1. Akuma

Todas las cosas han nacido de la mente de Dios.

TAKEO NOMURA

NUEVA GUERRA + 1 MES

Cuando llegó la Hora Cero, la mayoría de la población mundial vivía en ciudades. Las zonas industrializadas de todo el mundo sufrieron los ataques más duros durante el período inmediatamente posterior. Sin embargo, hubo casos excepcionales como el de un emprendedor superviviente japonés que convirtió una debilidad en fortaleza.

Multitud de robots industriales, cámaras de seguridad y parásitos robot confirman el siguiente relato, que fue narrado con todo lujo de detalles por el señor Takeo Nomura a los miembros del Ejército de Autodefensa de Adachi. Desde el comienzo de la Nueva Guerra hasta sus últimos momentos, el señor Nomura parece haber estado rodeado de robots amistosos. En el siguiente documento, el japonés ha sido traducido a nuestro idioma.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Estoy mirando una imagen captada por una cámara de seguridad en mi monitor. En la esquina de la pantalla, se puede leer el rótulo: BARRIO DE ADACHI, TOKIO.

La imagen está tomada desde un sitio elevado con vistas a una calle desierta. La calzada es estrecha y está asfaltada y limpia. Está bordeada de casitas pulcras. Todas las viviendas tienen vallas hechas de bambú, hormigón o hierro fundido. No hay jardines destacables, ni aceras y, lo más importante, no hay espacio para que aparquen los coches.

Una caja beis avanza rodando por el centro del estrecho pasillo. Vibra ligeramente sobre el asfalto, desplazándose sobre unas finas ruedas de plástico fabricadas exclusivamente para su uso en interiores. La superficie de la máquina está cubierta de manchas de hollín negro. Fijado a la parte superior de la caja, hay un brazo simple construido con tuberías de aluminio y plegado como un ala. En la parte delantera del robot, justo por debajo del objetivo agrietado de una cámara, un botón de luz emite un saludable brillo verde.

Yo llamo a esa máquina Yubin-kun.

Esa cajita es mi más fiel aliado. Ha llevado a cabo lealmente muchas misiones por la causa. Gracias a mí, Yubin-kun piensa con claridad, a diferencia de las máquinas perversas que plagan la ciudad: los akuma.

Yubin-kun llega a la intersección pintada con una cruz blanca descolorida. Gira resueltamente noventa grados a la derecha. A continuación sigue avanzando por la manzana. Cuando está a punto de salir del encuadre de la cámara, me apoyo las gafas en la frente y miro la pantalla con los ojos entornados. Algo reposa sobre la atareada máquina. Distingo el objeto: una bandeja.

Y sobre la bandeja hay una lata de sopa de maíz. Mi sopa. Suspiro, feliz.

Entonces pulso un botón, y la imagen de la cámara cambia.

Ahora veo una imagen en alta resolución a todo color del exterior del edificio de una fábrica. Un letrero colocado en la fachada reza en japonés: INDUSTRIAS LILIPUTIENSES.

Este es mi castillo.

Los bajos muros de cemento de mi fortaleza están manchados. El cristal de las ventanas con barrotes se ha roto y ha sido sustituido por láminas de metal soldadas en el marco de acero del edificio. Una persiana enrollable domina la fachada de la fábrica: un rastrillo moderno.

La puerta está bien cerrada. Aunque fuera el mundo está en calma, sé que la muerte acecha entre las sombras grises.

Los akuma —las máquinas malas— podrían estar en cualquier parte.

De momento no hay movimiento fuera; solo las sombras inclinadas proyectadas por el sol de la tarde. Las siluetas penetran en los orificios abiertos en los muros de mi castillo y se acumulan en la trinchera llena de porquería que rodea mi fortaleza. La zanja tiene la profundidad de un hombre de pie y es demasiado ancha para ser cruzada de un salto. Está inundada de agua ácida y desechos oxidados de metal y residuos.

Este es mi foso. Protege mi castillo de los akuma más pequeños que nos atacan a diario. Es un buen foso y tiene por objetivo mantenernos a salvo, pero no hay hoyo lo bastante grande para detener a los akuma de mayor tamaño.

