1. Transhumanos

Es peligroso ser ciega a las personas.

MATHILDA PEREZ

NUEVA GUERRA + 12 MESES

Un año después del comienzo de la Nueva Guerra, el pelotón Chico Listo llegó por fin a Gray Horse, Oklahoma. En todo el mundo, miles de millones de personas habían sido arrancadas de las zonas urbanas, y millones más estaban atrapadas en campos de trabajos forzados. Gran parte de la población rural que nos encontramos luchaba encarnizadamente librando batallas aisladas e íntimas por sobrevivir contra los elementos.

La información disponible es incompleta, pero parecían haberse formado cientos de pequeños focos de resistencia por todo el mundo. Mientras nuestro pelotón se instalaba en Gray Horse, una joven prisionera llamada Mathilda Pérez escapaba del campo de Scarsdale. Huyó a Nueva York acompañada de su hermano pequeño, Nolan. En este relato de sus recuerdos, Mathilda (de doce años) describe su interacción con el grupo de la resistencia neoyorquina dirigido por Marcus y Dawn Johnson.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Al principio no creía que Nolan estuviera herido.

Llegamos a la ciudad y luego doblamos una esquina y algo explotó y Nolan se cayó. Pero volvió a levantarse. Corríamos muy rápido cogidos de la mano. Como le prometí a mamá. Corrimos hasta ponernos a salvo.

No me fijé en lo pálido que estaba Nolan hasta más tarde, cuando íbamos otra vez andando. Luego descubrí que tenía clavadas unas pequeñas astillas metálicas en la zona lumbar. Pero allí estaba, de pie y temblando como una hoja.

—¿Estás bien, Nolan? —pregunto.

—Sí —contesta él—. Me duele la espalda.

Es tan pequeño y tan valiente que me entran ganas de llorar. Pero no puedo llorar. Ya no.

Las máquinas del campo de las Cicatrices me hicieron daño. Me quitaron la vista. Pero, a cambio, me dieron otro tipo de visión. Ahora puedo ver más que nunca. Las vibraciones del suelo se iluminan como ondas en el agua. Percibo las estelas de calor que dejan en el asfalto las ruedas que van y vienen. Pero lo que más me gusta es observar las cintas de luz que cruzan el cielo de un lado a otro, como mensajes impresos en pancartas. Esos rayos son las máquinas hablando entre ellas. A veces, si entorno mucho los ojos, incluso puedo distinguir lo que están diciendo.

La gente me resulta más difícil de ver.

Ya no puedo ver a Nolan, solo el calor de su aliento, los músculos de su cara y su negativa a mirarme a los ojos. Da igual si tengo ojos humanos, o de máquina, o tentáculos; sigo siendo la hermana mayor de Nolan. La primera vez que vi a través de su piel me asusté, así que ahora sé cómo se siente él cuando ve mis nuevos ojos. Pero no me importa.

Mamá tenía razón. Nolan es el único hermano que tengo y el único que tendré.

Después de salir del campo de las Cicatrices, Nolan y yo vimos unos edificios altos y nos dirigimos a ellos, pensando que tal vez encontraríamos gente, pero no había nadie. O si la había, supongo que estaban escondidos. No tardamos en llegar a los edificios. La mayoría estaban destruidos. Había maletas en las calles y perros corriendo en jaurías, y a veces cadáveres retorcidos de personas. Allí había pasado algo malo.

Había pasado algo malo en todas partes.

Cuanto más nos acercábamos a los edificios altos, más las notaba: las máquinas, escondidas en lugares oscuros o corriendo por las calles al acecho de personas. En el cielo brillaban rayos de luz. Las máquinas hablando.

Algunas luces parpadeaban de forma regular cada pocos minutos o segundos. Esas eran las máquinas escondidas, poniéndose en contacto con sus jefes.

—Sigo aquí —dicen—. Esperando.

Odio a las máquinas. Se dedican a poner trampas y a esperar a la gente. No es justo. Un robot aguarda sentado hasta poder hacer daño a alguien. Y pueden esperar una eternidad.

