5. Garra metálica

¿Dónde está tu hermana, Nolan? ¿Dónde está Mathilda?

LAURA PEREZ

NUEVA GUERRA + 10 MESES

Mientras nuestro pelotón proseguía su viaje hacia el oeste hasta Gray Horse, conocimos a un soldado herido llamado Leonardo. Cuidamos de Leo hasta que se repuso, y nos habló de los campos de trabajos forzados construidos apresuradamente en las afueras de las ciudades más grandes. Al verse ampliamente superados en número, los robots recurrieron a la amenaza de muerte para convencer a un gran número de personas de que entraran en los campos y permanecieran allí.

Sometida a una presión extrema, Laura Pérez, ex congresista, relató esta historia de su experiencia en uno de esos campos de trabajo. De los millones de personas encarceladas, unos pocos afortunados conseguirían escapar. Otros se vieron obligados a quedarse.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Me encuentro sola en un campo húmedo y lleno de barro.

No sé dónde estoy. No me acuerdo de cómo he llegado aquí. Tengo los brazos extremadamente delgados y cubiertos de cicatrices. Voy vestida con un mugriento mono azul prácticamente hecho harapos, raído y manchado.

Me envuelvo con los brazos, temblando. Me invade el pánico. Sé que se me olvida algo importante. He dejado atrás algo. No sé exactamente qué, pero me duele. Es como si tuviera un trozo de alambre de espino alrededor del corazón, apretándome.

Entonces me acuerdo.

—No —digo gimiendo.

Un grito brota de mi interior.

—¡No!

Grito a la hierba. Salpicaduras de saliva salen volando de mi boca y trazan un arco al sol de la mañana. Doy vueltas en círculo, pero estoy sola. Totalmente sola.

Mathilda y Nolan, mis pequeños, han desaparecido.

Algo brilla en la línea de vegetación. Me estremezco instintivamente. Entonces me doy cuenta de que solo es un espejo de mano. Un hombre vestido de camuflaje sale de detrás de un árbol y me hace una señal. Aturdida, avanzo dando traspiés hacia él a través del campo descuidado y me detengo a unos seis metros.

—Hola —dice—. ¿De dónde viene?

—No lo sé —contesto—. ¿Dónde estoy?

—En las afueras de la ciudad de Nueva York. ¿Qué recuerda?

—No lo sé.

—Mire si tiene bultos en el cuerpo.

—¿Qué?

—Que mire si tiene bultos en el cuerpo. Algo nuevo.

Confundida, me paso las manos por el cuerpo. Me sorprende el hecho de que pueda palparme todas las costillas. Nada tiene sentido. Me pregunto si estoy soñando o si estoy inconsciente o si estoy muerta. Entonces noto algo. Una protuberancia en la parte superior del muslo. Probablemente la única parte carnosa que me queda en el cuerpo.

—Tengo una protuberancia en la pierna —digo.

El hombre empieza a retroceder hacia el bosque.

—¿Qué significa? ¿Adónde va? —pregunto.

—Lo siento, señora. Los robots le han puesto un bicho. Hay un campo de trabajo a varios kilómetros de aquí. La están utilizando como cebo. No intente seguirme. Lo siento.

Desaparece entre las sombras del bosque. Me protejo la cara con una mano y lo busco.

—¡Espere, espere! ¿Dónde está el campo de trabajo? ¿Cómo puedo encontrarlo?

Una voz resuena débilmente desde el bosque.

—En Scarsdale. A ocho kilómetros al norte. Siga la carretera, con el sol a la derecha. Tenga cuidado.

El hombre ha desaparecido. Estoy otra vez sola.

Veo mis huellas en la hierba embarrada, procedentes del norte. Me doy cuenta de que el claro es en realidad una carretera cubierta de hierba que está siendo engullida por la naturaleza. Aún tengo los brazos alrededor del cuerpo. Me suelto. Estoy débil y dolorida. Mi cuerpo quiere temblar. Quiere caerse y rendirse.

Pero no voy a permitirlo.

Voy a volver a por mis pequeños.

