Si ese chico me va a dejar morir,
quiero que se acuerde de mi cara.
MARCUS JOHNSON
NUEVA GUERRA + 7 MESES
Mientras cruzábamos Estados Unidos a pie, el pelotón Chico Listo ignoraba que las ciudades más grandes de todo el mundo estaban siendo vaciadas por robots cada vez más militarizados. Los supervivientes chinos informaron más tarde de que en esa época era posible cruzar el río Yangtsé a pie, pues el cauce estaba atestado de cadáveres que desembocaban en el mar de China Oriental.
Con todo, algunos grupos de gente simplemente aprendieron a adaptarse a los interminables ataques. Los esfuerzos de esas tribus urbanas, descritos en las siguientes páginas por Marcus y Dawn Johnson de la ciudad de Nueva York, acabaron resultando cruciales para la supervivencia humana en todo el mundo.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
La alarma salta al amanecer. No es nada espectacular. Solo un puñado de latas atadas arrastrándose a través de la calzada agrietada.
Abro los ojos y tiro hacia abajo del saco de dormir. Tardo un largo instante en descubrir dónde estoy. Al alzar la vista, veo el eje de un motor, un silenciador, un tubo de escape.
Ah, sí. Claro.
Hace un año que duermo todas las noches en cráteres, debajo de coches, y todavía no me acostumbro. No importa. Tanto si me adapto como si no, sigo vivo y coleando.
Durante unos tres segundos permanezco inmóvil, escuchando. Es mejor no salir de la cama enseguida. Nunca se sabe qué demonios se habrá acercado por la noche. En el último año, la mayoría de los robots se han vuelto más pequeños. Otros, más grandes. Mucho más grandes.
Me golpeo la cabeza al salir del saco de dormir y doblarlo. Merece la pena. Este montón de chatarra es mi mejor amigo. Hay tantos coches quemados en las calles de Nueva York que los cabrones no pueden mirar debajo de cada uno de ellos.
Salgo de debajo del coche retorciéndome a la grisácea luz del sol. Vuelvo a meter la mano, cojo mi mochila sucia y me la pongo. Toso y escupo al suelo. El sol acaba de salir, pero hace frío tan temprano. El verano ha empezado hace poco.
Las latas siguen arrastrándose. Hinco una rodilla y desato la cuerda antes de que el micrófono de alguna máquina detecte el ruido. Por encima de todo, es importante no hacer ruido, estar en movimiento y ser impredecible.
De lo contrario, estás muerto.
Turno de acompañante. De los cientos de miles de habitantes de la ciudad que huyeron al bosque, aproximadamente la mitad se están muriendo de hambre a estas alturas. Vienen dando traspiés a la ciudad, flacos como palos y mugrientos, escapando de los lobos y con la esperanza de hurgar en la basura.
La mayoría de las veces las máquinas se los cargan rápido.
Me echo la capucha por encima de la cabeza y dejo que mi impermeable negro se hinche por detrás para confundir a los sistemas de reconocimiento robóticos, sobre todo a las malditas torretas centinela desechables. Hablando del tema, tengo que retirarme de la calle. Me meto en un edificio destruido y me dirijo al origen de la alarma por encima de la basura y los escombros.
Después de que dinamitáramos la mitad de la ciudad, los viejos robots domésticos no podían equilibrarse lo bastante bien para alcanzarnos. Estuvimos a salvo por un tiempo, lo suficiente para establecernos bajo el suelo y dentro de los edificios demolidos.
Pero entonces apareció un nuevo modelo de caminante.
Lo llamamos mantis. Tiene cuatro patas articuladas más largas que un poste de teléfono y moldeadas con una especie de panal de fibra de carbono. Sus patas parecen piolets invertidos y se clavan en el suelo a cada paso que dan. En la parte superior, donde se unen, hay un par de pequeños brazos con dos manos también en forma de piolets. Esos brazos cortantes atraviesan madera, muros secos y ladrillos. La criatura se mueve correteando: doblada sobre sí misma y encorvada hasta adquirir el tamaño de una pequeña camioneta. Se parece a una mantis religiosa.
Bastante, al menos.
Estoy esquivando las mesas vacías en la planta desplomada de un edificio de oficinas cuando noto la vibración reveladora bajo mis pies. Hay algo grande fuera. Me quedo paralizado y me agacho en el suelo cubierto de desechos. Al asomarme por encima de una mesa hinchada por el agua, veo las ventanas. Una sombra gris pasa por fuera, pero no distingo nada más.
