Deja que la policía se encargue de esta mierda, tío.
CORMAC «CHICO LISTO» WALLACE
HORA CERO
Esta narración está compuesta por una serie de datos combinados de cámaras y satélites que rastrearon toscamente las coordenadas GPS del teléfono que yo tenía en la Hora Cero. Como mi hermano y yo somos los sujetos de observación, he decidido narrar lo ocurrido a partir de mis recuerdos. Por supuesto, en su momento no teníamos ni idea de estar siendo vigilados.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Mierda. Aquí está, el día antes de Acción de Gracias. El día que todo empezó. Mi vida hasta entonces no había sido nada del otro mundo, pero al menos no me perseguían. No me sobresaltaba cuando estaba oscuro, preguntándome si algún bicho metálico intentaría cegarme, amputarme un miembro o contagiarme como un parásito.
Comparada con eso, mi vida antes de la Hora Cero era perfecta.
Estoy en Boston y hace un frío de mil pares de cojones. El viento me corta en las orejas como una cuchilla de afeitar mientras persigo a mi hermano por el centro comercial al aire libre Downton Crossing. Jack tiene tres años más que yo y, como siempre, está intentando hacer lo correcto. Pero yo me niego a hacerle caso.
Nuestro padre murió el verano pasado. Jack y yo viajamos al oeste y lo enterramos. Y eso fue todo. Dejamos a nuestra madrastra sola en California con un montón de maquillaje embadurnado de lágrimas y todo lo que papá tenía.
Bueno, casi todo.
Desde entonces, he estado durmiendo en el sofá de Jack. Gorroneando, lo reconozco. Dentro de unos días me voy a Estonia a hacer un encargo de periodismo gráfico para Nat Geo. Intentaré encontrar el próximo trabajo directamente desde allí para no tener que volver a casa.
Dentro de cinco minutos, el mundo entero perderá la puta chaveta. Pero yo no lo sé; solo intento alcanzar a Jack, tranquilizarlo y conseguir que se serene.
Agarro a Jack del brazo derecho antes de que lleguemos al ancho túnel descubierto que atraviesa el centro comercial por debajo de la calle. Jack se da la vuelta y, sin pensárselo dos veces, el muy capullo me da un puñetazo en la boca. El canino superior derecho me abre un agujerito en el labio inferior. Todavía tiene los puños levantados, y cuando me toco el labio con el dedo, lo tengo manchado de sangre.
—Creía que en la cara estaba prohibido, cabronazo —digo, expulsando nubes de vaho.
—Tú me has obligado, tío. He intentado escapar —contesta él.
Ya lo sé. Él siempre ha sido así. A pesar de todo, estoy un poco asombrado. Es la primera vez que me pega en la cara.
Debo de haberla cagado más de lo que pensaba.
Pero Jack ya tiene en el rostro esa expresión de «Lo siento». Sus brillantes ojos azules están fijos en mi boca, calculando el daño que me ha hecho. Sonríe burlonamente y aparta la vista. Estoy bien, creo.
Me lamo la sangre del labio.
—Oye, papá me lo dejó a mí. Estoy sin blanca. No tenía otra opción. He tenido que venderlo para viajar a Estonia y ganar dinero. Para ver si funciona.
Mi padre me regaló una bayoneta especial de la Segunda Guerra Mundial. La he vendido. Me he equivocado, y lo sé, pero no puedo reconocerlo delante de Jack, mi hermano perfecto. Él es un puñetero bombero de Boston y es miembro de la Guardia Nacional. Eso sí que es tener madera de héroe.
—Pertenecía a la familia, Cormac —dice—. Papá arriesgó la vida por ella. Era parte de nuestra herencia. Y tú la has empeñado por unos cientos de pavos.
Se detiene y respira hondo.
—Vale, esto me está sacando de quicio. Ahora mismo ni siquiera puedo hablar contigo o acabaré tumbándote.
Jack se marcha con paso airado. Cuando la mina terrestre andante color tierra aparece al final del túnel, reacciona en el acto.
—¡Cuidado, todo el mundo! Fuera del túnel. ¡Una bomba! —grita.
La gente responde inmediatamente a la autoridad de su voz. Incluso yo. Varias docenas de personas se pegan contra la pared mientras el artefacto de seis patas pasa lentamente por delante de ellos sobre los adoquines. El resto de la gente sale del túnel presa de un pánico controlado.
Jack se dirige al medio del túnel, un pistolero solitario. Saca una Glock de calibre 45 de la pistolera que lleva debajo de la chaqueta. Agarra el arma con las dos manos y apunta con ella al suelo. Yo salgo de detrás de él con vacilación.