El bulto se mueve cuando lo toco. Descubro un pequeño corte en la piel por donde deben de habérmelo introducido, pero la herida está mucho más arriba, cerca de la cadera. Creo que, sea lo que sea, se está moviendo. O que al menos puede moverse si lo desea.

Bicho. Ese hombre lo llamó «bicho». Suelto una risotada, preguntándome si debo tomarme la descripción en sentido literal.

Muy literal, como quedará demostrado.

Estoy recuperando fragmentos de memoria. Imágenes borrosas de un suelo despejado y un gran edificio metálico. Como un hangar de aviones, pero lleno de luces. Otro edificio con literas apiladas hasta el techo. No me acuerdo de cómo eran los carceleros, pero no me esfuerzo demasiado por recordar.

Después de andar sin parar durante una hora y media, veo una zona despejada a lo lejos de la que se elevan suaves nubes de humo. La luz del sol brilla en un amplio techo metálico y en las alambradas. Debe de ser eso. El campo de prisioneros.

Una extraña sensación resbaladiza en la pierna me recuerda que llevo el bicho. Aquel hombre no quiso ayudarme por su culpa. Es evidente que el bicho debe de estar informando a las máquinas de dónde estoy para poder atrapar y matar a más personas.

Por suerte, las máquinas no esperaban que volviera.

Observo el bulto palpitante bajo la piel con una sensación de repugnancia en la boca del estómago. No puedo seguir adelante con el bicho allí debajo. Tengo que hacer algo al respecto.

Y me va a doler.

Dos rocas lisas. Una larga tira de tela arrancada de la manga. Con la mano izquierda, presiono una roca contra el muslo, formando un hoyo en la piel justo detrás del bulto. El bicho empieza a moverse, pero antes de que pueda ir a ninguna parte, cierro los ojos y pienso en Mathilda y en Nolan, y estampo la otra roca con todas mis fuerzas. Noto un estallido de dolor en la pierna y oigo un crujido. Golpeo con la roca tres veces más antes de revolcarme por el suelo, gritando de dolor. Me quedo tumbada boca arriba, con el pecho palpitante, mirando al cielo azul a través de las lágrimas.

Pasan unos cinco minutos hasta que me siento con el valor necesario para comprobar los daños en mi pierna.

Sea lo que sea, parece una babosa metálica con docenas de patas con púas que tiemblan. Debe de haberme atravesado la pierna al primer golpe, porque parte de su caparazón se ha roto en la capa exterior hecha papilla de mi pierna. Está vertiendo algún tipo de líquido que se mezcla con la sangre. Mojo el dedo en él y me lo acerco a la cara. Huele a sustancias químicas. Sustancias químicas explosivas, como el queroseno o la gasolina.

No sé lo que es, pero creo que he tenido mucha suerte. No se me había pasado por la cabeza que fuera una bomba.

No me permito gritar.

Obligándome a mirarlo, alargo la mano y extraigo con cautela esa cosa aplastada de debajo de mi piel. Me fijo en que tiene un caparazón cilíndrico en la otra parte que no está roto. Lo tiro al suelo y cae sin fuerzas. Parecen dos tubos de caramelos de menta con muchas patas y dos largas y húmedas antenas. Me muerdo el labio inferior y procuro no gritar mientras me vendo la pierna con la tira de tela azul.

A continuación, me levanto y me acerco cojeando al campo de trabajo.

Armas centinela. El recuerdo vuelve a mi cabeza. El campo de trabajo está protegido por armas centinela. Esos bultos grises en el terreno explotan y matan a cualquier cosa que entra en un radio determinado.

El campo de las Cicatrices.

Observo el campo desde la línea de vegetación. Los bichos y los pájaros revolotean de acá para allá sobre un grueso manto de flores, haciendo caso omiso de los bultos envueltos en ropa que hay en el terreno: los cadáveres de aspirantes a rescatadores. Los robots no intentan ocultar el lugar. Antes bien, lo usan como cebo para atraer a supervivientes humanos. Posibles liberadores cazados por sorpresa una y otra vez. Sus cadáveres se amontonan en el campo y se convierten en abono. Comida para las flores.