Espero un minuto de todas formas.
No muy lejos de aquí, se está desarrollando una rutina familiar. Un superviviente ha encontrado un montón de rocas sospechosas en las que no repararía una máquina. Al lado de esas rocas hay una cuerda que esa persona ha estirado. Sé que hace diez minutos ese superviviente estaba vivo. No hay ninguna garantía de su estado durante los próximos diez minutos.
En la parte desplomada del edifico, me arrastro sobre tablas de madera destrozadas y ladrillos pulverizados hacia un semicírculo de luz matutina. Introduzco la cabeza con la capucha puesta por el agujero y escudriño la calle.
Nuestra señal está allí, intacta en un pórtico al otro lado de la calle. Un hombre está acurrucado junto a ella, con los brazos sobre las rodillas y la cabeza gacha. Se mece de un lado a otro apoyado en los talones, tal vez para mantenerse en calor.
La señal funciona porque las máquinas no reparan en las cosas naturales, como las rocas o los árboles. Es un ángulo muerto. Una mantis tiene buen ojo para las cosas que no son naturales, como las palabras o los dibujos… incluso para chorradas como caras sonrientes. Las cuerdas de trampas sin camuflar no dan resultado. Las líneas son demasiado rectas. Escribir indicaciones a una casa segura en la pared es una buena forma de conseguir que la gente acabe muerta. Pero un montón de escombros es invisible. Y un montón de rocas que van de mayor a menor, también.
Salgo del agujero retorciéndome y llego hasta el hombre antes incluso de que levante la vista.
—Hola —susurro, dándole un empujón en el codo.
Él alza la vista hacia mí, sorprendido. Es un joven latino de veintitantos. Advierto que ha estado llorando. Dios sabe por lo que habrá pasado para llegar aquí.
—Tranquilo, colega —le digo en tono tranquilizador—. Vamos a ponerte a salvo. Ven conmigo.
Él asiente sin decir nada. Se levanta apoyándose contra el edificio. Tiene un brazo envuelto en una toalla sucia y se lo coge con la otra mano. Me imagino que debe de tenerlo en muy mal estado para temer que alguien lo vea.
—Dentro de poco te examinarán el brazo, amigo.
Él se estremece un poco cuando se lo digo. No es lo que yo esperaba. Es extraño que estar herido resulte embarazoso. Como si tú tuvieras la culpa de que no te funcione bien un ojo o una mano o un pie. Claro que estar herido no es ni la mitad de embarazoso que estar muerto.
Lo llevo al edificio en ruinas del otro lado de la calle. La mantis no supondrá ningún problema una vez que lleguemos dentro. La mayoría de mi gente está en los túneles del metro, con las entradas principales bloqueadas. Iremos de edificio en edificio hasta llegar a casa.
—¿Cómo te llamas, tío? —pregunto.
El chico no responde; se limita a agachar la cabeza.
—Vale. Sígueme.
Regreso a la seguridad del edificio desplomado. El chico sin nombre cojea detrás de mí. Atravesamos juntos edificios destruidos, gateando sobre montones de escombros dinamitados y arrastrándonos por debajo de paredes medio derruidas. Cuando llegamos suficientemente lejos, me dirijo a una calle bastante segura. El silencio entre nosotros aumenta cuanto más avanzamos.
Me entran escalofríos andando por esa calle vacía y me doy cuenta de que me dan miedo los ojos sin vida del chico que me sigue arrastrando los pies sin decir nada.
¿Cuántos cambios puede asimilar una persona antes de que todo pierda el sentido? Vivir por vivir no es vida. La gente necesita dar sentido a su vida tanto como el aire.
Gracias a Dios, yo todavía tengo a Dawn.
Me estoy imaginando sus ojos color avellana cuando me fijo en el poste de teléfono verde grisáceo inclinado al final de la calle. El poste se dobla por la mitad y se mueve, y me doy cuenta de que es una pata. Vamos a morir dentro de treinta segundos si no salimos de aquí.
—Entra —susurro, empujando al chico hacia una ventana rota.
Una mantis aparece corriendo, con sus cuatro patas flexionadas. Su cabeza sin rasgos distintivos con forma de bala gira rápidamente y se detiene. Las largas antenas vibran. La máquina salta hacia delante y empieza a galopar hacia nosotros, clavando sus patas puntiagudas en la basura y la calzada como un timón a través del agua. Las garras delanteras cuelgan de su barriga, levantadas y listas, con la luz reflejada en sus incontables ganchos.