—¿Tienes una pistola? —susurro.
—En la guardia muchos tenemos una —dice Jack—. Oye, no te acerques a esa mina corredora. Puede moverse mucho más rápido que ahora.
—¿Mina corredora?
Los ojos de Jack no se apartan en ningún momento de la máquina del tamaño de una caja de zapatos que avanza por el medio del túnel. Artillería del ejército de Estados Unidos. Sus seis patas se mueven de una en una con bruscas sacudidas mecánicas. Tiene una especie de láser en la parte trasera que dibuja un círculo rojo en el suelo a su alrededor.
—¿Qué hace aquí, Jack?
—No lo sé. Debe de haber salido del arsenal de la Guardia Nacional. Está en modo de diagnóstico. Ese círculo rojo es para que un encargado de demolición establezca la distancia de detonación. Llama al número de emergencias.
Antes de que pueda sacar el móvil, la máquina se detiene. Se reclina sobre cuatro patas y levanta las dos patas delanteras en el aire. Parece un cangrejo furioso.
—Está bien, más vale que retrocedas. Está buscando un objetivo. Voy a tener que dispararle.
Jack levanta la pistola. Mientras camino hacia atrás, grito a mi hermano:
—¿No estallará?
Jack adopta una postura de disparo.
—No si solo le disparo a las patas. De lo contrario, sí.
—¿Eso no es malo?
La mina corredora da zarpazos al aire, encabritada.
—Está apuntando, Cormac. O la desactivamos nosotros o nos desactiva ella.
Jack mira por la mirilla entornando los ojos. A continuación aprieta el gatillo, y un estallido ensordecedor retumba en el túnel. Los oídos me resuenan cuando vuelve a disparar.
Hago una mueca, pero no se produce ninguna explosión grande.
Por encima del hombro de Jack, veo la mina corredora tumbada boca arriba, arañando el aire con las tres patas que le quedan. Acto seguido, Jack se sitúa en mi línea de visión, establece contacto visual conmigo y habla despacio.
—Cormac. Necesito que consigas ayuda, colega. Yo me quedaré aquí y vigilaré esa cosa. Sal del túnel y llama a la policía. Diles que manden una brigada de artificieros.
—Claro —digo.
No puedo apartar la vista del cangrejo averiado tumbado en el suelo. Tiene un aspecto resistente y militar, fuera de lugar en este centro comercial.
Salgo del túnel corriendo y me interno en la Hora Cero: el nuevo futuro de la humanidad. Durante el primer segundo de mi nueva vida, pienso que lo que estoy viendo es broma. ¿Cómo no va a serlo?
Por algún motivo, me imagino que un artista ha llenado el centro comercial de coches teledirigidos como parte de una instalación. Entonces veo los círculos rojos alrededor de cada aparato. Docenas de minas corredoras están atravesando el centro, como invasores de otro planeta avanzando a cámara lenta.
Toda la gente ha huido.
De repente se produce un violento estallido a varias manzanas de distancia. Oigo gritos lejanos. Coches de policía. Las sirenas de emergencia empiezan a sonar, aumentando y disminuyendo de volumen mientras giran.
Unas cuantas minas corredoras parecen sorprendidas. Se encabritan sobre las patas traseras, agitando las delanteras.
Noto una mano en el codo. La cara de facciones marcadas de Jack me mira desde el túnel oscuro.
—Algo pasa, Jack —digo.
Él escudriña la plaza con sus duros ojos azules y toma una decisión. Así, sin más.
—El arsenal. Tenemos que traerlo aquí y arreglar esto. Vamos —dice, agarrándome el codo con una mano.
En la otra, veo que todavía tiene la pistola.
—¿Y los cangrejos?
Jack me lleva a través del centro comercial, informándome con frases breves y sucintas.
—No te metas en sus zonas de detonación, los círculos rojos.
Nos subimos a una mesa de picnic, lejos de las minas corredoras, y saltamos entre los bancos del parque, la fuente central y los muros de hormigón.
—Perciben las vibraciones. No camines siguiendo una pauta. Salta.
Cuando ponemos pie en el suelo, nos lanzamos rápidamente de un punto a otro. A medida que avanzamos, las palabras de Jack se conectan y forman ideas concretas que penetran en mi confusión y mi asombro.
—Si ves que están buscando un objetivo, lárgate. Atacarán en grupo. No se mueven muy rápido, pero hay muchas.