Pero Nolan está herido y necesitamos encontrar ayuda rápido. Nos alejamos de las máquinas que ponen trampas y de las viajeras. Pero mis nuevos ojos no me lo muestran todo. No me dejan ver cosas humanas. Ahora solamente distingo las cosas de las máquinas.

Es peligroso ser ciega a las personas.

El camino parecía despejado. No había máquinas hablando, ni tampoco estelas de calor brillantes. De repente, unas pequeñas ondas empezaron a vibrar más allá de un edificio de ladrillo, a la vuelta de la esquina. En lugar de tener forma de olas lentas como algo que rueda, rebotaban, como si algo grande estuviera caminando.

—Aquí no estamos seguros —digo.

Rodeo los hombros de Nolan con el brazo y lo llevo al interior de un edificio. Nos agachamos junto a una ventana cubierta de polvo. Doy un suave codazo a Nolan para que se siente en el suelo.

—No te levantes —digo—. Algo se acerca.

Él asiente con la cabeza. Ahora tiene la cara muy pálida.

Me arrodillo, pego el rostro a la esquina rota de la ventana y me quedo muy quieta. Las vibraciones aumentan en la calzada destruida, y pulsaciones de interferencias inundan la calle desde algún sitio fuera de mi vista. Dentro de poco podré verlo, lo quiera o no.

Contengo la respiración.

En algún lugar chilla un halcón. Una larga pata negra aparece a escasos centímetros del otro lado de la ventana. Tiene una punta afilada en el extremo y unas púas con forma de escamas talladas por debajo, como una gran pata de un bicho. La mayor parte de la criatura está fría, pero las articulaciones están calientes en las zonas que ha estado moviendo. A medida que aparece, veo que en realidad es una pata mucho más larga doblada sobre sí misma: enrollada y lista para atacar. De algún modo, flota sobre el suelo, apuntando hacia fuera.

Entonces veo un par de manos humanas calientes. Las manos sujetan la pata como un rifle. Es una mujer negra vestida con harapos grises y unas gafas protectoras oscuras sobre los ojos. Sujeta la pata enrollada como si fuera un arma, rodeando con una mano una empuñadura casera. Veo un punto brillante derretido en la parte de atrás de la pata y me doy cuenta de que ha sido amputada a una gran máquina andante. La mujer no me ha visto; sigue avanzando.

Nolan tose en voz baja.

La mujer se da la vuelta e, instintivamente, apunta a la ventana con la pata. Aprieta el gatillo, y la articulación enrollada se despliega y sale disparada. La punta de la garra atraviesa el cristal junto a mi cara y lanza pedazos por los aires. Me agacho justo en el momento en que la pata se dobla otra vez y arranca un trozo del marco de la ventana. Me caigo boca arriba, sorprendida por la luz deslumbrante que de repente entra por la ventana. Lanzo un grito agudo antes de que Nolan alcance a taparme la boca con la mano.

Una cara aparece en la ventana. La mujer se sube las gafas a la frente, mete la cabeza y la saca con un rápido movimiento. A continuación, nos mira a Nolan y a mí. Hay mucha luz alrededor de su cabeza y tiene la piel fría, y puedo contar sus dientes relucientes a través de sus mejillas.

Ha visto mis ojos, pero no se inmuta. Se limita a observarnos a Nolan y a mí por un instante, sonriendo.

—Lo siento, niños —dice—. Creía que erais robots. Me llamo Dawn. ¿Por casualidad tenéis hambre?

Dawn es simpática. Nos lleva al escondite subterráneo donde vive la resistencia de la ciudad de Nueva York. De momento, la casa en el túnel está vacía, pero Dawn dice que los demás no tardarán en volver de explorar y buscar y de hacer algo llamado turno de acompañamiento. Me alegro, porque Nolan no tiene muy buen aspecto. Está tumbado en un saco de dormir en el rincón más seguro de la habitación. No sé si podrá volver a andar.

En este sitio se está caliente y a salvo, pero Dawn dice que no hagamos ruido y que tengamos cuidado porque los robots más nuevos saben excavar muy bien. Dice que las pequeñas máquinas se introducen pacientemente por las grietas y se dirigen a donde hay vibraciones. Mientras tanto, las máquinas grandes buscan a la gente en los túneles.