El chico se queda mirando, inexpresivo.
Lo agarro y lo empujo a través de la ventana, y a continuación me lanzo detrás de él. Nos levantamos y nos apresuramos sobre la alfombra mohosa. Segundos más tarde, una sombra cae a través del rectángulo de luz detrás de nosotros. Un brazo con garras atraviesa el marco de la ventana a toda velocidad, desciende rápidamente y arranca parte de la pared. Le sigue otro brazo con garras. De un lado a otro, de un lado a otro, de un lado a otro. Es como un tornado abatiéndose.
Por suerte para nosotros, es un edificio seguro. Lo sé porque ha sido vaciado muy bien. La fachada está demolida, pero por dentro es transitable. En Nueva York hacemos los deberes. Desvío al chico hacia un montón de ladrillos de hormigón y un agujero en la pared que da a un edificio contiguo.
—Aquí es donde vivimos —digo, señalando y empujando al chico hacia el agujero.
El muchacho avanza dando traspiés como un zombi.
Entonces oigo el ruido de la moqueta al desgarrarse y un crujido de muebles de madera. De algún modo, la mantis ha logrado entrar por la ventana. Agazapándose mucho, apretuja su masa gris a través del edificio, derribando los paneles del techo como confeti. La criatura avanza encorvada, toda garras relucientes y metal chirriante.
Corremos al agujero de la pared.
Me detengo y ayudo al chico a arrastrarse por encima del amasijo de barras de acero y hormigón. El pasadizo no es más que un hueco negro de escasos centímetros de anchura que atraviesa los cimientos de arenisca de los dos edificios. Rezo para que esto obligue al monstruo que nos persigue a ir más despacio.
El chico desaparece en el interior. Yo entro detrás de él. Está oscuro y es claustrofóbico. El muchacho se arrastra despacio, sin dejar de agarrarse el brazo herido. Cerca de la entrada sobresalen unas barras de acerco como puntas de lanzas oxidadas. Oigo a la mantis cerniéndose sobre nosotros, destruyendo todo lo que toca.
Entonces el sonido se interrumpe.
No tengo espacio para girar la cabeza y ver lo que está pasando detrás de mí. Solo veo las suelas de los zapatos del chico a medida que se arrastra. Inspiro, espiro. Me concentro. A juzgar por el sonido, algo choca lo bastante fuerte contra la boca del agujero para arrancar un pedazo de roca sólida. Le sigue otro golpe demoledor. La mantis está escarbando frenéticamente, atravesando la pared de hormigón y penetrando en la arenisca. El ruido es ensordecedor.
Todo a mi alrededor se convierte en gritos, oscuridad y polvo.
—¡Vamos, vamos, vamos! —chillo.
Un segundo más tarde, el chico desaparece; ha llegado al otro extremo del túnel. Conecto la electricidad sonriendo. Salgo del agujero moviéndome a toda velocidad, me caigo a pocos metros de altura y lanzo un grito de dolor y sorpresa.
Un trozo de una barra de refuerzo me ha atravesado la carne de la pantorrilla derecha.
Estoy tumbado boca arriba, apoyándome en los codos. Tengo la pierna atrapada en la boca del agujero. La barra sobresale como un diente torcido, clavada en mi pierna. El muchacho está más abajo, con esa expresión vaga todavía en la cara. Respiro estremeciéndome y lanzo otro grito de dolor animal.
El grito parece llamar la atención del chico.
—¡Sácame de aquí, joder! —chillo.
El chico me mira y parpadea. Sus ojos marrones sin vida recobran algo de brillo.
—Deprisa —digo—. La mantis se acerca.
Intento levantar el cuerpo, pero estoy demasiado débil y el dolor es muy intenso. Clavando los codos penosamente en la tierra, logro levantar la cabeza. Intento darle explicaciones al chico.
—Tienes que quitarme la barra de la pierna. O sacar la barra de la pared. Una de dos, tío. Pero hazlo rápido.
El chico se queda quieto, con el labio temblando. Parece a punto de echarse a llorar. Puta suerte, la mía.
Oigo el «toc, toc» que viene del túnel a medida que los golpes de la mantis desplazan más piedras. Una nube de polvo sale del agujero mientras se cae a pedazos. Cada impacto de la mantis provoca una vibración a través de la roca que llega hasta la barra que tengo ensartada en la pantorrilla.
