados. Los últimos meses nos han convertido en algo más que una unidad: ahora somos una familia.

—No. No somos soldados, solo supervivientes. Mi hermano, Jack, es el único soldado. Yo solo estoy en esto por diversión.

—Ah —dice Alondra.

No sé si me ha tomado en serio o no.

—¿Dónde está tu hermano? —pregunta Alondra.

—En el consejo de guerra. Con Lonnie y los demás.

—Así que es uno de esos.

—¿Uno de qué?

—Una persona responsable.

—Eso dice la gente. ¿Tú no lo eres?

—Yo voy a mi aire. Los viejos van al suyo.

Alondra señala detrás de nosotros con el bastón. Allí, esperando pacientemente en fila, hay docenas de lo que esas personas llaman tanques araña. Cada tanque andante mide unos dos metros y medio. Sus cuatro patas robustas están fabricadas por robots, hechas de fibrosos músculos sintéticos. El resto de los carros de combate han sido modificados por seres humanos. La mayoría de los vehículos están equipados con torretas de tanque y soportes con pesadas ametralladoras en la parte superior, pero veo que una tiene la cabina y la pala de una excavadora.

¿Qué puedo decir? En esta guerra todo vale.

Los robots no aparecieron en Gray Horse de repente; tuvieron que evolucionar para llegar hasta aquí. Eso significa enviar exploradores andantes. Y algunos de esos exploradores fueron atrapados. Algunos fueron desmantelados y ensamblados de nuevo. El Ejército de Gray Horse prefiere luchar con robots capturados.

—¿Tú eres el que descubrió cómo liberar los tanques araña? ¿Cómo lobotomizarlos? —pregunto.

—Sí —contesta él.

—Joder. ¿Eres científico o algo por el estilo?

Alondra se ríe entre dientes.

—Un mecánico es un ingeniero con vaqueros.

—Caramba —digo.

—Sí.

Contemplo la pradera y veo algo extraño.

—Oye, Alondra —digo.

—¿Sí? —contesta él.

—Tú vives por aquí, así que a lo mejor me puedes aclarar una cosa.

—Claro.

—¿Qué cojones es eso? —pregunto, señalando.

Él mira la llanura. Ve el metal sinuoso y brillante retorciéndose entre la hierba como un río oculto. Alondra escupe tabaco al suelo, se vuelve y hace señales a su pelotón con el bastón.

—Es nuestra guerra, colega.

Confusión y muerte. La hierba es demasiado alta. El humo es excesivamente espeso.

El Ejército de Gray Horse está formado por todos los adultos sanos del pueblo: hombres y mujeres, jóvenes y viejos. Algo más de mil soldados. Han estado perforando durante meses y casi todos tienen armas, pero nadie sabe nada cuando esas máquinas asesinas empiezan a cortar la hierba y a atacar a la gente.

—Quédate con los tanques —dijo Lonnie—. Quédate con el viejo Houdini y no te pasará nada.

Los tanques araña hechos a medida atraviesan la pradera en una fila irregular, dando un paso medido tras otro. Sus enormes patas se hunden en la tierra húmeda, y las carcasas de su torso aplastan la hierba, dejando una estela detrás de ellos. Unos cuantos soldados van agarrados a la parte superior de cada tanque, con las armas en ristre, escudriñando los campos.

Salimos a enfrentarnos a lo que hay en la hierba. Sea lo que sea, tenemos que detenerlo antes de que llegue a Gray Horse.

Yo permanezco con mi pelotón, siguiendo a pie al tanque llamado Houdini. Jack está encima de él con Alondra. Yo tengo a Tiberius avanzando pesadamente a un lado y a Cherrah al otro. El perfil de ella se ve bien definido a la luz de la mañana. Resulta felina, ágil y feroz. Y, no puedo evitarlo, hermosa. Carl y Leo van juntos a varios metros de distancia. Todos nos concentramos en no separarnos de los tanques: son nuestro único marco de referencia en este interminable laberinto de hierba alta.

Durante veinte minutos, avanzamos pesadamente a través de las llanuras, haciendo todo lo posible por mirar a través de la hierba y ver lo que nos aguarda. Nuestro principal objetivo es impedir que las máquinas se acerquen a Gray Horse. Nuestra intención secundaria es proteger los rebaños de ganado que viven en la pradera: el alma de la ciudad.

Ni siquiera sabemos la clase de robots a los que nos enfrentamos. Solo que son nuevas variedades. Siempre hay novedades con nuestros amigos los robots.

—Eh, Alondra —grita Carl—. ¿Por qué los llaman tanques araña si solo tienen cuatro patas?

—Porque suena mejor que gran caminante cuadrúpedo —grita Alondra desde el tanque.