Si trabajas duro y obedeces las órdenes, las máquinas te dan de comer y te mantienen caliente. Aprendes a hacer oídos sordos al brusco estallido de las armas centinela. Te obligas a olvidar lo que significa ese sonido. Buscas la zanahoria. Dejas de ver el palo.

A un lado del recinto, veo una vacilante hilera marrón. Gente. Es una fila de personas que están siendo trasladadas aquí desde otro lugar. No me lo pienso dos veces; me abro paso cojeando entre las armas centinela para llegar a la cola.

Veinte minutos más tarde, veo un vehículo blindado de seis ruedas que avanza dando tumbos a unos seis kilómetros por hora. Es una especie de modelo militar con una torreta en la parte superior. Me dirijo a él con las manos levantadas y me sobresalto cuando la torreta gira y me apunta.

—Permanezca en la fila. No se detenga. No se acerque al vehículo. Obedezca inmediatamente o será disparada —dice una voz automatizada por un altavoz fijado en la parte superior.

Una fila de refugiados avanza dando traspiés junto al vehículo blindado. Algunos arrastran maletas o cargan con mochilas, pero la mayoría solo llevan algo de ropa a la espalda. Dios sabe cuánto tiempo hace que desfilan. O cuántos había cuando empezaron.

Unas cuantas cabezas fatigadas se alzan para mirarme.

Manteniendo las manos en alto y la vista en la torreta, me coloco en la fila de refugiados. Cinco minutos más tarde, un hombre con un traje de oficina salpicado de barro y otro tipo con un impermeable se me acercan y se ponen a andar junto a mí cada uno a un lado, reduciendo la marcha para quedarnos un poco por detrás del vehículo militar.

—¿De dónde viene? —pregunta el tipo del traje.

Yo miro al frente.

—Vengo del sitio al que vamos —contesto.

—¿Y qué sitio es? —pregunta él.

—Un campo de trabajo.

—¿Un campo de trabajo? —exclama el chico del impermeable—. ¿Se refiere a un campo de concentración?

El muchacho del impermeable observa el campo. Sus ojos se desvían rápidamente del vehículo blindado a una mata de hierba alta cercana. El hombre del traje posa la mano en el hombro de su amigo.

—No lo hagas. Acuérdate de lo que le pasó a Wes.

El comentario parece cortar las alas al chico del impermeable.

—¿Cómo ha salido? —me pregunta el hombre del traje.

Me miro la pierna. Una mancha de sangre reseca oscurece la parte superior del muslo de mi uniforme. Eso lo dice todo. El tipo sigue mi mirada y decide dejar correr el tema.

—¿De verdad nos necesitan para trabajar? —pregunta el chico del impermeable—. ¿Por qué? ¿Por qué no usan más máquinas?

—Nosotros somos baratos —respondo—. Más baratos que crear máquinas.

—En realidad, no —dice el hombre del traje—. Nosotros costamos recursos. Comida.

—Queda mucha comida —repongo—. En las ciudades. Ahora que la población se ha reducido, seguro que pueden hacer durar años nuestras sobras.

—Genial —dice el chico—. De puta madre.

Me fijo en que el vehículo blindado ha reducido la velocidad. La torreta se ha girado sin hacer ruido para situarse de cara a nosotros. Me callo. Esas personas no son mi objetivo. Mi objetivo son únicamente dos niños de nueve y doce años, y están esperando a su madre.

Sigo andando, sola.

Me escabullo mientras los demás están siendo procesados. Un par de Big Happys actualizados vigilan y reproducen órdenes pregrabadas mientras la fila de gente coloca su ropa y sus maletas en un montón. Me acuerdo de este sitio: la ducha, el uniforme, la asignación de litera y de trabajo. Y, al final, nos marcaron a todos.

Mi marca sigue conmigo.

Tengo una etiqueta subcutánea del tamaño de un grano de arroz incrustada en el interior de mi hombro derecho. Una vez que entramos en el campamento y todo el mundo se ha deshecho de sus pertenencias, simplemente me marcho. Un Big Happy me sigue cuando cruzo el campo hacia el gran edificio metálico, pero mi marca me identifica como obediente. Si fuera desobediente, la máquina me estrujaría la tráquea con sus manos. Lo he visto con mis propios ojos.