—Vamos, tío, te necesito. Necesito que me ayudes.
Y por primera vez, el chico habla.
—Lo siento —me dice.
Joder. Se acabó. Quiero gritarle a ese muchacho, a ese cobarde. Quiero hacerle daño de alguna forma, pero estoy demasiado débil. De modo que me concentro en mantener la cara alzada hacia la suya. Los músculos de mi cuello se esfuerzan por mantener la cabeza levantada, temblando. Si ese chico me va a dejar morir, quiero que se acuerde de mi cara.
El chico levanta el brazo herido mirándome fijamente. Empieza a desenrollar la toalla que lo cubre.
—¿Qué estás…?
Me paro en seco. El chico no tiene la mano herida; no tiene mano.
La carne del antebrazo acaba en un amasijo de cables unido a un trozo de metal del que sobresalen dos hojas. Parecen unas tijeras de tamaño industrial. La herramienta está fundida directamente en su brazo. Mientras yo miro, un tendón del antebrazo se dobla y las hojas lubricadas empiezan a separarse.
—Soy un monstruo —dice—. Los robots me hicieron esto en los campos de trabajo.
No sé qué pensar. No me quedan más fuerzas. Agacho la cabeza y miro al techo.
Chas.
Mi pierna está libre. Tengo clavado un trozo de barra, cortado y reluciente en un extremo. Pero soy libre.
El chico me ayuda a levantarme. Me rodea con el brazo bueno. Nos alejamos cojeando sin volver la vista al agujero. Cinco minutos más tarde, encontramos la entrada camuflada a los túneles del metro. Y entonces desaparecemos, avanzando lo mejor que podemos por las vías abandonadas.
Dejamos atrás a la mantis.
—¿Cómo? —pregunto, señalando con la cabeza su brazo malo.
—En el campo de trabajo. La gente entra en el quirófano y sale cambiada. Yo fui uno de los primeros. Lo mío es sencillo. Solo el brazo. Pero otras personas vuelven del autodoctor todavía peor. Sin ojos. Sin piernas. Los robots juegan con tu piel, tus músculos, tu cerebro.
—¿Estás solo? —pregunto.
—Conocía a otras personas, pero no quisieron… —Mira su mano mutilada con expresión vacía—. Ahora soy como ellas.
Esa mano no le ha granjeado amigos. Me pregunto cuántas veces ha sido rechazado y cuánto tiempo lleva solo.
Ese chico está prácticamente acabado. Lo veo en sus hombros caídos. En el esfuerzo que le supone cada aliento. Lo he visto antes. Ese muchacho no está herido: está derrotado.
—Estar solo es duro —digo—. Empiezas a preguntarte qué sentido tiene, ¿sabes?
Él no dice nada.
—Pero aquí hay más gente. La resistencia. Ya no estás solo. Tienes un objetivo.
—¿Cuál es? —pregunta.
—Sobrevivir. Ayudar a la resistencia.
—Ni siquiera estoy…
Levanta el brazo. En sus ojos brillan lágrimas. Eso es lo importante. Tiene que pasar por esto. Si no, morirá.
Agarro al chico por los hombros y le digo mirándolo a la cara:
—Naciste siendo un ser humano y morirás siéndolo, no importa lo que te hayan hecho. O te hagan. ¿Entiendes?
Aquí, en los túneles, hay silencio. Y oscuridad. Uno se siente seguro.
—Sí —dice.
Rodeo la espalda del chico con el brazo y hago una mueca al notar dolor en la pierna.
—Bien —digo—. Y ahora vamos. Tenemos que llegar a casa y comer. No lo dirías viéndome, pero tengo una mujer preciosa. La mujer más guapa del mundo. Y si se lo pides con educación, te preparará un estofado increíble.
Creo que el muchacho se va a recuperar en cuanto conozca a los demás.
La gente necesita dar sentido a su vida tanto como el aire. Por suerte para nosotros, podemos animarnos unos a otros gratis. Simplemente estando vivos.
Durante los siguientes meses, empezaron a entrar en la ciudad humanos cada vez más modificados. Independientemente de lo que los robots les hubieran hecho, eran bien recibidos por la resistencia neoyorquina. Sin ese refugio y su falta de prejuicios, es poco probable que la resistencia humana, incluyendo el pelotón Chico Listo, hubiera podido aprovechar un arma secreta increíblemente potente: la niña de catorce años Mathilda Pérez.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217