2. El ejército de Gray Horse

Si no me crees, pregúntale al Ejército de Gray Horse.

ALONDRA NUBE DE HIERRO

NUEVA GUERRA + 2 MESES

Los problemas internos de Gray Horse empezaron a aumentar durante los meses sin incidentes que siguieron a la Hora Cero. El Gran Rob tardaría un año en desarrollar máquinas andantes eficaces capaces de cazar seres humanos en zonas rurales. Durante esa época, la juventud descontenta se convirtió en un importante problema para la comunidad aislada.

Antes de que Gray Horse se convirtiera en un foco de resistencia humana de fama mundial, tuvo que madurar. En las siguientes páginas, el agente Lonnie Wayne Blanton relata la historia de la calma que precedió a la tempestad y describe cómo un joven miembro de una banda cherokee influyó en el destino de todos los habitantes de Gray Horse y de más allá.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Una vez más, Hank Cotton ha dejado que su genio le pierda. Es el único hombre que conozco que sabe manejar una escopeta del calibre doce y hacer que parezca una caña de pescar para niños. Ahora mismo está apuntando con un arma de acero negro a un muchacho cherokee llamado Alondra —un aspirante a gángster—, y veo humo saliendo del cañón.

Busco cadáveres pero no veo ninguno. Supongo que debe de haber hecho un disparo de advertencia. «Bien hecho, Hank —pienso—. Estás aprendiendo».

—Alto, todo el mundo —digo—. Todos sabéis que mi trabajo consiste en averiguar lo que pasa.

Hank no aparta la vista del chico.

—No te muevas —dice, agitando el arma para recalcarlo. Luego por lo menos baja la escopeta y se vuelve hacia mí—. He pillado a nuestro amiguito robando comida del economato. Y no es la primera vez. He estado allí escondido todas las noches, esperando para echarle el guante al cabroncete. Como era de esperar, ha entrado con otros cinco y ha empezado a coger todo lo que ha podido.

Alondra Nube de Hierro. Es un chico bastante atractivo, alto y delgado, con demasiadas marcas de acné para ser considerado del todo guapo. Lleva una especie de uniforme paramilitar negro sobre negro muy moderno y una sonrisa arrogante capaz de mandarlo a la tumba si lo dejo a solas con Cotton más de dos segundos.

—En fin —dice Alondra—. Eso es una patraña. He pillado a esta bola de sebo robando comida. Si no me crees, pregúntale al Ejército de Gray Horse. Ellos me apoyan.

—Eso es mentira, Lonnie Wayne —dice Hank.

Si pudiera poner los ojos en blanco, desde luego lo haría. Por supuesto que es mentira. Alondra miente de maravilla. Sus mentiras suenan tan naturales como el borboteo de un arroyo. Todo está en su forma de comunicarse. Qué demonios, en la forma de comunicarse de muchos jóvenes. Mi hijo Paul me lo enseñó. Pero no puedo llamar al chico mentiroso y meterlo en la cárcel de mala muerte de Gray Horse. Ya oigo a los demás reuniéndose fuera de este pequeño cobertizo.

El Ejército de Gray Horse.

Da la casualidad de que Alondra Nube de Hierro está al mano de unos ciento cincuenta jóvenes, algunos osage y otros no, que se aburrían tanto que se juntaron y decidieron formar una banda: el EGH. De los tres mil ciudadanos que han estado en esta colina intentando empezar una nueva vida, son los únicos que no han encontrado un lugar propio.

Los jóvenes de Gray Horse. Son fuertes, están furiosos y se han quedado huérfanos. Tener a esos chicos paseándose por el pueblo en grupos desmadrados es como dejar dinamita al sol: algo muy útil convertido en un accidente a punto de ocurrir.

Alondra se sacude la chaqueta, levantándose el alto cuello negro por detrás de la cabeza para que enmarque su sonrisa burlona. Parece el protagonista de una película de espías: cabello moreno embadurnado de brillantina, guantes negros y uniforme metido por dentro de unas botas negras pulidas.

Ni una preocupación en el mundo.