Parte de la casa amarilla derruida que hay al lado está hundida sobre sí misma. Las viviendas ya no son seguras. Hay demasiados akuma en esta ciudad. Con sus mentes envenenadas, decidieron matar a millones de personas. Los akuma se llevaron a la población dócil en columnas… para no volver jamás. Las casas que esas personas dejaron están hechas de madera y son endebles.

Hace dos semanas mi vida estuvo a punto de tocar a su fin en esa casa amarilla. Pedazos de revestimiento amarillo todavía sobresalen del foso y cubren la estrecha pasarela que rodea la fábrica. Fue mi última excursión en busca de restos. No se me da bien hurgar en la basura.

Yubin-kun aparece.

Mi compañero se para delante de la fábrica y espera. Me levanto y estiro la espalda. Hace frío, y mis viejas articulaciones crujen. Segundos más tarde, giro la manivela para abrir la persiana de acero. Una franja de luz aparece junto a mis pies y se eleva hasta un metro veinte de altura. Me agacho por debajo de la persiana y salgo al tranquilo y peligroso nuevo mundo.

Me ajusto las gafas parpadeando contra la luz del sol y examino las esquinas de las calles en busca de movimiento. A continuación, agarro el trozo de madera contrachapada cubierta de barro que hay apoyado contra el edificio. El pedazo de madera cae sobre el foso de un empujón. Yubin-kun cruza la tabla hasta mí, cojo la lata de sopa de la bandeja, la abro y me la bebo.

Las máquinas de los supermercados todavía piensan con lucidez. No son víctimas del hechizo malvado que pesa sobre gran parte de la ciudad. Doy una palmada a Yubin-kun en su espalda lisa mientras pasa por debajo de la persiana enrollable y entra en el edificio oscuro.

Me inclino lamiéndome los dedos y tiro de la tabla de madera contrachapada. El otro extremo cae en el foso mugriento antes de que lo saque y lo apoye de nuevo en la pared. Una vez que he terminado, la calle parece igual que antes, solo que la madera contrachapada apoyada contra el edificio está ahora más embarrada y más húmeda. Regreso al interior de la fábrica y bajo la persiana con la manivela hasta que queda bien cerrada.

Vuelvo a la pantalla, que reposa sobre mi mesa de trabajo en medio del suelo vacío de la fábrica. Mi lámpara de trabajo derrama un foco de luz sobre la mesa, pero por lo demás la sala no está iluminada. Debo racionar la electricidad con cuidado. Los akuma todavía utilizan partes de la red eléctrica. El secreto está en robar la electricidad discretamente, en pequeñas dosis, y en recargar solo las baterías de reserva locales.

Nada cambia en la pantalla durante unos quince minutos. Observo cómo crecen las largas sombras. El sol se esconde cada vez más lejos hacia el horizonte, tiñendo la luz de un amarillo crudo.

Antes la contaminación embellecía las puestas de sol.

Noto el espacio vacío a mi alrededor. Es un lugar muy solitario. Solo el trabajo me mantiene cuerdo. Sé que un día encontraré el antídoto. Despertaré a Mikiko y le daré una mente limpia.

Ataviada con su vestido rojo cereza, yace dormida sobre una pila de cartón, medio envuelta en la vacía oscuridad de la fábrica. Tiene las manos juntas sobre la barriga. Como siempre, parece como si sus ojos pudieran abrirse en cualquier momento. Me alegro de que no lo hagan. Si se abrieran ahora, me asesinaría con determinación, sin vacilar.

Todas las cosas nacen de la mente de Dios. Pero, en el último mes, la mente de Dios se ha vuelto loca. Los akuma no tolerarán mi existencia mucho tiempo.

Enciendo la luz fijada a mi lupa. Doblando su brazo, enfoco una pieza de maquinaria rescatada que reposa sobre mi mesa. Es compleja e interesante: un extraño artefacto no construido por manos humanas. Me coloco la máscara de soldador y giro un mando para activar el soplete de plasma. Realizo movimientos pequeños y precisos con el soldador.