Eso me pone nerviosa, y busco vibraciones en las paredes que nos rodean. No veo ninguno de los temblores habituales recorriendo los azulejos manchados de hollín. Dawn me mira de forma extraña cuando le digo que no hay nada en las paredes, pero no dice nada de mis ojos, todavía.

En cambio, me deja jugar con la pata del bicho. Se llama pinchador. Tal como pensaba, pertenece a una gran máquina andante. Esa máquina se llama mantis, pero Dawn dice que ella la llama Rob Repelús. Es un nombre ridículo, y me hace reír por un momento hasta que me acuerdo de que Nolan está herido de gravedad.

Entorno los ojos y miro dentro del pinchador. No tiene cables en su interior. Cada articulación se comunica con las otras a través del aire. Radio. La pierna tampoco tiene que pensar adónde va. Cada pieza está diseñada para trabajar conjuntamente. La pierna solo tiene un desplazamiento, pero es un buen movimiento que combina la estocada y el ataque con garra. Es una suerte para Dawn, porque una simple vibración eléctrica puede hacer que la pierna se extienda o se flexione. Ella dice que es muy útil.

Entonces el pinchador se sacude en mis manos y lo dejo caer al suelo. Se queda allí tirado un instante. Cuando me concentro en las articulaciones, la máquina se estira poco a poco, como si fuera un gato.

Noto una mano en mi hombro. Dawn está a mi lado, con su cara irradiando calor. Está entusiasmada.

—Es increíble. Déjame enseñarte una cosa —dice.

Dawn me lleva hasta una sábana que cuelga de la pared. La aparta, y veo un vacío oscuro lleno de una pesadilla agazapada. Docenas de patas de araña acechan en la oscuridad a pocos centímetros de distancia. He visto esa máquina antes. Fue mi última visión natural.

Grito y me caigo hacia atrás, intentando escapar a tientas.

Dawn me agarra por la parte de atrás de la camisa mientras trato de luchar contra ella, pero es demasiado fuerte. Ella vuelve a colocar la sábana y me levanta, dejando que le pegue y le arañe la cara.

—Mathilda —dice—. Tranquila. No está conectada. Escúchame, por favor.

Nunca supe lo mucho que necesitaba llorar hasta que perdí los ojos.

—¿Es la máquina que te hizo daño? —pregunta.

No puedo hacer otra cosa que asentir con la cabeza.

—Está desconectada, cielo. No puede hacerte daño. ¿Lo entiendes?

—Sí —digo, tranquilizándome—. Lo siento.

—No pasa nada, cariño. Lo entiendo. No pasa nada.

Dawn me acaricia el pelo unos segundos. Si pudiera cerrar los ojos, lo haría. En lugar de ello, observo cómo la sangre palpita suavemente a través de su cara. Luego Dawn me hace sentar en un ladrillo de hormigón. Los músculos de su cara se tensan.

—Mathilda —dice—, esa máquina se llama autodoctor. La trajimos aquí de la superficie. Hubo gente que resultó herida… hubo gente que murió para traer aquí esa máquina. Pero no podemos usarla. No sabemos cómo. Tú tienes algo especial, Mathilda. Lo sabes, ¿verdad?

—Mis ojos —respondo.

—Eso es, cielo. Tus ojos son especiales. Pero creo que hay algo más. La máquina de tu cara también está en tu cerebro. Has logrado que el pinchador se moviera pensando en ello, ¿no es cierto?

—Sí.

—¿Puedes intentar hacer lo mismo con el autodoctor? —pregunta, retirando de nuevo la cortina.

Entonces veo que esa masa de patas está fijada a un cuerpo ovalado blanco. Hay huecos oscuros donde las patas se unen a la parte principal. Parece uno de los gusanos que Nolan y yo solíamos desenterrar en el jardín.

Me estremezco pero no aparto la vista.

—¿Por qué? —pregunto.

—Para salvar la vida de tu hermano pequeño antes de nada, cielo.

Dawn arrastra el autodoctor al centro de la sala. Durante los siguientes treinta minutos, me quedo sentada con las piernas cruzadas junto a él y me concentro como hice con el pinchador. Al principio, las extremidades del autodoctor solo se agitan un poco. Pero luego empiezo a moverlas de verdad.