Si ese chico sufre algún percance, no habrá suficiente espacio en nuestra cárcel para hacer frente a las consecuencias. Y sin embargo, si se va de rositas, estaremos provocando nuestra lenta destrucción desde dentro. Si dejas bastantes garrapatas en un perro, muy pronto no quedará mucho del perro.

—¿Qué vas a hacer, Lonnie? —pregunta Hank—. Tienes que castigarlo. Todos dependemos de esa comida. No podemos permitir que nuestra propia gente nos robe. ¿No tenemos ya bastantes problemas?

—Yo no he hecho nada —replica Alondra—. Y pienso largarme de aquí. Si quieres detenerme, también tendrás que detener a mi gente.

Hank levanta el arma, pero le indico que la baje con la mano. Hank Cotton es un hombre orgulloso. No tolerará que le falten al respeto. Ya se están acumulando nubarrones en su cara cuando el muchacho se marcha sin prisa. Sé que es mejor que hable rápido con el chico, antes de que caiga un rayo en forma de cartucho del doce.

—Déjame hablar contigo un momento fuera, Alondra.

—Tío, ya te he dicho que no…

Agarro al muchacho por el codo y lo atraigo hacia mí.

—Si no me dejas hablar contigo, hijo, ese hombre de ahí te va a disparar. No importa lo que hayas hecho o hayas dejado de hacer. No se trata de eso. Se trata de si quieres salir de aquí por tu propio pie o que te saquen.

—Bien. Como quieras —dice Alondra.

Salimos juntos a la noche. Alondra saluda con la cabeza a un grupo de colegas suyos que fuman debajo de una bombilla colgada sobre la puerta. Me fijo en que la banda ha garabateado nuevas inscripciones por todo el pequeño edificio.

No podemos hablar aquí. No servirá de nada tener a Alondra alardeando delante de sus admiradores. Nos alejamos unos cincuenta metros, por encima del risco de piedra.

Contemplo las frías y vacías llanuras que nos han mantenido a salvo tanto tiempo. La luna llena tiñe de color plateado el mundo allí abajo. Salpicada de las sombras de las nubes que proyecta la luna, la pradera de hierba alta se pierde meciéndose hasta el horizonte, donde besa las estrellas.

Gray Horse es un lugar precioso. Vacío durante muchos años y ahora lleno de vida. Pero en este momento de la noche, vuelve a ser lo que es en el fondo: un pueblo fantasma.

—¿Te aburres, Alondra? ¿Es ese el problema? —pregunto.

Él me mira, considera la posibilidad de fingir, pero se da por vencido.

—Sí, joder. ¿Por qué?

—Porque no creo que quieras hacer daño a nadie. Creo que eres joven y estás aburrido. Lo entiendo. Pero las cosas no van a seguir así, Alondra.

—¿No van a seguir cómo?

—Las peleas y las pintadas. Los robos. Tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.

—Sí, claro. Aquí no pasa nada.

—Las máquinas no se han olvidado de nosotros. Cierto, estamos en el quinto pino, demasiado lejos para los coches y los robots de ciudad. Pero las máquinas han estado trabajando para resolver ese problema.

—¿De qué estás hablando? Desde la Hora Cero no hemos visto casi nada. Y si nos quieren muertos, ¿por qué no nos vuelan con misiles?

—No hay suficientes misiles en el mundo. De todas formas, creo que ya han usado las armas gordas en las ciudades grandes. Nosotros no somos importantes, hijo.

—Es una forma de verlo —contesta Alondra con sorprendente seguridad—. Pero ¿sabes lo que creo yo? Creo que no les interesamos. Me parece que todo fue un gran error. Si no, ya nos habrían lanzado una bomba atómica, ¿no?

El chico ha pensado en ello.

—Las máquinas no nos han lanzado ninguna bomba porque les interesa el mundo natural. Quieren estudiarlo, no volarlo por los aires.

Noto el viento de la pradera en la cara. Casi sería mejor que a las máquinas les diera igual nuestro mundo. Sería más fácil.

—¿Has visto todos los ciervos que hay? —pregunto—. Los búfalos están volviendo a las llanuras. Demonios, solo han pasado un par de meses desde la Hora Cero y casi se pueden coger peces con las manos en el arroyo. No es que las máquinas no estén haciendo caso a los animales. Los están protegiendo.

