6. Band-e-Amir

Eso no es un arma, ¿verdad?

Especialista PAUL BLANTON

NUEVA GUERRA + 10 MESES

Durante el larguísimo período posterior a la Hora Cero en Afganistán, el especialista Paul Blanton no solo sobrevivió, sino que progresó. Como se relata en la siguiente evocación, Paul descubrió un artefacto tan importante que alteró el curso de la Nueva Guerra… y lo hizo mientras huía para salvar el pellejo en un entorno increíblemente hostil.

Resulta difícil determinar si el joven soldado tuvo suerte, fue astuto o ambas cosas. Personalmente, creo que cualquiera que esté directamente relacionado con Lonnie Wayne Blanton tiene la mitad de camino ganado para ser un héroe.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Jabar y yo estamos tumbados en una cima con los prismáticos en la mano.

Son aproximadamente las diez de la mañana. La estación seca en Afganistán. Hace media hora captamos otra comunicación de un avtomat. Solo era una transmisión aérea, probablemente enviada a un observador móvil del suelo, pero también podría haber sido destinada a un tanque. O a algo todavía peor. Jabar y yo hemos decidido atrincherarnos aquí y esperar a que esa cosa aparezca, sea lo que sea.

Sí, prácticamente una misión suicida.

Después de que cayera toda la mierda, los nativos nunca acabaron de fiarse de mí. A Jabar y a mí nos prohibieron acercarnos a los principales campamentos. La mayoría de los civiles de Afganistán huyeron a unas cuevas artificiales de la provincia de Bamiyán. Un sitio antiquísimo. Una gente muy desesperada las excavó en las paredes de unas montañas realmente escarpadas, y desde hace aproximadamente mil años han sido el refugio al que acuden en cada guerra civil, cada hambruna, cada plaga y cada invasión.

La tecnología cambia, pero la gente sigue siendo la misma.

Los viejos gruñones con barbas de Santa Claus y cejas encaramadas en la frente se sentaron en un círculo y se pusieron a beber té y a gritarse unos a otros. Se preguntaban por qué los avtomat aéreos estaban aquí, de entre todos los sitios posibles. Para averiguarlo, nos mandaron a rastrear las comunicaciones. Fue un castigo para Jabar, pero nunca se olvidó de que le salvé la vida en la Hora Cero. Un buen chico. Le quedaba muy mal la barba. Pero era un buen chico.

El sitio al que nos mandaron, Band-e-Amir, es tan bonito que duele a la vista. Lagos azul celeste entre austeras montañas marrones. Todo rodeado de precipicios de piedra caliza de un vivo color rojo. Estamos a tanta altura y el aire está tan enrarecido que te acaba afectando. Juro que aquí arriba la luz hace algo raro que no hace en otras partes. Las sombras son muy nítidas. Los detalles son muy marcados. Como un planeta alienígena.

Jabar lo ve primero y me da un codazo.

Un avtomat bípedo avanza por un camino de tierra a más de un kilómetro y medio de distancia, cruzando la maleza. Me doy cuenta de que antes era un SYP. Probablemente un modelo Hoplite, a juzgar por su altura y su paso ligero. Pero no hay manera de saberlo. Últimamente, las máquinas han estado cambiando. Por ejemplo, ese bípedo no lleva ropa como un SYP. Está hecho de una especie de material fibroso de color tierra. Camina a una velocidad constante de ocho kilómetros por hora, su sombra extendiéndose en la tierra por detrás, de forma tan mecánica como un tanque avanzando a través de las arenas del desierto.

—¿Es un soldado? —pregunta Jabar.

—Ya no sé lo que es —contesto.

Jabar y yo decidimos seguirlo.

Esperamos hasta que está casi fuera de nuestro alcance. Cuando dirigía un grupo de SYP, vigilábamos con dispositivos aéreos un radio de mil kilómetros cuadrados alrededor de nuestra unidad. Me alegro de conocer el procedimiento para poder permanecer fuera de su alcance. Lo bueno de los avtomat es que no dan un paso de más si no tienen que hacerlo. Acostumbran a viajar en línea recta o siguiendo caminos sencillos. Eso hace que sean predecibles y más fáciles de seguir.