Saltando de obstáculo en obstáculo, nos abrimos camino cuidadosamente a través de la plaza. Al cabo de unos quince minutos, una mina corredora se detiene en la entrada de una tienda de ropa. Oigo los golpecitos de sus patas en el cristal. Una mujer con un vestido negro está en mitad de la tienda, observando al cangrejo a través de la puerta. El círculo rojo brilla a través del cristal y refracta unos centímetros. La mujer da un paso hacia la máquina, movida por la curiosidad.
—¡Señora, no! —grito.
¡Bum! La mina corredera explota, hace añicos la puerta y lanza a la mujer hacia atrás contra la tienda. Los otros cangrejos se detienen y agitan sus patas delanteras unos segundos. A continuación, uno a uno, siguen arrastrándose a través del centro.
Me toco la cara y veo mis dedos manchados de sangre.
—Mierda, Jack. ¿Estoy herido?
—Es de cuando te pegué, tío. ¿Te acuerdas?
—Oh, sí.
Seguimos avanzando.
Cuando llegamos al límite del parque, las sirenas de emergencia de la ciudad dejan de aullar. Ahora solo oímos el viento, el correteo de las patas metálicas sobre el hormigón y algún que otro estallido amortiguado de una explosión lejana. Está oscureciendo, y en Boston hace cada vez más frío.
Jack se detiene y me posa la mano en el hombro.
—Cormac, lo estás haciendo muy bien. Ahora necesito que corras conmigo. El arsenal está a menos de un kilómetro y medio de aquí. ¿Estás bien, Big Mac?
Asiento con la cabeza, temblando.
—Estupendo. Correr es bueno. Nos mantendrá en calor. Sígueme de cerca. Si ves una mina u otra cosa, evítala. No te separes de mí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, Jack.
—Y ahora, a correr.
Jack escudriña el callejón que tenemos enfrente. Las minas corredoras están disminuyendo, pero una vez que hemos salido del centro comercial, me doy cuenta de que allí habrá espacio para máquinas más grandes… como coches.
Mi hermano me dedica una sonrisa reconfortante y echa a correr. Lo sigo. No tengo otra elección.
El arsenal es un edificio bajo y ancho: una gran mole de sólidos ladrillos rojos con forma de castillo. Tiene un aire medieval salvo por los barrotes de acero que cubren sus estrechas ventanas. Toda la entrada ha sido reventada desde debajo del arco de acceso. Las puertas de madera lacada están hechas astillas en la calle junto a una placa de bronce retorcida con la palabra HISTÓRICO repujada. Aparte de eso, el lugar está tranquilo.
Mientras subimos la escalera y corremos bajo el arco, alzo la vista y veo una enorme águila grabada mirándome. Las banderas situadas a los lados de la entrada ondean al viento, manchadas y quemadas por una explosión. Me da la impresión de que nos hemos adentrado en el peligro en lugar de huir de él.
—Espera, Jack —digo jadeando—. Esto es una locura. ¿Qué estamos haciendo aquí?
—Estamos intentando salvar vidas, Cormac. Esas minas se han escapado de aquí. Tenemos que asegurarnos de que no sale nada más.
Lo miro ladeando la cabeza.
—No te preocupes —dice él—. Es el arsenal de mi batallón. Vengo aquí cada quince días. No nos pasará nada.
Jack entra resueltamente en el cavernoso vestíbulo. Yo lo sigo. Decididamente, las minas corredoras estaban allí. Los suelos pulidos están llenos de marcas, y hay montones de escombros esparcidos. Todo está cubierto de una fina capa de polvo. Y en el polvo veo muchas huellas de bota, junto con rastros menos reconocibles.
La voz de Jack resuena en los techos abovedados.
—¿George? ¿Estás ahí dentro? ¿Dónde estás, colega?
Nadie responde.
—Aquí no hay nadie, Jack. Deberíamos marcharnos.
—No sin armarnos.
Jack aparta una puerta de hierro fundido caída. Empuñando la pistola, avanza por un pasillo oscuro. El viento frío se cuela por la entrada destruida, y se me pone la carne de gallina en el cuello. La brisa no es fuerte, pero basta para empujarme por el pasillo detrás de Jack. Atravesamos una puerta metálica. Bajamos por una claustrofóbica escalera. Entramos en otro largo pasillo.
Entonces oigo los golpes por primera vez.
Vienen de detrás de la puerta metálica de dos hojas que hay al fondo del corredor. El martilleo se produce en oleadas aleatorias y hace vibrar las puertas en las bisagras.
Bum. Bum. Bum.
Jack se detiene y lo analiza un segundo, y acto seguido me conduce a un almacén sin ventanas. Sin decir nada, se coloca detrás del mostrador y empieza a coger artículos de los estantes. Lanza cosas sobre el mostrador: calcetines, botas, pantalones, camisas, cantimploras, cascos, guantes, rodilleras, tapones para los oídos, vendas, ropa interior térmica, mantas de emergencia, mochilas, cinturones de munición y otras cosas que no reconozco.