—Bueno, a mí no me lo parece —murmura Carl.

La primer sacudida lanza tierra y plantas desmenuzadas por los aires, y empiezan a oírse gritos en la hierba alta. Una manada de búfalos huye en desbandada, y el mundo resuena con las vibraciones y el ruido. Caos inmediato.

—¿Qué hay ahí, Jack? —pregunto.

Él está agachado encima del tanque araña mientras la pesada ametralladora gira de un lado al otro. Alondra conduce el tanque. Su mano enguantada rodea con fuerza una cuerda que a su vez rodea la carcasa, al estilo de los rodeos.

—¡Todavía nada, hermanito! —grita Jack.

Durante unos minutos no hay objetivos; únicamente gritos anónimos.

Entonces algo aparece moviéndose ruidosamente entre los tallos amarillos de la hierba. Todos nos giramos y le apuntamos con las armas: un enorme hombre osage. Está jadeando y arrastra por los brazos ensangrentados un cuerpo inconsciente. Al hombre parece que le haya caído un meteorito encima. Tiene una herida profunda y sangrante en la parte superior del muslo.

Más explosiones arrasan a los soldados situados delante de los tanques. Alondra da un tirón con la mano, y Houdini empieza a moverse al trote, los motores chirriando mientras avanza a toda velocidad para prestar ayuda. Jack se vuelve y me mira, y se encoge de hombros cuando el tanque se interna en la hierba.

—Socorro —ruge el gran osage.

Joder. Hago una señal al pelotón para que se detenga y miro por encima del hombro del osage cómo nuestro tanque araña se aleja otro paso de nuestra posición, dejando atrás una franja de hierba medio aplastada. Cada paso que da nos deja más expuestos a lo que sea que aguarde allí fuera.

Cherrah se arrodilla y hace un torniquete al hombre inconsciente en la pierna herida. Yo agarro al gimoteante osage por los hombros y le doy una pequeña sacudida.

—¿Qué ha hecho esto? —pregunto.

—Los bichos, tío. Son como bichos. Se suben encima de ti y luego explotan —dice el osage, secándose las lágrimas de la cara con su carnoso antebrazo—. Tengo que sacar a Jay de aquí. Se va a morir.

Las sacudidas y los gritos se suceden ahora más rápido. Nos agachamos cuando suenan unos disparos y unas balas perdidas atraviesan la hierba. Suena como una masacre. Una fina lluvia de partículas de tierra ha empezado a caer del cielo azul despejado.

Cherrah alza la vista del torniquete y nos miramos con seriedad. Es un acuerdo silencioso: tú vigila mi espalda y yo vigilaré la tuya. De repente me sobresalto cuando una lluvia de tierra desciende a través de la hierba y repiquetea contra mi casco.

Hace mucho rato que nuestro tanque araña ha desaparecido, y Jack con él.

—Está bien —digo, dando una palmada al osage en el hombro—. Eso detendrá la hemorragia. Llévate a tu amigo. Nosotros vamos a avanzar, así que os quedaréis solos. Mantén los ojos abiertos.

El osage se echa a su amigo al hombro y se marcha apresuradamente. Parece que lo que ha atacado a Jay ya se ha abierto paso entre las primeras filas y viene a por nosotros.

Oigo a Alondra gritar desde algún lugar por delante de nosotros.

Y, por primera vez, veo al enemigo. Modelos antiguos de amputadores. Me recuerdan las minas corredoras de la Hora Cero en Boston, hace millones de años. Cada uno es del tamaño de una pelota de béisbol, con una maraña de patas que empujan de algún modo su pequeño cuerpo por encima y entre las matas de hierba.

—¡Mierda! —grita Carl—. ¡Larguémonos de aquí!

El soldado larguirucho empieza a huir. Instintivamente, lo agarro por la pechera de su camisa sudada y lo detengo. Tiro de su cabeza hasta mi altura, miro sus ojos muy abiertos y pronuncio una palabra:

—Lucha.

Mi voz no se altera, pero mi cuerpo arde de la adrenalina.

Pam. Pam. Pam.

Nuestras armas iluminan el campo, haciendo pedazos a los amputadores. Pero vienen más. Y después, más. Es una ola gigantesca de asquerosas criaturas reptantes que corren entre la hierba como hormigas.

—La cosa se está poniendo muy fea —grita Tiberius—. ¿Qué hacemos, Cormac?

—Ráfagas de tres disparos —grito.

Media docena de rifles se ajustan al modo automático.

Pam, pam, pam, pam, pam, pam.