No me lleva mucho tiempo controlar todas las patas. Cada una tiene un instrumento distinto sujeto a cada extremo, pero solo reconozco unos cuantos: escalpelos, lásers, focos. Al cabo de un rato, la máquina empieza a parecerme menos extraña. Entiendo lo que se siente al tener una docena de brazos, cómo puedes ser consciente de dónde están tus extremidades y concentrarte en las dos que estás usando al mismo tiempo. A medida que flexiono las patas de araña una y otra vez, empieza a resultarme natural.

Entonces el autodoctor se dirige a mí: «Modo de interfaz de diagnóstico iniciado. Indicar función elegida».

Me sobresalto y me desconcentro. Las palabras estaban en mi mente, como si se desplazaran a través del interior de mi cráneo. ¿Cómo ha podido meterme esas palabras el autodoctor en la mente?

Es entonces cuando percibo al grupo de gente. Unos diez supervivientes han entrado en el túnel. Están unos al lado de otros en un semicírculo, mirándome. Un hombre está detrás de Dawn rodeándola con los brazos, y ella le coge los brazos con las manos. No he visto a muchas personas desde que cambié de ojos.

Una oleada de vibraciones de color naranja rojizo emana hacia mí. Las franjas de luz salen de sus corazones latientes. Es precioso pero también frustrante, porque no puedo explicarle a nadie lo bonito que es.

—Mathilda —dice Dawn—, este es mi marido, Marcus.

—Mucho gusto, Marcus —digo.

Marcus se limita a hacerme un gesto con la cabeza. Creo que se ha quedado sin habla.

—Y estos son los otros de los que ya te he hablado —dice Dawn.

Todas las personas murmuran «Hola» y «Mucho gusto». Entonces, un joven da un paso adelante. Es bastante guapo, con la barbilla bien definida y los pómulos altos. Tiene un brazo envuelto en una toalla.

—Yo soy Tom —dice, agachándose junto a mí.

Aparto la vista, avergonzada de mi cara.

—No tengas miedo —dice Tom.

Desenrolla la toalla de su brazo. En lugar de una mano, Tom tiene un bulto de metal frío con forma de tijeras. Asombrada, lo miro a la cara, y él me sonríe. Empiezo a sonreírle antes de sentir vergüenza y apartar la vista.

Toco el metal frío de la mano de Tom. Al mirarla, me asombro de la forma en que están unidas la carne y la máquina. Es lo más complejo que he visto en mi vida.

Al fijarme mejor en las demás personas, veo alguna que otra pieza de metal y de plástico. No todos están hechos de carne. Algunos son como yo. Como Tom y yo.

—¿Por qué sois así? —pregunto.

—Las máquinas nos alteraron —contesta Tom—. Somos distintos, pero al mismo tiempo iguales. Nos llamamos transhumanos.

Transhumanos.

—¿Puedo tocarte? —pregunta en tono intrigado Tom, señalando mis ojos.

Asiento con la cabeza, y él se inclina y me toca la cara. Me mira fijamente a los ojos y roza suavemente con los dedos la zona de mi rostro donde la piel se convierte en metal.

—Nunca había visto esto —dice—. Está incompleto. El robot no llegó a acabarlo. ¿Qué pasó, Mathilda?

—Mi madre —respondo.

Es lo único que me sale.

—Tu madre detuvo la operación —dice él—. Bien hecho.

Tom se levanta.

—Dawn —dice—, es increíble. El implante no tiene regulador. El robot no tuvo ocasión de bloquearlo. No sé qué decir. No hay manera de saber de lo que es capaz.

Una oleada de latidos cada vez más fuertes brotan hacia mí.

—¿Por qué estáis todos emocionados? —pregunto.

—Porque creemos que tal vez puedas hablar con las máquinas —dice Dawn.

Entonces Nolan deja escapar un gemido. Han pasado dos horas desde que llegamos allí, y tiene un aspecto terrible. Le oigo respirar con pequeños jadeos.

—Tengo que ayudar a mi hermano —digo.