—Entonces, ¿crees que los robots están intentando librarse de las termitas sin hacer explotar la casa? ¿Matarnos sin matar nuestro mundo?

—Es el único motivo que se me ocurre que justifique la manera en que están viniendo a por nosotros. Y es la única forma en que me explico… determinados sucesos recientes.

—Hace meses que no vemos máquinas, Lonnie. Joder, tío. Ojalá nos atacaran. No hay nada peor que estar de brazos cruzados sin apenas electricidad y sin nada que hacer.

Esta vez sí que pongo los ojos en blanco. Construir vallas, reparar edificios, plantar cultivos… Nada que hacer. Señor, ¿qué les pasa a nuestros hijos que esperan que se lo demos todo hecho?

—Quieres luchar, ¿verdad? —pregunto—. ¿Te refieres a eso?

—Sí. Me refiero a eso. Estoy cansado de esconderme en esta colina.

—Entonces tengo que enseñarte algo.

—¿Qué?

—No está aquí, pero es importante. Coge un saco de dormir y reúnete conmigo por la mañana. Estaremos fuera unos días.

—Ni de coña, colega. Que te den.

—¿Tienes miedo?

—No —contesta él, sonriendo burlonamente—. ¿Miedo de qué?

La hierba de las llanuras de abajo se mece como el mar. Resulta relajante observarla, pero uno se pregunta qué monstruos podrían estar ocultos bajo esas tranquilas olas.

—Quiero saber si tienes miedo de lo que hay ahí fuera, en la oscuridad. No sé lo que es. Supongo que es lo desconocido. Si tienes miedo, puedes quedarte. No te molestaré. Pero hay que enfrentarse a lo que hay ahí fuera, y esperaba que tuvieras el valor necesario.

Alondra se estira y abandona su sonrisa torcida.

—Soy más valiente que cualquiera de las personas que conoces —dice.

Joder, parece como si lo dijera en serio.

—Más te vale, Alondra —digo, observando cómo la hierba se ondula con el viento de la pradera—. Más te vale.

Alondra me sorprende al amanecer. Estoy charlando con John Tenkiller, sentados en un leño y pasándonos un termo de café. Tenkiller me está soltando sus acertijos, y yo me dedico medio a escucharle y medio a observar cómo el sol sale sobre las llanuras.

Entonces Alondra Nube de Hierro aparece a la vuelta de la esquina. El chico ha traído sus cosas y está listo para marchar. Sigue vestido como un soldado de la mafia de una película de ciencia ficción, pero al menos lleva unas botas cómodas. Nos mira detenidamente a Tenkiller y a mí con abierta suspicacia, pasa por delante de nosotros y enfila el sendero que se aleja de la colina de Gray Horse.

—Vamos si hay que ir —dice.

Me bebo el café, cojo mi mochila y me voy con el muchacho larguirucho. Antes de que los dos tomemos el primer recodo, me vuelvo y miro a John Tenkiller. El viejo guardián del tambor levanta la mano, con sus ojos azules brillando a la luz de la mañana.

Lo que tengo que hacer no va a ser fácil, y Tenkiller lo sabe.

El chico y yo bajamos la colina durante toda la mañana. Al cabo de treinta minutos, tomo la delantera. Puede que Alondra sea valiente, pero desde luego no sabe adónde va. En lugar de dirigirnos al oeste sobre la alta hierba de las llanuras, vamos al este. Directo al bosque de hierro fundido.

Es un nombre que le hace justicia. De las hojas muertas brotan largos y estrechos robles estrellados mezclados con robles de Maryland menos frondosos. Los dos tipos de árboles son tan negros y tan duros que parecen más de metal que de madera. Hace un año no me habría imaginado lo útiles que resultarían.

Cuando llevamos tres horas de caminata nos acercamos al sitio al que nos dirigimos: un pequeño claro del bosque. Es la zona donde vi por primera vez los rastros. Un sendero de agujeros rectangulares en el barro, cada una de las huellas es del tamaño de una baraja de cartas. Lo máximo que averigüé es que eran de algo con cuatro patas. Algo pesado. No había excrementos por ninguna parte. Y no distinguía una pata de otra.