Los detectores repartidos por todo el campo reconocen mi etiqueta. Ninguna alarma se activa. Afortunadamente, no me han puesto en la lista negra después de dejarme tirada en aquel prado. El Big Happy se retira mientras yo rodeo el campo hacia la nave de trabajo.

En cuanto cruzo la puerta, una luz empieza a parpadear en la pared. Se supone que no debería estar aquí ahora. Mi asignación de trabajo no está programada para hoy, ni para nunca.

El Big Happy va a volver.

Me fijo en todo. Esta es la sala que mejor recuerdo. El suelo despejado bajo un enorme techo metálico, largo como un campo de fútbol americano. Cuando llueve, este espacio suena como un auditorio lleno de tenues aplausos. Una hilera tras otra de fluorescentes cuelgan sobre unas cintas transportadoras que llegan a la altura de la cintura y se extienden a lo lejos. Aquí dentro trabajan cientos de personas. Llevan monos azules y máscaras de papel y están de pie distribuidos a lo largo de las cintas, cogiendo piezas de recipientes, acoplándolas a lo que hay en la cinta y luego empujándolas por los rodillos.

Es una cadena de montaje.

Moviéndome rápido, recorro la cadena donde antes trabajaba. Veo que hoy están construyendo lo que llaman «criadillas». Se parecen a las grandes mantis de cuatro patas, pero tienen el tamaño de un perrito. No sabíamos lo que eran hasta que un día un tipo nuevo, un soldado italiano, dijo que esas cosas colgaban de la barriga de las mantis y se desprendían durante la batalla. Explicó que a veces las que estaban estropeadas se podían conectar de nuevo y ser usadas como material de emergencia. Ellos las llamaban garras metálicas.

La puerta que acabo de cruzar se abre. Un Big Happy entra. Todas las personas dejan de moverse. Las cintas transportadoras se han parado. Nadie se mueve para ayudarme. Se quedan inmóviles y en silencio como estatuas azules. No me molesto en pedir ayuda. Sé que si yo estuviera en su lugar, tampoco haría nada.

El Big Happy cierra la puerta detrás de él. Cuando los cerrojos de todas las puertas se cierran, el estruendo resuena por la enorme sala. Estoy atrapada aquí, hasta que me maten.

Avanzo trotando por la cadena de montaje, jadeando y notando punzadas de dolor en la pierna. El Big Happy se dirige hacia mí resueltamente. Se mueve con cuidado, dando un paso cada vez, sin hacer ningún ruido salvo el tenue chirrido de los motores. Al avanzar por la cadena, veo cómo las criadillas evolucionan de pequeñas cajas negras a máquinas casi totalmente completas.

En el otro extremo del largo edificio, llego a la puerta que da a los dormitorios. La agarro y tiro de ella, pero es de acero grueso y está bien cerrada. Me doy la vuelta, con la espalda contra la puerta. Cientos de personas observan con las herramientas en las manos. Algunas sienten curiosidad, pero la mayoría están impacientes. Cuanto más duro trabajas, más rápido pasa el día. Yo soy una interrupción. Y una interrupción no muy fuera de lo común. Dentro de poco, mi tráquea será estrujada y mi cuerpo retirado, y todas esas personas volverán a lo que queda de sus vidas.

Mathilda y Nolan están al otro lado de esta puerta y me necesitan, pero voy a morir delante de todas esas personas derrotadas con máscaras de papel.

Me dejo caer de rodillas, sin fuerzas. Con la frente pegada al suelo frío, solo oigo el constante «clic, clic» del Big Happy que avanza hacia mí. Estoy muy cansada. Creo que será un alivio cuando llegue. Una bendición, dormir por fin.

Pero mi cuerpo miente. Tengo que rechazar el dolor. Tengo que encontrar la forma de salir de esta.

Me aparto el pelo de la cara y busco frenéticamente algo por la sala. Se me ocurre una idea. Me levanto haciendo una mueca debido al dolor del muslo y recorro tambaleándome la cadena de montaje. Palpo todas las criadillas, buscando una del estadio adecuado. Las personas a las que me acerco se apartan de mí.