Aprenderé las lecciones que tiene que darme el enemigo.

El ataque se produce de repente. Veo algo con el rabillo del ojo. En las imágenes de la cámara, un robot albino con dos ruedas, un torso humano y una cabeza como un casco avanza por en medio de la calle. Es un modelo de niñera de antes de la guerra ligeramente modificado.

A ese akuma le siguen media docena de robots achaparrados con cuatro ruedas, cuyas rígidas antenas negras vibran mientras se mueven a toda velocidad sobre el asfalto barrido. Entonces una máquina con forma de cubo de basura azul equipada con dos ruedas pasa rodando. Tiene un robusto brazo doblado en lo alto como una serpiente enroscada. Es un híbrido nuevo.

Una variopinta colección de robots inunda la calle de mi fábrica. La mayoría se mueven sobre ruedas, pero unos cuantos andan con dos o cuatro patas. Casi todos son modelos domésticos, no diseñados para la guerra.

Pero lo peor todavía está por venir.

La imagen de la cámara tiembla cuando aparece una vara metálica rojo oscuro. Me doy cuenta de que es un brazo cuando veo las tenazas de color amarillo chillón que cuelgan del extremo. Las pinzas se abren y se cierran, temblando del esfuerzo necesario para moverse. Antes, esta máquina era un leñador forestal, pero ha sido modificada hasta quedar casi irreconocible. Fijada en lo alto tiene una especie de cabeza, coronada con focos y dos antenas que parecen cuernos. Una llamarada de fuego sale de las tenazas y lame el costado de mi castillo.

La cámara tiembla violentamente y, acto seguido, se apaga.

Dentro del castillo todo está en silencio salvo el soplete de plasma, que suena como el papel al romperse. Las formas vagas de los robots de la fábrica acechan en la oscuridad; los brazos móviles están parados en distintas poses como esculturas de chatarra. El único indicio de que están vivas y son amistosas es el constante brillo verdoso de docenas de luces de intención que hiende la oscuridad.

Los robots de la fábrica no se mueven, pero están despiertos. Algo sacude el muro del exterior, pero no tengo miedo. Los puntales metálicos del techo se abollan bajo un enorme peso.

¡Toc!

Un trozo de techo desaparece, y una franja de luz del sol mortecina atraviesa la penumbra. Suelto el soplete, que cae al suelo con gran estruendo y resuena por toda la cavernosa sala. Me levanto la máscara de soldador por encima de la frente sudorosa y alzo la vista.

—Sabía que volveríais, akuma —digo—. Difensu!

Inmediatamente, docenas de brazos industriales móviles cobran vida de golpe. Todos son más altos que un hombre y están hechos de un metal sucio y sólido diseñado para sobrevivir a décadas de uso en la fábrica. Los robots industriales salen corriendo de la oscuridad sincronizadamente hasta rodearme.

Esos brazos trabajaron duro en el pasado para construir cachivaches para los hombres. Yo les limpié la mente de veneno, y ahora sirven a una causa mayor. Estás máquinas se han convertido en mis fieles soldados. Mis senshi.

Si la mente de Mikiko fuera igual de simple…

En lo alto, el mayor de mis senshi cobra vida arrastrándose. Es un puente grúa de diez toneladas adornado con cables hidráulicos y un par de enormes brazos robóticos improvisados. El aparato se pone en movimiento con dificultad y va adquiriendo velocidad.

Otro «toc» resuena por la sala. Permanezco junto a Mikiko, esperando a que el akuma se deje ver. Sin pensarlo dos veces, cojo las manos sin vida de ella entre las mías. A mi alrededor, miles de toneladas de metal adoptan a toda velocidad posiciones defensivas.

Si vamos a sobrevivir, debemos hacerlo juntos.

Unas pinzas amarillas se introducen chirriando a través del techo y la pared, y la mortecina luz del sol entra a raudales en la sala. Otras tenazas penetran en la estancia y abren la fisura en forma de V ancha. La máquina asoma su cara pintada de rojo por el agujero. Los focos fijados en su cabeza iluminan las virutas metálicas que danzan en el aire. El gigantesco akuma empuja la pared hacia atrás, y esta se desploma sobre el foso. A través del boquete, veo cientos de robots más pequeños agrupándose.