Las bocas de los rifles lanzan destellos, dibujando sombras en nuestras caras cubiertas de tierra. Chorros de tierra y metal retorcido saltan del suelo, junto con alguna que otra llamarada cuando los líquidos que contienen los amputadores entran en contacto. Nos mantenemos en un semicírculo y derramamos balas sobre el terreno. Pero los amputadores no paran de venir, y están empezando a dispersarse a nuestro alrededor, como un enjambre.

Jack ha desaparecido y yo estoy al mando, y vamos a volar en pedazos. ¿Dónde coño está Jack? Se suponía que mi hermano el héroe tenía que salvarme de situaciones como esta.

Maldita sea.

Cuando los amputadores nos rodean, grito:

—¡Venid a por mí!

Dos minutos más tarde estoy sudando bajo el sol, con el hombro derecho pegado al omóplato izquierdo de Cherrah, y casi disparándome a los pies. Carl está apretujado entre Leo y Ty. Noto el olor del largo cabello moreno de Cherrah y visualizo mentalmente su sonrisa, pero no puedo permitirme pensar en eso ahora. Una sombra me cruza la cara y la leyenda en persona, Lonnie Wayne Blanton, cae del cielo.

El viejo va montado en un caminante alto: uno de los proyectos Frankenstein de Alondra. La criatura está formada solamente por dos patas de avestruz robóticas de dos metros y una vieja silla de rodeo colocada encima. Lonnie Wayne está sentado en lo alto, con sus botas de cowboy metidas en los estribos y la mano posada perezosamente en el pomo de la silla. Lonnie va montado en el caminante alto como un veterano profesional, bamboleando las caderas con cada paso de jirafa que da la máquina. Igual que un condenado cowboy.

—Hola a todos —dice.

A continuación se vuelve y dispara un par de veces con su escopeta a la maraña de amputadores que corretean sobre la tierra removida hacia nuestra posición.

—Lo estás haciendo estupendamente, amigo —me dice Lonnie Wayne.

Tengo una expresión vaga en la cara. No puedo creer que siga con vida.

Justo entonces otros dos caminantes altos entran en nuestro claro, y unos cowboys osage empiezan a disparar con sus escopetas y a abrir grandes agujeros en el enjambre de amputadores que se acerca.

Al cabo de unos segundos, los tres caminantes altos han usado sus elevadas posiciones estratégicas y la lluvia de disparos de escopeta para liquidar la mayor parte de los amputadores. Pero no todos.

—Cuidado con la pata —grito a Lonnie.

Un amputador que de algún modo se ha quedado detrás de nosotros está trepando por el metal de la pata del caminante alto de Lonnie. Él mira hacia abajo y se inclina en la silla de montar de tal forma que la pata se levanta y se sacude. El amputador sale despedido y cae en la maleza, donde un miembro de mi equipo lo hace volar en pedazos rápidamente.

«¿Por qué no se ha activado el amputador?», pienso.

Alondra está gritando de nuevo en algún punto más adelante, esta vez con voz ronca. También oigo a Jack dando órdenes breves. Lonnie gira la cabeza y hace una señal a su guardaespaldas. Pero antes de que pueda marcharse, rodeo con la mano la lisa vara metálica de su zanco.

—Lonnie —digo—, quédate donde sea seguro. No debes poner a tu general en la línea de fuego.

—Entendido —contesta el viejo canoso—. Pero, demonios, es la forma de ser del cowboy, muchacho. Alguien tiene que asumir la responsabilidad.

Amartilla la escopeta y expulsa un cartucho gastado, se cala el sombrero y hace un gesto con la cabeza. Y moviéndose con fluidez en la silla del zancudo caminante, se gira y salta sobre la hierba de un metro ochenta de altura.

—¡Vamos! —ordeno al pelotón.

Nos precipitamos sobre la hierba aplastada, esforzándonos por seguir el ritmo a Lonnie. A medida que avanzamos, vemos cadáveres entre los tallos y, lo que es todavía peor, a los que están vivos y heridos, con la cara pálida y la boca murmurando una oración.

Agacho la cabeza y sigo adelante. Tengo que alcanzar a Jack. Él nos ayudará.

Me muevo rápido, escupiendo hierba y concentrándome en no perder de vista el punto húmedo situado entre los omóplatos de Cherrah, cuando irrumpimos en un claro.

Allí ha pasado algo grave de cojones.

En un círculo de aproximadamente treinta metros, la hierba ha sido pisoteada hasta convertirse en barro y se han arrancado grandes terrones de la superficie. Solo tengo una fracción de segundo para contemplar la escena antes de rodear a Cherrah con los brazos y derribarla al suelo. Ella cae encima de mí, y la culata de su arma me deja sin aire en los pulmones. Pero la pata del tanque araña pasa silbando muy cerca de su cabeza sin volarle los sesos.