Manteniéndonos en lo alto, avanzamos a lo largo de la cima en la misma dirección que el avtomat. Al poco rato, el sol sale y empieza a brillar con fuerza, pero nuestras túnicas de algodón sucias evacuan el sudor. En realidad, es agradable andar en compañía de Jabar. Un sitio tan grande como este hace que te sientas pequeño. Y aquí a uno le afecta la soledad muy rápido.

Jabar y yo atravesamos el paisaje desolado equipados solo con nuestras mochilas, nuestras túnicas y unas antenas que parecen flagelos de dos metros de largo hechas de grueso plástico negro que se bambolean a cada paso que damos. Deben de haber salido de alguna máquina durante los últimos cincuenta años de guerra. Utilizando nuestras antenas, podemos captar las comunicaciones por radio de los avtomat y averiguar su direccionalidad. De esa forma, seguimos sus movimientos y advertimos a nuestra gente. Es una lástima que no podamos escucharlos, pero es imposible descifrar el sistema de codificación de los avtomat. Sin embargo, merece la pena estar al tanto de dónde están los malos.

Nuestras túnicas se confunden con las rocas. Aun así, normalmente permanecemos como mínimo a ochocientos metros el uno del otro. El hecho de estar tan separados ayuda a determinar la dirección de las comunicaciones por radio de los avtomat. Además, si uno de nosotros es alcanzado por un proyectil, el otro tiene tiempo para escapar o esconderse.

Después de seguir al bípedo durante cinco o seis horas, nos separamos y tomamos una última lectura. Es un proceso lento. Me siento sobre mi montón de ropa, sostengo la antena en el aire y me pongo los auriculares por si oigo el crepitar de las comunicaciones. Mi máquina registra el momento de llegada automáticamente. Jabar está haciendo lo mismo a ochocientos metros de distancia. Dentro de poco, compararemos las cifras para obtener una dirección aproximada.

Sentado aquí al sol, uno tiene mucho tiempo para pensar en lo que puede haber pasado. Exploré mi antigua base una vez. Escombros azotados por el viento. Pedazos oxidados de máquinas abandonadas. No hay nada a lo que regresar.

Después de media hora sentado con las piernas cruzadas mirando cómo el sol desciende sobre las centelleantes montañas, capto una comunicación. La antena parpadea: está conectada. Hago señales a Jabar con mi espejo de mano agrietado, y él me responde. Regresamos el uno al encuentro del otro.

Parece que el avtomat bípedo ha pasado al otro lado de la siguiente cima y se ha parado. No duermen, de modo que quién sabe lo que estará haciendo allí. No debe de habernos detectado, porque no llueven balas. Cuando oscurece, la tierra irradia el calor de todo el día hacia el cielo. El calor es nuestro único camuflaje; sin él, no tenemos más remedio que quedarnos quietos. Sacamos los sacos de dormir y acampamos para pasar la noche.

Jabar y yo nos tumbamos uno al lado del otro en la oscuridad cada vez más fría. El cielo negro se está abriendo en lo alto, y juro por Dios que aquí hay más estrellas que noche.

—Paul —susurra Jabar—. Estoy preocupado. Este no se parece a los otros.

—Es una unidad SYP modificada. Antes eran muy comunes. Trabajé con montones de ellos.

—Sí, lo recuerdo. Eran los pacifistas a quienes les crecieron colmillos. Pero este no estaba hecho de metal. Y no tenía ningún arma.

—¿Y eso te preocupa? ¿Que estuviera desarmado?

—Es distinto. Cualquier cosa distinta es mala.

Me quedo mirando al cielo, escucho el viento en las rocas y pienso en los miles de millones de partículas de aire que chocan unas contra otras sobre mi cabeza. Tantas posibilidades… Todo el horrible potencial del universo.

—Los avtomat están cambiando, Jabar —digo por fin—. Si lo distinto es malo, creo que nos esperan muchas cosas malas.

No teníamos ni idea de cuánto estaban cambiando las cosas.