El Big Happy está a un metro y medio de mí cuando encuentro la criadilla perfecta. Está compuesta simplemente de cuatro patas larguiruchas que cuelgan de un abdomen con forma de tetera. La fuente de alimentación está conectada, pero el sistema nervioso central se encuentra a varios pasos de distancia. Unos cables conectores salen de una cavidad en la parte abierta de la máquina.

Agarro la criadilla y me vuelvo. El Big Happy está a medio metro de mí con los brazos estirados. Tropiezo hacia atrás, me caigo fuera de su alcance y me dirijo cojeando a la puerta de acero. Con las manos temblorosas, tiro hacia fuera de cada una de las patas de la criadilla y pego el abdomen contra la puerta. El brazo izquierdo me tiembla de sujetar el sólido trozo de metal. Introduzco la mano libre en la parte trasera de la criadilla y cruzo los cables.

De forma refleja, la criadilla retrae sus patas puntiagudas sobre sí misma. Las patas se enganchan a la puerta chirriando y atraviesan el metal. La suelto, y la criadilla cae al suelo con gran estruendo, sujetando con las patas un trozo de puerta de acero de un centímetro y medio. Donde antes estaban el pomo y el cerrojo de la puerta hay ahora un agujero irregular. Tengo los brazos muy cansados, inservibles. El Big Happy está a escasos centímetros de mí, con los brazos extendidos y las pinzas abiertas y listas para estrujar la parte más próxima de mi cuerpo.

Abro la puerta destrozada de una patada.

Al otro lado, unos ojos angustiados me observan fijamente. En el dormitorio hay apiñados ancianas y niños. Las literas de madera llegan hasta el techo.

Entro, cierro la puerta de un portazo y pego la espalda contra ella mientras el Big Happy intenta penetrar empujando. Por suerte, el suelo de hormigón pulido no ofrece a la máquina suficiente tracción para abrir la puerta enseguida.

—¡Mathilda! —grito—. ¡Nolan!

Las personas se quedan paradas, mirándome. Las máquinas saben mi número de identificación. Pueden rastrear adónde voy y no se detendrán hasta que esté muerta. Esta es la única posibilidad que voy a tener de salvar a mi familia.

Y, de repente, allí está. Mi angelito silencioso. Nolan está delante de mí, con su cabello moreno sucio y despeinado.

—Nolan —exclamo.

Él corre hacia mí, y lo cojo en volandas y lo abrazo. La puerta golpea contra mi espalda mientras la máquina sigue empujando. Seguro que vienen más.

Envolviendo la delicada carita de Nolan con mis manos, le pregunto:

—¿Dónde está tu hermana, Nolan? ¿Dónde está Mathilda?

—Estuvo herida. Después de que te marcharas.

Contengo el miedo delante de Nolan.

—Oh, no, cariño. Lo siento. ¿Adónde ha ido? Llévame allí.

Nolan no dice nada. Señala con el dedo.

Apoyando a Nolan contra la cadera, me abro paso a empujones entre la gente y corro por un pasillo hacia la enfermería. Detrás de mí, un par de ancianas empujan tranquilamente contra la puerta. No tengo tiempo para darles las gracias, pero me acordaré de sus caras. Rezaré por ellas.

Es la primera vez que entro en esta larga sala de madera. Hay un estrecho pasadizo central separado con cortinas a cada lado. Avanzo a zancadas, apartando las cortinas en busca de mi hija. Cada vez que tiro de una descubro un nuevo horror, pero mi cerebro no asimila nada de lo que veo. Solo voy a reconocer una cosa. Una cara.

Y entonces la veo.

Mi pequeña está tumbada en una camilla con un monstruo cerniéndose sobre su cabeza. Es una especie de máquina quirúrgica fijada sobre un brazo metálico, con una docena de patas de plástico que descienden de ella. Las extremidades del robot están envueltas en papel esterilizado. En la punta de cada pata hay un utensilio: escalpelos, ganchos, soldadores. La máquina se mueve tan rápido que casi no se distingue —movimientos precisos y bruscos—, como una araña tejiendo su red. Trabaja en la cara de Mathilda sin detenerse ni reparar aparentemente en mi presencia.