La sangre se me heló en las venas cuando lo comprendí: los robots se habían construido piernas adecuadas para viajar por el monte a través del barro, el hielo y el campo agreste. Ningún hombre ha construido jamás una máquina tan veloz.

Como fueron las únicas huellas que encontré, me imaginé que eran de algún tipo de observador enviado allí arriba a fisgonear. Me llevó tres días de rastreo encontrar esa cosa. Se movía muy sigilosamente usando motores eléctricos. Y se quedaba inmóvil mucho tiempo. Seguir el rastro de una máquina en la naturaleza es muy distinto de seguir el rastro de un animal salvaje o un hombre. Peculiar, pero te acabas acostumbrando.

—Ya hemos llegado —anuncio a Alondra.

—Ya era hora —dice él, lanzando la mochila al suelo.

Da un paso dentro del claro, pero lo agarro por la chaqueta y lo levanto al tirar de él hacia atrás.

Un rayo plateado pasa zumbando muy cerca de su cara como un mazo y no le alcanza por escasos centímetros.

—Pero ¿qué coño…? —exclama Alondra, soltándose de mis manos y estirando el cuello para mirar hacia arriba.

Y allí está, un robot con cuatro patas del tamaño de un ciervo, colgado por las dos patas delanteras de mi cable de acero. Ha estado allí totalmente quieto hasta que hemos entrado en su línea de tiro.

Oigo rechinar unos motores pesados mientras la máquina lucha por liberarse, balanceándose a un metro y veinte centímetros del suelo. Es francamente inquietante. Esa cosa se mueve de forma tan natural como cualquier animal del bosque, retorciéndose en el aire. Pero a diferencia de cualquier animal vivo, las patas de la máquina son de color negro azabache y están hechas de un montón de capas de algo que parecen tuberías. Tiene unas pequeñas pezuñas metálicas, planas en la suela y cubiertas de barro. Hay tierra y hojas endurecidas en ellas.

A diferencia de un ciervo, esta máquina no tiene exactamente cabeza.

Las piernas se unen en el centro en un tronco con jorobas para los potentes motores de las articulaciones. A continuación, fijado debajo del cuerpo, hay un estrecho cilindro con lo que parece el objetivo de una cámara. Tiene aproximadamente el tamaño de una lata de refresco. Ese pequeño ojo gira de un lado a otro mientras la máquina intenta averiguar cómo salir de esta.

—¿Qué es eso? —pregunta Alondra.

—Hace una semana puse esta trampa. A juzgar por los cortes del cable de acero en la corteza del árbol, esa cosa quedó atrapada muy poco después.

Por suerte para mí, estos árboles son fuertes como el acero fundido.

—Al menos está sola —dice Alondra.

—¿Cómo lo sabes?

—Si hubiera más, las habría llamado para que la ayudaran.

—¿Cómo? No veo que tenga boca.

—¿En serio? ¿Ves la antena? Radio. Esa cosa se comunica por radio con otras máquinas.

Alondra se acerca un poco a la máquina y la observa de cerca. Por primera vez, abandona la pose de tipo duro. Parece curioso como un niño de cuatro años.

—Es una máquina simple —dice Alondra—. Es un transportador de suministros militares modificado. Probablemente lo usan para hacer un mapa del terreno. Nada del otro mundo. Solo patas y ojos. Ese bulto de debajo de los omóplatos seguramente es el cerebro. Averigua lo que está viendo. Lo tiene ahí porque es la parte más protegida de la máquina. Si le quitaras esa parte, se quedaría lobotomizada. Vaya, vaya. Fíjate en las patas. ¿Ves las garras retráctiles que tiene ahí debajo? Menos mal que no puede llegar al cable con ellas.

Caramba, este chico tiene buen ojo para las máquinas. Observo cómo mira esa cosa, fijándose en todo. Luego reparo en que hay otros rastros en el suelo a su alrededor por todo el claro.