Cinco minutos más tarde, Marcus y Tom han colocado a Nolan al lado del autodoctor. La máquina tiene las patas levantadas, suspendidas como unas agujas sobre el cuerpo durmiente de mi hermano.

—Haz una radiografía, Mathilda —dice Dawn.

Coloco la mano sobre el autodoctor y hablo con él mentalmente:

¿Hola? ¿Estás ahí? Indicar función elegida. ¿Radiografía?

Las patas de araña empiezan a moverse. Algunas se apartan, mientras que otras se deslizan sobre el cuerpo de Nolan. Hacen un extraño ruido seco al retorcerse.

Las palabras entran en mi mente acompañadas de una imagen.

Colocar al paciente en posición supina. Retirar la ropa de la zona lumbar.

Doy la vuelta con cuidado a Nolan y lo coloco boca abajo. Le levanto la camisa hasta dejarle la espalda descubierta. Tiene manchas de sangre oscuras y resecas en las vértebras de la columna.

Cúralo, digo mentalmente, dirigiéndome al autodoctor.

Error —responde él—. Función quirúrgica no disponible. Falta base de datos. Enlace ascendente no presente. Se requiere conexión a antena.

—Dawn —digo—, no sabe cómo hacer la operación. Quiere una antena para poder recibir las instrucciones.

Marcus se vuelve hacia Dawn, preocupado.

—Está intentando engañarnos. Si le damos la antena, pedirá ayuda. Nos localizarán.

Dawn asiente con la cabeza.

—Mathilda, no podemos arriesgarnos a…

Pero se para en seco al verme.

En algún lugar de mi cabeza, sé que los brazos del autodoctor están levantándose silenciosamente en el aire detrás de mí, con los instrumentos reluciendo. Las incontables agujas y escalpelos quedan suspendidos sobre las patas que se bambolean, amenazantes. Nolan necesita ayuda, y si ellos no me la dan, estoy dispuesta a buscarla yo misma.

Miro al grupo de personas con el ceño fruncido y aprieto la mandíbula.

—Nolan me necesita.

Marcus y Dawn se miran de nuevo.

—¿Mathilda? —dice Dawn—. ¿Cómo sabes que no es una trampa, cielo? Sé que quieres ayudar a Nolan, pero tampoco quieres hacernos daño.

Pienso en ello.

—El autodoctor es más listo que el pinchador —digo—. Sabe hablar. Pero no es lo suficientemente listo. Solo está pidiendo lo que necesita. Como un mensaje de error.

—Pero ahí fuera está el robot que piensa… —interviene Marcus.

Dawn toca el hombro de Marcus.

—Está bien, Mathilda —dice Dawn.

Marcus deja de discutir. Mira a su alrededor, ve algo y atraviesa la habitación. Alarga el brazo, coge un cable que cuelga del techo y lo balancea de un lado a otro para desenrollarlo de un trozo de metal. A continuación me lo entrega, mirando las patas bamboleantes del autodoctor.

—Este cable va al edificio que está encima de nosotros. Es largo, metálico y llega muy alto. La antena perfecta. Ten cuidado, por favor.

Apenas le oigo. En cuanto la antena toca mi mano, una ola gigantesca de información inunda mi cabeza. Mis ojos. Un flujo de números, letras e imágenes satura mi visión. Al principio, nada tiene sentido. Remolinos de color vuelan a través del aire ante mí.

Entonces lo noto. Una especie de… mente. Algo extraño que se abre paso entre los datos, buscándome. Gritando mi nombre: «¿Mathilda?».

El autodoctor empieza a hablar en un murmullo constante.

Exploración iniciada. Uno, dos, tres, cuatro. Solicitación de recuperación del enlace ascendente del satélite. Acceso a la base de datos. Descarga iniciada. Orto, gastro, uro, gino, neuro…

Va demasiado rápido. Demasiado. Ya no entiendo lo que dice el autodoctor. Siento que me mareo a medida que la información penetra dentro de mí. El monstruo vuelve a llamarme, y ahora está más cerca. Me acuerdo de los ojos fríos del muñeco que vi aquella noche en mi habitación y de cómo aquella cosa sin vida susurraba mi nombre en la oscuridad.