—¡No! —grito.

Dejo a Nolan y agarro la base de la máquina. La levanto de la cara de mi hija con todas mis fuerzas. Confundida, la máquina repliega sus brazos en el aire. En esa fracción de segundo, empujo la camilla con el pie y aparto el cuerpo de Mathilda de la máquina. La herida de mi pierna se vuelve a abrir, y noto que me cae un hilillo de sangre por la pantorrilla.

El Big Happy ya debe de estar cerca.

Me inclino sobre la camilla y miro a mi hija. Algo terrible ha ocurrido. Sus ojos. Sus preciosos ojos ya no están.

—¿Mathilda? —pregunto.

—¿Mamá? —dice ella, sonriendo.

—Cariño, ¿estás bien?

—Creo que sí —contesta, frunciendo el ceño al ver la expresión de mi cara—. Noto algo raro en los ojos. ¿Qué pasa?

Con los dedos temblorosos, se toca el apagado metal negro que ahora tapa sus cuencas oculares.

—¿Estás bien, cielo? ¿Puedes ver? —pregunto.

—Sí, puedo ver. Veo por dentro —dice Mathilda.

Una sensación de temor me invade el vientre. Demasiado tarde. Han hecho daño a mi niña.

—¿Qué ves, Mathilda?

—Veo las máquinas por dentro —contesta.

Solo nos lleva unos minutos llegar al perímetro. Levanto a Mathilda y a Nolan por encima de la valla. Esta mide tan solo un metro y medio de altura. Es parte del cebo para los aspirantes a salvadores que miran desde fuera. Las armas centinela que acechan en el campo están diseñadas para ser los auténticos vigilantes de seguridad.

—Vamos, mamá —me apremia Mathilda, a salvo en el otro lado.

Pero a estas alturas la pierna me sangra mucho; la sangre se acumula en mi zapato y se derrama en el suelo. Después de subir a Nolan por encima de la valla, estoy demasiado agotada para moverme. Me mantengo consciente haciendo un esfuerzo supremo. Rodeo la tela metálica con los dedos, me pongo de pie y miro a mis pequeños por última vez.

—Siempre os querré. Pase lo que pase.

—¿Qué quieres decir? Vamos. Por favor —dice Mathilda.

Mi campo de visión se está nublando y empequeñeciendo. Ahora veo el mundo como dos puntos; el resto es oscuridad.

—Coge a Nolan y marchaos, Mathilda.

—No puedo, mamá. Hay armas. Puedo verlas.

—Concéntrate, cielo. Ahora tienes un don. Mira dónde están las armas. Dónde pueden disparar. Busca un camino seguro. Coge a Nolan de la mano y no lo sueltes.

—Mamá —dice Nolan.

Bloqueo todas mis emociones. No tengo elección. Oigo el ruido de los motores de las criadillas saliendo en masa al campo detrás de mí. Me desplomo contra la valla. Saco fuerzas de alguna parte para gritar.

—¡Mathilda Rose Pérez! No hay pero que valga. Coge a tu hermano y marchaos. Corred. No paréis hasta que estéis muy lejos de aquí. ¿Me oyes? Corred. Marchaos ya o me enfadaré mucho contigo.

Mathilda se estremece al oír mi voz. Da un paso a un lado, indecisa. Siento que se me parte el corazón. Es una sensación de insensibilidad que irradia de mi pecho y anula todo pensamiento… y consume mi miedo.

Entonces Mathilda aprieta la boca en una fina línea. Su frente adopta su familiar ceño obstinado por encima de esos monstruosos implantes sin vida.

—Nolan —dice—. Cógeme la mano pase lo que pase. No me sueltes. Vamos a correr muy rápido, ¿vale?

Nolan asiente con la cabeza y le coge la mano.

Mis soldaditos. Supervivientes.

—Te quiero, mamá —dice Mathilda.

Y entonces mis pequeños se van.

No hay más pruebas documentales de que Laura Pérez siguiera con vida. Mathilda Pérez, sin embargo, es harina de otro costal.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217