A la mañana siguiente, Jabar y yo recogimos nuestras pertenencias y avanzamos sigilosamente por encima de las rocas quebradas hacia la siguiente cima. Al otro lado, otro lago azul celeste que dañaba a la vista lamía una orilla de piedra caliza.

Band-e-Amir era un parque nacional, pero esto sigue siendo Afganistán. Eso significa que una placa de bronce no impidió que la gente de la zona pescara con dinamita. No es el método más ecológico, pero yo también he usado el palangre una o dos veces en Oklahoma. Incluso con la dinamita, los botes de gasolina con fugas y las líneas de drenaje, Band-e-Amir ha superado la prueba del tiempo.

Ha sobrevivido a la gente de la zona.

—Los avtomat deben de haber venido por aquí —digo, mirando la pendiente rocosa.

Las irregulares rocas de pizarra varían de tamaño, de las dimensiones de un balón de baloncesto a las de una mesa. Algunas son estables. La mayoría, no.

—¿Puedes conseguirlo? —pregunto a Jabar.

Él asiente con la cabeza y da una palmada en su polvorienta bota de combate. Fabricada en Estados Unidos. Probablemente, saqueada por su tribu a miembros de mi base. Así es la vida.

—Estupendo, Jabar. ¿De dónde las has sacado?

El chico se limita a sonreírme; el adolescente más demacrado del mundo.

—Está bien, vamos —digo, pasando con cuidado por encima del borde de la cresta.

Las rocas son tan inestables y escarpadas que tenemos que bajar de cara a la ladera, pegando nuestras palmas sudorosas contra las rocas y probando cada paso antes de darlo.

Es muy positivo que vayamos hacia atrás.

Al cabo de treinta minutos, solo estamos a mitad de trayecto. Me estoy abriendo camino con cuidado entre los escombros —dando patadas a las rocas para ver si se mueven— cuando oigo caer unas rocas más arriba. Jabar y yo nos quedamos paralizados, estirando el cuello y escudriñando la cara de roca gris en busca de movimiento.

Nada.

—Algo se acerca —susurra Jabar.

—Vámonos —digo, avanzando con más urgencia.

Manteniendo las cabezas en alto y los ojos abiertos, descendemos sobre las tambaleantes rocas. Cada pocos minutos, oímos el «clac, clac» de las rocas que caen por encima de nosotros. Cada vez que ocurre, nos detenemos y buscamos algún movimiento, pero no encontramos nada.

Algo invisible está bajando la ladera, acechándonos. Está tomándose su tiempo, moviéndose sin hacer ruido y manteniéndose oculto. La parte más ancestral de mi cerebro percibe el peligro e inunda mi cuerpo de adrenalina. Se acerca un depredador. Huye a toda hostia, dice.

Pero si me muevo más rápido, me caeré y moriré en una avalancha de pizarra fría.

Las piernas me tiemblan mientras avanzo muy lentamente sobre las rocas. Al mirar abajo, veo que como mínimo nos queda otra media hora para llegar al pie. Mierda, es demasiado tiempo. Me resbalo y me hago un corte en la rodilla con una roca. Hago un esfuerzo por contener un improperio antes de que se me escape.

Entonces oigo un tenue gemido animal.

Es Jabar. El chico se agacha en las rocas tres metros más arriba y se queda totalmente inmóvil. Tiene la mirada fija en algo situado encima de nosotros. Creo que ni siquiera sabe lo que está emitiendo ese sonido.

Sigo sin ver nada.

—¿Qué pasa, Jabar? ¿Qué hay ahí, tío?

Koh peshak —susurra él

—¿Montaña qué? ¿Qué hay en la montaña, Jabar?

—Mmm… ¿cómo se dice? Un gato de las nieves.

—¿Nieves? ¿Qué? ¿Te refieres a un puto leopardo de las nieves? ¿Viven aquí?

—Creíamos que habían desaparecido.

—¿Extinguidos?

—Ya no.