—Ponte este UCM —me ordena Jack por encima del hombro.
—¿De qué coño estás hablando?
—El uniforme de combate militar. Póntelo. Asegúrate de que estás caliente. Puede que esta noche tengamos que dormir al raso.
—¿Qué hacemos aquí, Jack? Deberíamos volver a tu casa y esperar ayuda. Que la policía se encargue de esta mierda, tío.
Jack no se detiene; habla sin dejar de moverse.
—Esos artefactos de la calle son material militar, Cormac. La policía no está equipada para ocuparse de las armas militares. Además, ¿has visto que la caballería haya venido a ayudarnos cuando estábamos en la calle?
—No, pero deben de estar reagrupándose o lo que sea.
—¿Te acuerdas del vuelo cuarenta y dos? ¿Cuando estuvimos a punto de palmarla por un fallo técnico? Creo que esto es más gordo que lo de Boston. Esto podría estar pasando en todo el mundo.
—Ni de coña, tío. Solo es cuestión de tiempo que…
—Nosotros. Cormac, esto es cosa nuestra. Nosotros tenemos que encargarnos de esto. Tenemos que encargarnos de lo que está aporreando la puerta al final del pasillo.
—¡No, ni hablar! ¿Por qué tienes que hacerlo tú? ¿Por qué siempre tienes que resolverlo tú?
—Porque soy el único hombre que puede hacerlo.
—No. Es porque nadie es tan tonto para meterse de lleno en el peligro.
—Es mi deber. Vamos a hacerlo. Se acabó la discusión. Y ahora vístete antes de que te haga una llave de cabeza.
Me desvisto de mala gana y me enfundo el uniforme. La ropa está nueva y tiesa. Jack también se viste. Lo hace el doble de rápido que yo. En un momento determinado, me abrocha un cinturón y me lo aprieta. Me siento como un niño de doce años con un disfraz de Halloween.
Entonces me mete un rifle M16 en las manos.
—¿Qué? ¿En serio? Nos van a detener.
—Cállate y escucha. Este es el cargador. Introdúcelo aquí y asegúrate de que se curva en dirección contraria a ti. Este selector es el control de modo de fuego. Lo estoy ajustando a un solo disparo para que no gastes todo el cargador de golpe. Ponlo en el modo de seguridad cuando no vayas a usar el rifle. Tiene un asa en la parte de arriba, pero nunca lo cogemos por ahí. Es peligroso. Aquí está el seguro. Retíralo para cargar una bala. Si tienes que disparar, sujétalo con las dos manos, así, y hazlo usando el punto de mira. Aprieta despacio el gatillo.
Ahora soy un niño con un disfraz de soldado de Halloween armado con un rifle de combate M16 totalmente cargado. Lo levanto y apunto a la pared. Jack me da un manotazo en el codo.
—No levantes el codo. Te lo engancharás con algo y te convertirás en un blanco más fácil. Y mantén el índice fuera del guardamonte a menos que estés listo para disparar.
—¿Esto es lo que haces los fines de semana?
Jack no contesta. Está arrodillado metiendo cosas en las mochilas. Me fijo en un par de grandes trozos de plástico, como pastillas de mantequilla.
—¿Es explosivo C-4?
—Sí.
Jack termina de llenar las mochilas. Me echa una a la espalda. Aprieta los tirantes. A continuación se coloca la suya. Se da unas palmadas en los hombros y estira los brazos.
Mi hermano parece un puñetero comando.
—Adelante, Big Mac —dice—. Vamos a averiguar qué está armando ese follón.
Avanzamos sigilosamente por el pasillo con los rifles preparados en dirección al sonido resonante. Jack se queda atrás, con el rifle apoyado en el hombro. Me hace una señal con la cabeza, y me agacho delante de la puerta. Coloco la mano enguantada sobre el pomo. Lo giro respirando hondo y abro la puerta de un empujón con el hombro, pero golpea contra algo, y presiono más fuerte. La puerta se abre de golpe, y me precipito en la habitación de rodillas.
La muerte negra y reptante me devuelve la mirada.
La habitación está plagada de minas corredoras. Trepan por las paredes y salen de cajas de madera hechas astillas, unas encima de otras. Al abrir la puerta he apartado un montón, pero ya hay otras arrastrándose hacia la abertura. Ni siquiera puedo ver el suelo de la cantidad de horribles máquinas que hay.
A través de la habitación se eleva una oleada de patas delanteras, palpando el aire.