Se me eriza el vello de las pantorrillas y de los brazos. No estamos solos. Esa cosa ha pedido ayuda. ¿Cómo he podido pasarlo por alto?

—Me pregunto cómo sería ir montado en una de esas cosas —comenta Alondra.

—Coge la mochila —digo—. Tenemos que largarnos. Ahora.

Alondra mira adonde yo estoy mirando, ve las marcas recientes en el suelo y comprende que hay otra de esas cosas suelta. Coge la mochila sin pronunciar palabra. Nos internamos en el bosque a toda prisa. Detrás de nosotros, el caminante permanece colgado viendo con su cámara cómo nos marchamos. Sin pestañear.

Nuestra pequeña carrera de huida se convierte en marcha y, luego, en una caminata de varios kilómetros.

Acampamos cuando el sol se pone. Preparo una pequeña fogata, asegurándome de que el humo no se vea entre las ramas de un árbol próximo. Nos sentamos sobre las mochilas alrededor de la lumbre, hambrientos y cansados mientras empieza a hacer frío.

Me guste o no, es el momento de abordar el verdadero motivo por el que estoy aquí.

—¿Por qué lo haces? —pregunto—. ¿Por qué intentas ser un gángster?

—No somos gángsteres. Somos guerreros.

—Pero un guerrero lucha contra el enemigo, ¿sabes? Acabaréis haciendo daño a vuestra propia gente. Solo un hombre puede ser un guerrero. Cuando un chico intenta comportarse como un combatiente, se convierte en un gángster. Un gángster no tiene ningún objetivo.

—Nosotros tenemos un objetivo.

—¿Tú crees?

—La hermandad. Cuidamos unos de otros.

—¿Contra quién?

—Contra cualquiera. Contra todo el mundo. Contra ti.

—¿Yo no soy tu hermano? Los dos somos nativos, ¿no?

—Ya lo sé. Y llevo mi cultura dentro de mí. Yo soy eso. Siempre va a formar parte de mí. Son mis raíces. Pero allí arriba todos luchan contra todos. Todo el mundo tiene un arma.

—Tienes razón —digo.

El fuego crepita, consumiendo metódicamente un leño.

—¿Lonnie? —pregunta Alondra—. ¿A qué viene esto realmente? Vamos, suéltalo, abuelo.

Probablemente el chico no lo va a encajar bien, pero me está presionando y no voy a mentirle.

—Has visto a lo que nos enfrentamos, ¿verdad?

Alondra asiente con la cabeza.

—Necesito que unas el Ejército de Gray Horse a la policía tribal Light Horse.

—¿Que me asocie con la policía?

—Vosotros os consideráis un ejército. Pero nosotros necesitamos un ejército de verdad. Las máquinas están cambiando. Dentro de poco vendrán a matarnos. A todos. Así que si te interesa proteger a tus hermanos, más vale que empieces a pensar en todos tus hermanos. Y también en todas tus hermanas.

—¿Cómo lo sabes con seguridad?

—No lo sé con seguridad. Nadie sabe nada con seguridad. Y los que dicen saberlo son o predicadores o vendedores de algo. El caso es que… esto me da mala espina. Se están produciendo demasiadas casualidades. Me recuerda a antes de que todo esto sucediera.

—No sé lo que pasó con las máquinas, pero ya terminó. Están ahí fuera, estudiando el bosque. Pero si las dejamos en paz, ellas también nos dejarán a nosotros en paz. De quien tenemos que preocuparnos es de la gente.

—El mundo es un sitio misterioso, Alondra. Somos muy pequeños en esta roca. Podemos encender fuego, pero ahí fuera, en el mundo, se está viviendo una pesadilla. El deber de un guerrero es enfrentarse a la noche y proteger a su gente.

—Yo cuido de mis chicos. Me da igual lo que te diga tu instinto: no esperes que el EGH venga a rescataros.

Resoplo. Las cosas no están saliendo como yo esperaba, pero sí como yo predecía.

—¿Dónde está la comida? —pregunta Alondra.

—No he traído ninguna.

—¿Qué? ¿Por qué no?

—El hambre es buena. Te hará más paciente.

—Mierda. Esto es genial. No hay comida y nos persigue un puñetero robot de monte.