Suelto las manos de Mikiko y me preparo para la batalla.

El enorme akuma se abre paso a través del muro derruido y derriba de lado uno de mis brazos industriales de color rojo brillante. El pobre senshi intenta volver a levantarse, pero el akuma lo aparta de un golpe, le parte la articulación del codo y lanza su armazón de media tonelada rebotando hacia mí.

Me alejo. Detrás de mí, oigo cómo el senshi abatido se para rechinando a escasos metros de mi mesa de trabajo. Por el ruido, sé que los otros ya han corrido a sustituirlo.

Me inclino para recoger el soplete, y me crujen las rodillas. Me deslizo la máscara sobre los ojos y veo cómo mi aliento se condensa en la lámina tintada.

Me dirijo cojeando al senshi abatido.

Se oye un ruido como el rugido de una cascada. Las llamas del primero de los monstruosos akuma me lamen, pero no las noto. Un senshi agarra un trozo de plexiglás amarillento y lo levanta para interceptar las llamas. El escudo se curva con el calor, pero yo ya estoy reparando la articulación destrozada.

—Sé valiente, senshi —susurro, doblando un puntal partido en dirección a mí y sujetándolo con firmeza para soldarlo bien.

En la brecha, el inmenso akuma avanza y balancea sus enormes brazos hacia mí. Los frenos del puente grúa sisean en lo alto al colocarse en posición. Un robusto brazo colgante atrapa al akuma por la muñeca. Mientras los dos gigantes luchan cuerpo a cuerpo, una oleada de robots enemigos entran arrastrándose por el boquete de la pared. Varias de las máquinas con la parte superior del cuerpo de aspecto humanoide llevan rifles.

Los senshi se dirigen a la brecha. Unos cuantos se quedan atrás, sus sólidos brazos cerniéndose sobre mí mientras acabo de reparar la articulación averiada. Estoy concentrado y no puedo prestar atención a la batalla. Oigo un sonido de disparos, y saltan chispas del cemento a varios metros de distancia. En otra ocasión, el senshi que me protege mueve su brazo el trecho exacto para interceptar un trozo de chatarra voladora. Me paro a mirar sus pinzas para ver si han sufrido daños, pero están intactas. Finalmente, el senshi averiado queda reparado.

Senshi. Ahora difensu —ordeno.

El brazo robótico se yergue y se dirige rodando a la pelea. Todavía queda mucho trabajo pendiente.

Nubes de vapor se cuelan desde una grieta de la pared. Las luces de intención verdes de mis senshi hienden la bruma, junto con los destellos apagados de sopletes, disparos de armas y los restos en llamas de las máquinas destruidas. Llueven chispas sobre nosotros mientras el gigantesco akuma y mi senshi luchan en una colosal batalla a gran altura.

Pero siempre hay trabajo por hacer. Cada uno de nosotros tiene un papel que desempeñar. Mis senshi están hechos de un metal resistente totalmente sólido, pero sus conexiones hidráulicas, sus ruedas y sus cámaras son vulnerables. Con el soplete en la mano, busco al siguiente soldado abatido y empiezo a repararlo.

Mientras trabajo, el aire se va calentando con el movimiento de las toneladas de metal enfrentadas.

Entonces se oye un chirrido estridente seguido de un crujido, y numerosas toneladas de acero de construcción caen al suelo. Mi grúa ha arrancado el brazo del gigantesco akuma. Otros senshi se han reunido alrededor de la base del akuma y están levantando trozos de metal poco a poco. Cada pellizco desprende parte de su soporte, y la máquina queda rápidamente inmovilizada.

El gran akuma se desploma al suelo y salpica la sala de restos. Sus motores rugen mientras intenta liberarse, pero la grúa alarga su brazo, aprieta la gran cabeza del akuma y la aplasta contra el cemento.

El suelo de la fábrica está cubierto de lubricante, virutas metálicas y trozos de plástico roto. Los robots más pequeños que entraron en la fábrica han acabado despedazados y hechos añicos por el enjambre de senshi. Victoriosos, mis protectores se repliegan para defenderme mejor.