—¡No! —grita Jack.
Me agarra por la parte de atrás de la chaqueta y me saca del cuarto de un tirón. Es rápido, pero cuando la puerta se está cerrando, una mina se encaja en la rendija. Le siguen más. Muchas más. Salen en tromba al pasillo. Sus cuerpos metálicos golpean la puerta mientras Jack y yo retrocedemos.
Bum. Bum. Bum
—¿Qué más hay en el arsenal, Jack?
—Toda clase de cosas.
—¿Cuántos robots?
—Muchos.
Jack y yo retrocedemos por el pasillo, mirando cómo los explosivos con forma de cangrejo salen a raudales por la puerta.
—¿Hay más C-4? —pregunto.
—Cajas enteras.
—Tenemos que volar este sitio.
—Cormac, este lugar lleva aquí desde el siglo XVIII.
—¿Qué coño importa la historia? Tenemos que preocuparnos por el presente, colega.
—Nunca has tenido respeto por la tradición.
—Jack, siento haber empeñado la bayoneta, ¿vale? Fue una decisión equivocada. Pero hacer estallar esas cosas es lo único que podemos hacer. ¿A qué hemos venido?
—A salvar gente.
—Pues salvemos gente, Jack. Volemos el arsenal.
—Piensa, Cormac. Por aquí vive gente. Mataremos a alguien.
—Si esas minas se liberan, quién sabe a cuántas personas matarán. No tenemos opción. Vamos a tener que hacer algo malo para hacer algo bueno. En una emergencia se hace lo que sea necesario conseguir. ¿Vale?
Jack reflexiona un instante, observando cómo las minas corredoras se arrastran hacia nosotros por el pasillo. Círculos de luz roja centellean en el suelo pulido.
—Vale —dice él—. Este es el plan. Vamos a ir a la base militar más cercana. Asegúrate de que tienes todo lo que necesitas, porque vamos a pasarnos toda la noche andando. Ahí fuera hace un frío del carajo.
—¿Y el arsenal, Jack?
Jack me sonríe. Tiene esa mirada de loco en sus ojos azules de la que casi me había olvidado.
—¿El arsenal? —pregunta—. ¿Qué arsenal? Vamos a mandar a la mierda el puto arsenal, hermanito.
Esa noche Jack y yo caminamos a través de una niebla gélida, trotando por callejones oscuros y agachándonos detrás de cualquier escondite que encontramos. En la ciudad hay ahora un silencio sepulcral. Los supervivientes están parapetados en sus casas, dejando las calles desoladas a las máquinas dementes y heladas para que sigan de cacería. El temporal de nieve cada vez más intenso ha apagado algunos de los fuegos que hemos encendido, pero no todos.
Boston está en llamas.
De vez en cuando oímos el ruido de una detonación en la oscuridad. O el chirrido de neumáticos de los coches vacíos que se deslizan sobre el hielo, a la caza. El rifle que Jack me ha dado es sorprendentemente pesado, metálico y frío. Tengo las manos cerradas en torno a él como garras heladas.
En cuanto los veo, siseo a Jack para que se detenga. Señalo con la cabeza el callejón de la derecha sin hacer más ruido.
Al final del estrecho callejón, entre el humo y la nieve que se arremolinan, tres siluetas pasan en fila. Avanzan por debajo de la luz azulada de un semáforo, y al principio pienso que son soldados vestidos con ceñidos uniformes grises. Pero no es así. Uno de ellos se detiene en la esquina y escudriña la calle con la cabeza ladeada de forma extraña. Esa cosa debe de medir más de dos metros. Los otros dos son más pequeños y de color bronce. Esperan detrás del líder, totalmente inmóviles. Son tres robots militares humanoides. Permanecen en medio del viento cortante, metálicos, desnudos e impávidos. Solo he visto esas cosas por televisión.
—Unidades de seguridad y pacificación —susurra Jack—. Un Arbiter y dos Hoplites. Un pelotón.
—Chis.
El líder se vuelve y mira en dirección a nosotros. Contengo la respiración mientras el sudor me gotea por las sienes. Jack me aprieta tanto el hombro con la mano que me hace daño. Los robots no se comunican de forma visible. Al cabo de unos segundos, el líder se aparta y, en el momento justo, las tres figuras se alejan y se internan en la noche con pasos largos. Solo quedan unas huellas en la nieve como prueba de que han estado allí.
Es como un sueño. No estoy seguro de que lo que he visto sea real. Pero, aun siéndolo, tengo el presentimiento de que volveré a ver esos robots.
Efectivamente, volvimos a ver esos robots.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217