Saco una rama de salvia de la mochila y la lanzo al fuego. El dulce aroma de las hojas en llamas se eleva en el aire a nuestro alrededor. Es el primer paso del ritual de transformación. Cuando Tenkiller y yo planeamos esto, no pensaba que temería tanto por Alondra.

—Y estás perdido —comento.

—¿Qué? ¿No sabes el camino de vuelta?

—Sí.

—¿Entonces?

—Tienes que encontrar el camino. Aprender a depender de ti mismo. Eso significa hacerse hombre. Mantener a tu gente en lugar de que te mantengan.

—No me gusta adonde está yendo a parar esto, Lonnie.

Me levanto.

—Eres fuerte, Alondra. Creo en ti. Y sé que te volveré a ver.

—Espera, abuelo. ¿Adónde vas?

—A casa, Alondra. Vuelvo a casa con nuestra gente. Te veré allí.

Entonces me giro y me alejo en la oscuridad. Alondra se levanta de un brinco, pero solo me sigue hasta donde llega la luz de la lumbre. Más allá hay oscuridad, lo desconocido.

Allí es adonde tiene que ir Alondra, a lo desconocido. Todos tenemos que hacerlo en algún momento cuando crecemos.

—¡Eh! ¿Qué coño es esto? —grita a los árboles de hierro fundido—. ¡No puedes dejarme aquí!

Sigo andando hasta que el frío del bosque me engulle. Si camino durante la mayor parte de la noche, debería estar en casa al amanecer. Espero que Alondra también sobreviva para llegar a casa.

La última vez que hice algo parecido sirvió para convertir a mi hijo en hombre. Él me odió por ello, pero lo entendí. Por mucho que los hijos rueguen que se les trate como a adultos, a nadie le gusta abandonar la infancia. Lo deseas y sueñas con ello, pero en cuanto lo consigues te preguntas qué has hecho. Te preguntas en qué te has convertido.

Pero se avecina la guerra, y solo un hombre puede dirigir el Ejército de Gray Horse.

Tres días después, mi mundo está a punto de saltar en pedazos. Ayer los pandilleros del Ejército de Gray Horse empezaron a acusarme de asesinar a Alondra Nube de Hierro. No hay forma de demostrar otra cosa. Ahora están exigiendo mi sangre a gritos delante del consejo.

Todo el mundo está reunido en los bancos en el claro donde realizamos el círculo del tambor. El viejo John Tenkiller no pronuncia palabra; se limita a encajar los insultos de los chicos de Alondra. Hank Cotton está de pie junto a él, con sus grandes puños cerrados. La policía tribal Light Horse se encuentra agrupada, presenciando con tensión una guerra civil en toda regla.

Yo estoy pensando que tal vez la jugada haya sido un tremendo error.

Pero antes de que todos podamos empezar a matarnos unos a otros, un Alondra Nube de Hierro magullado y ensangrentado sube la colina tambaleándose y entra en el campamento. Todo el mundo se queda boquiabierto al ver lo que ha traído: una máquina andante con cuatro patas atada con un cable de acero a su mochila. Todos nos quedamos sin habla, pero John Tenkiller se levanta y se acerca como si Alondra hubiera llegado en el momento justo.

—Alondra Nube de Hierro —dice el viejo guardián del tambor—. Partiste de Gray Horse siendo un niño. Vuelves siendo un hombre. Nos apenó que te fueras, pero nos regocija que hayas vuelto nuevo y cambiado. Bienvenido a casa, Alondra Nube de Hierro. Gracias a ti, nuestra gente vivirá.

El auténtico Ejército de Gray Horse había nacido. Alondra y Lonnie no tardarían en combinar la policía tribal y el EGH en un solo cuerpo. La noticia de la existencia de ese ejército se propagó por todo Estados Unidos, sobre todo cuando iniciaron una política de captura y domesticación del mayor número posible de observadores caminantes. Los caminantes más grandes capturados formaron la base de un arma humana decisiva de la Nueva Guerra, un artefacto tan asombroso que al oír hablar de él supuse que no era más que un rumor disparatado: el tanque araña.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217