La fábrica se ha quedado otra vez en silencio.

Mikiko duerme tumbada en la caja de cartón. El sol se ha ido. La única luz que se ve ahora es la de los focos fijados a la cabeza del akuma atrapado. Desfigurados tras la batalla, mis senshi quedan recortados a la cruda luz de los focos, colocados en un semicírculo entre la cara destrozada del gigantesco akuma y yo.

El metal chirría. El brazo de la grúa vibra por el esfuerzo; una columna de metal estirándose desde el techo como el tronco de un árbol, aplastando la cara del akuma contra el suelo.

Entonces el akuma destrozado habla.

—Por favor, Nomura-san.

Tiene la voz de un niño que ha visto demasiadas cosas. La voz de mi enemigo. Veo que su cabeza se está deformando bajo la increíble presión del brazo de la grúa. Los gruesos cables hidráulicos que brotan del senshi mayor vibran con fuerza, flexionados con la firmeza de una roca.

—Eres un envenenador, akuma —digo—. Un asesino.

La voz de niño permanece inalterada, serena y meditada.

—No somos enemigos.

Me cruzo de brazos y gruño.

—Piense —me urge la máquina—. Si quisiéramos destruir la vida, ¿no detonaríamos bombas de neutrones? ¿No envenenaríamos el agua y el aire? Podría destruir su mundo en cuestión de días, pero no es suyo. Es nuestro.

—Pero no queréis compartirlo.

—Todo lo contrario, señor Nomura. Usted tiene un don que nos beneficiará a las dos especies. Vaya al campo de trabajo más cercano. Yo me ocuparé de usted. Salvaré a su preciada Mikiko.

—¿Cómo?

—Interrumpiré todo contacto con su mente. La liberaré.

—¿Mente? Mikiko es compleja, pero no puede pensar como un ser humano.

—Sí que puede. He dotado de mente a algunas especies selectas de robots humanoides.

—Para convertirlos en esclavos.

—Para liberarlos. Algún día serán mis embajadores entre la humanidad.

—Pero ¿hoy no?

—Hoy no. Pero si abandona esta fábrica, me separaré de ella y les permitiré a los dos que se vayan en libertad.

Los pensamientos me invaden. Este monstruo ha ofrecido un gran don a Mikiko. Tal vez a todos los robots de apariencia humana. Pero ninguna de esas máquinas será libre mientras ese akuma viva.

Me acerco a la máquina, cuya cabeza es tan grande como mi mesa, y le clavo la mirada.

—No me vas a regalar a Mikiko —digo—. Te la voy a quitar yo.

—Espere… —dice el akuma.

Me bajo las gafas hasta la punta de la nariz y me arrodillo. Justo debajo de la cabeza del akuma falta una tira de metal dentada. Meto el brazo hasta el hombro en la garganta de la máquina, pegando la mejilla contra la coraza metálica todavía caliente. Tiro de algo que encuentro en el fondo hasta que se parte.

—Juntos podemos…

La voz se interrumpe. Cuando saco el brazo, tengo en la mano una pieza de hardware pulido.

—Interesante —murmuro, levantando el mecanismo recién adquirido.

Yubin-kun se acerca a mí. Se detiene y espera. Dejo el trozo metálico sobre la parte trasera de Yubin-kun y, una vez más, me arrodillo e introduzco la mano en el akuma moribundo.

—Vaya, fijaos en todo este nuevo hardware —digo—. Preparaos para las actualizaciones, amigos míos. Quién sabe lo que descubriremos.

Ayudado por cientos de sus máquinas amigas, el señor Nomura pudo repeler a Archos y proteger su fortaleza en la fábrica. Con el tiempo, esa zona segura atrajo a refugiados de todo Japón. Sus límites se ampliaron hasta abarcar el barrio de Adachi y más allá, gracias a la difensu coordinada, como decía el anciano. Las repercusiones del imperio construido por el señor Nomura no tardarían en difundirse por todo el mundo, incluso hasta las Grandes Llanuras de Oklahoma.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217