Haciendo un esfuerzo, observo de nuevo con detenimiento las rocas situadas encima de nosotros. Al fin, veo el movimiento de una cola y el depredador sale de su escondite. Un par de imperturbables ojos plateados me están mirando. El leopardo sabe que lo hemos visto. Salta hacia delante sobre las rocas inestables; sus fuertes músculos tiemblan con cada impacto. Se avecina una muerte silenciosa y resuelta.

Me pongo a buscar mi rifle.

Jabar se da la vuelta y se desliza hacia mí de culo, gimoteando de pánico. Pero es demasiado tarde. De repente, el leopardo de las nieves se sitúa a escasos centímetros de distancia y cae sobre las patas delanteras con su cola grande y poblada estirada a modo de contrapeso. Su morro ancho y plano se repliega en la mueca fruncida de un gruñido, y sus caninos blancos brillan. El felino atrapa a Jabar por detrás y tira de su cuerpo.

Por fin levanto el rifle. Disparo alto para no darle a Jabar. El felino lo zarandea de un lado a otro y emite un gruñido desde lo más profundo de su garganta como la marcha al ralentí de un motor diésel. Cuando la bala le acierta en el costado, el felino chilla y suelta a Jabar. El animal se enrosca, envolviéndose las patas delanteras con la cola en actitud protectora. Gruñe y grita, buscando la causa de tanto dolor.

El cuerpo de Jabar cae sobre las rocas, sin fuerzas.

El leopardo resulta terrible y hermoso de un modo sobrenatural, y desde luego su sitio está en este lugar. Pero es cuestión de vida o muerte. Se me parte el corazón al descargar el rifle sobre la espléndida criatura. Las manchas rojas se esparcen a través del pelaje moteado. El gran felino cae hacia atrás sobre las rocas, meneando la cola. Sus ojos plateados se cierran con fuerza, y la mueca del gruñido se queda congelada para siempre en su cara.

Me quedo aturdido mientras el último eco de los disparos se aleja a toda velocidad a través de las montañas. A continuación, Jabar me agarra la pierna y se sienta. Se quita la mochila gimiendo. Hinco una rodilla y le poso la mano en el hombro. Le retiro la túnica del cuello y veo dos largas franjas de sangre. Tiene unos cortes poco profundos en la espalda y el hombro, pero por lo demás está ileso.

—Se ha comido tu mochila, cabronazo con suerte —le digo.

Él no sabe si reír o llorar, y yo tampoco.

Me alegro de que el chico esté vivo. Su gente me ejecutaría en el acto si fuera tan tonto de volver sin él. Además, al parecer tiene un don para ver a los leopardos de las nieves justo antes de que se abalancen sobre uno. Algún día eso podría serme útil.

—Larguémonos de esta puta roca —digo.

Pero Jabar no se levanta. Se queda quieto, encorvado, mirando el cadáver sangrante del leopardo de las nieves. Desliza una de sus manos manchadas de tierra y toca brevemente la garra del felino.

—¿Qué es esto? —pregunta.

—He tenido que matarlo, tío. No tenía alternativa —respondo.

—No —dice Jabar—. Esto.

Se inclina hacia el felino y aparta su gran cabeza ensangrentada. Entonces veo algo que no me puedo explicar. Juro que no sé qué pensar.

Allí, justo debajo de la mandíbula del felino, hay una especie de collar fabricado por avtomat. Alrededor del pescuezo del animal hay una tira de plástico duro gris claro. En un punto determinado, la tira se ensancha en una esfera del tamaño de una canica. En el dorso de la parte circular, parpadea una lucecita roja.

Tiene que ser una especie de collar por radio.

—Jabar, ve cincuenta metros a un lado y planta tu palo. Yo iré en la otra dirección. Vamos a averiguar adónde van estos datos.

A media tarde, Jabar y yo hemos dejado el felino muy atrás, enterrado bajo unas rocas. He vendado las heridas de la espalda de Jabar. Él no ha hecho ningún ruido, probablemente avergonzado por sus chillidos de antes. No sabe que yo estaba demasiado asustado para gritar. Y tampoco se lo digo.

La trayectoria del collar por radio conduce a través del lago más próximo hacia una pequeña ensenada. Avanzamos rápido a lo largo de la orilla, asegurándonos de no pisar fuera de la tierra compacta que hay junto a las paredes cada vez más escarpadas de las montañas.