Los colores dan vueltas a mi alrededor como un tornado.

«Basta», pienso. Pero no sucede nada. No puedo respirar. Los colores son demasiado intensos y me están ahogando para que no pueda pensar. «¡Basta!», grito mentalmente. Y mi nombre suena otra vez, esta vez más alto, y no sé dónde están mis brazos ni cuántos tengo. «¿Qué soy?», grito dentro de mi cabeza con todas mis fuerzas.

«¡BASTA!»

Suelto la antena como si fuera una serpiente. Los colores pierden intensidad. Las imágenes y los símbolos caen al suelo y son barridos como hojas de otoño hacia los rincones de la habitación. Los vivos colores se aclaran en las deslucidas baldosas blancas.

Respiro una vez. Luego dos. Las patas del autodoctor empiezan a moverse.

Se oyen tenues sonidos de motor cuando el autodoctor empieza a trabajar en Nolan. Un foco se enciende e ilumina su espalda. Un cepillo giratorio desciende y le limpia la piel. Una jeringuilla se introduce en su cuerpo y sale tan rápido que casi no se la ve. Los movimientos son veloces, precisos y están llenos de pequeñas pausas, como cuando las gallinas del zoo infantil giraban la cabeza y picoteaban el grano.

En el repentino silencio, oigo algo bajo la estática de los ruidos de motor. Es una voz.

… siento lo que he hecho. Me llaman Lurker. Estoy eliminando el bloqueo de la torre de comunicaciones de British Telecom. Debería abrir el acceso a los satélites, pero no sé por cuánto tiempo. Si puedes oír este mensaje, las líneas de comunicación siguen abiertas. Los satélites están disponibles. Utilízalos mientras puedas. Las puñeteras máquinas… Oh, no. Por favor. No puedo aguantar más. Lo siento… Hasta luego, Lucas.

Al cabo de unos diez segundos, el mensaje interrumpido se repite. Apenas puedo oírlo. El hombre parece muy asustado y joven, pero también orgulloso. Espero que se encuentre bien, dondequiera que esté.

Al final me levanto. Detrás de mí, percibo al autodoctor operando a Nolan. El grupo de personas sigue en pie, observándome. Apenas he sido consciente de que estaban allí. Hablar con las máquinas requiere mucha concentración. Ya casi no puedo ver a las personas. Me quedo absorta en las máquinas con mucha facilidad.

—¿Dawn? —digo.

—¿Sí, cielo?

—Ahí fuera hay un hombre hablando. Se llama Lurker. Dice que ha acabado con el bloqueo de las comunicaciones. Asegura que los satélites están disponibles.

Las personas se miran asombradas. Dos de ellas se abrazan. Tom y Marcus se chocan las manos. Emiten pequeños sonidos de felicidad. Dawn posa las manos en mis hombros sonriendo.

—Eso es bueno, Mathilda. Significa que podemos hablar con otras personas. Los robots no destruyeron los satélites de comunicaciones; simplemente nos bloquearon el acceso.

—Ah —digo.

—Esto es muy importante, Mathilda —continúa Dawn—. ¿Qué más puedes oír ahí fuera? ¿Cuál es el mensaje más importante?

Me coloco las manos en los lados de la cara y me concentro. Escucho muy atentamente. Y cuando logro prestar atención más allá de la voz repetida del hombre, descubro que puedo penetrar en la red a través del oído.

Hay muchos mensajes flotando de acá para allá. Algunos son tristes. Otros furiosos. La mayoría son confusos o incompletos o inconexos, pero uno de ellos destaca en mi mente. Es un mensaje especial que contiene tres palabras familiares: «Ley de defensa de robots».

Mathilda no había hecho más que arañar la superficie de sus capacidades. Durante los meses siguientes, perfeccionaría su don especial en la relativa seguridad del subsuelo de Nueva York, protegida por Marcus y Dawn.

El mensaje que logró captar ese día, gracias al sacrificio postrero de Lurker y Arrtrad en Londres, contribuyó decisivamente a la formación de un ejército norteamericano. Mathilda Pérez había descubierto una llamada a las armas hecha por Paul Blanton, así como la ubicación del mayor enemigo de la humanidad.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217