Las extremidades de Houdini están cubiertas de amputadores. El tanque da brincos como un potro corcoveando. Alondra y Jack están encima de él, apretando los dientes y agarrándose con todas sus fuerzas. Casi ninguno de los amputadores se ha desprendido; hay docenas de ellos incrustados en la red de la barriga, y otros trepan obstinadamente por los flancos del caminante blindado.

Jack está encorvado, tratando de desatar a Alondra. El chico ha quedado enredado en su cuerda. Lonnie y sus dos guardias brincan ágilmente alrededor del monstruo corcoveante con sus caminantes altos, pero no encuentran un buen lugar para disparar.

—¡Apartaos todos! —grita Lonnie.

El tanque pasa a toda prisa, y veo fugazmente que Alondra tiene el antebrazo torcido debajo de la cuerda. Jack no puede liberarlo con los brincos y el movimiento. Pero si el tanque araña estuviera quieto, aunque solo fuera por un segundo, los amputadores treparían hasta lo alto. Alondra grita, maldice y llora ligeramente, pero no puede liberarse.

No tiene de qué preocuparse. Todos sabemos que Jack no lo dejará. La palabra «abandonar» no figura en el diccionario de un héroe.

Al observar a los amputadores, me fijo en que están apiñados en las articulaciones de las rodillas del tanque. Me asalta una pregunta. «¿Por qué no explotan?» La respuesta está delante de mis narices. «El calor». Las articulaciones están calientes de tanto saltar. Esos pequeños cabrones no se activan hasta que llegan a algún lugar caliente.

«Están buscando temperatura corporal».

—¡Lonnie!

Agito los brazos para llamarle la atención. El viejo se da la vuelta y acerca su caminante a mí. Ahueca una mano alrededor de su oreja y usa la otra para secarse el sudor de la frente con un pañuelo blanco.

—Van al calor, Lonnie —grito—. Tenemos que encender fuego.

—Si encendemos fuego, no se apagará —contesta él—. Podría matar al ganado.

—O eso o Alondra se muere. Tal vez todos muramos.

Lonnie me mira, con unas profundas arrugas en la cara. Sus ojos son de un azul acuoso y tienen una mirada seria. Entonces apoya la escopeta en el pliegue del codo y mete la mano en el bolsillo pequeño de sus vaqueros. Oigo un tintineo metálico, y un antiguo encendedor Zippo cae en mi mano. Tiene pintado en un lado un símbolo de una erre doble, junto con las palabras: «Rey de los cowboys».

—Deja que el viejo Roy Rogers te eche una mano —dice Lonnie Wayne, y una sonrisa mellada asoma a su rostro.

—¿Cuántos años tiene esto? —pregunto, pero cuando giro la rueda, una llama intensa sale de la parte superior.

Lonnie ya ha movido su caminante y está cercando al resto del pelotón mientras evita el tanque araña descontrolado.

—¡Quemadlo, quemadlo, quemadlo todo! —grita Lonnie Wayne—. ¡Es lo único que nos queda, chicos! No tenemos opción.

Lanzo el encendedor a la hierba, y al cabo de unos segundos empieza a arder un fuego violento. El pelotón se retira al otro lado del claro, y observamos cómo los amputadores se desprenden del tanque araña uno tras otro. Las criaturas saltan sobre el suelo arrasado hacia la cortina de llamas, realizando el mismo movimiento estúpido.

Finalmente, Houdini deja de corcovear. La máquina se calma, con los motores sobrecalentados y chirriando. Veo la mano de mi hermano recortada contra el cielo. Levanta el pulgar para indicar que todo va bien. Hora de marcharnos.

«Gracias, Señor».

De repente, Cherrah me coge la cara con las dos manos. Pega su frente a la mía, haciendo entrechocar nuestros cascos, y sonríe de oreja a oreja. Tiene la cara cubierta de tierra y de sudor, pero es lo más hermoso que he visto en mi vida.

—Bien hecho, Chico Listo —dice, y su aliento me hace cosquillas en los labios.

El corazón me late ahora más deprisa que durante el resto del día.

Entonces Cherrah y su sonrisa resplandeciente desaparecen… y se internan como una flecha en la hierba para regresar a Gray Horse.

Una semana más tarde, el Ejército de Gray Horse respondió a la llamada a las armas de Paul Blanton y reunió una tropa para que se movilizara hacia Alaska. Probablemente, su valiente respuesta obedecía a que ninguno de los soldados era realmente consciente de lo cerca que habían estado de ser totalmente aniquilados en las Grandes Llanuras. La documentación de la posguerra indica que toda la batalla fue registrada en detalle por dos pelotones de robots humanoides que estaban acampando a tres kilómetros de Gray Horse. Misteriosamente, esas máquinas decidieron desafiar las órdenes de Archos y no participaron en la batalla.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217