Jabar las ve primero: huellas.

La unidad SYP modificada está cerca. Sus pisadas giran en el siguiente recodo, directamente hacia donde nos llevan las transmisiones por radio. Jabar y yo nos miramos a los ojos: hemos llegado a nuestro destino.

Muafaq b’ashid, Paul —dice.

—Buena suerte a ti también, colega.

Giramos en el recodo y nos encontramos cara a cara con la siguiente fase en la evolución de los avtomat.

Está medio sumergido en el lago: el avtomat más grande imaginable. Es como un edificio o un gigantesco árbol nudoso. La máquina tiene docenas de vainas metálicas como pétalos a modo de piernas. Cada placa es del tamaño del ala de un B-52 Stratofortress y está cubierto de musgo, percebes, enredaderas y flores. Me fijo en que se agitan despacio, con un movimiento apenas visible. Mariposas, libélulas e insectos autóctonos de toda clase revolotean sobre sus placas herbosas. Más arriba, el tronco principal está compuesto por docenas de cuerdas tensas que se extienden hasta el cielo y se enredan unas alrededor de otras casi al azar.

La parte superior del avtomat se eleva en el cielo. Un diseño casi fractal de estructuras como cortezas gira y se enrosca en una masa orgánica de algo que parecen ramas. Miles de pájaros anidan en la seguridad de esas extremidades. El viento susurra entre las enmarañadas ramas, empujándolas de acá para allá.

Y en la parte de abajo, moviéndose con cuidado, hay varias docenas de avtomat bípedos. Están inspeccionando las otras formas de vida, inclinándose y observando, pinchando y tirando. Como jardineros. Cada uno se ocupa de un área distinta. Están manchados de barro, húmedos y algunos incluso cubiertos de musgo. Eso no parece molestarles.

—Eso no es un arma, ¿verdad? —pregunto a Jabar.

—Todo lo contrario. Es vida —dice él.

Me fijo en que las ramas más altas están llenas de lo que deben de ser antenas, que se bambolean en el viento como bambúes. La única superficie metálica reconocible está instalada allí: una bóveda abierta con forma de túnel del viento. Apunta al nordeste.

—Comunicación por haz concentrado —digo, señalando—. Probablemente basada en microondas.

—¿Qué puede ser? —pregunta Jabar.

Lo observo más detenidamente. Cada hueco y hendidura del colosal monstruo rebosa vida. En el agua se agitan peces que están desovando. Una nube de insectos voladores oscurece los pétalos inferiores, mientras que por los pliegues del tronco central se arrastran roedores. La estructura tiene madrigueras por todas partes, está cubierta de excrementos animales y recibe la danzarina luz del sol: viva.

—Una especie de estación de investigación. Tal vez los avtomat están estudiando a los seres vivos: animales, insectos y pájaros.

—Esto no es bueno —murmura Jabar.

—No. Pero si están recabando información, deben de estar enviándola a alguna parte, ¿no?

Jabar levanta su antena, sonriendo.

Me protejo la vista del sol con una mano y miro la elevada y reluciente columna con los ojos entornados. Eso son muchos datos. Dondequiera que estén yendo a parar, apuesto a que hay un puto avtomat inteligente al otro lado.

—Jabar, ve cincuenta metros al este y planta el palo. Yo haré lo mismo. Vamos a averiguar dónde vive nuestro enemigo.

Paul estaba en lo cierto. Lo que él y Jabar habían encontrado no era un arma, sino una plataforma de investigación biológica. La ingente cantidad de datos que acumulaba estaba siendo transmitida por haz concentrado a un lugar apartado de Alaska.

En ese momento, poco menos de un año después de la Hora Cero, la humanidad había dado con el paradero del Gran Rob. Los informes de la posguerra indican que, si bien Paul y Jabar no fueron los primeros en descubrir el paradero de Archos, fueron los primeros en compartir esa información con la humanidad gracias a la ayuda de una insólita fuente situada en la otra parte del mundo.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217