7. Memento mori

Es un nombre curioso para un barco. ¿Qué significa?

ARRTRAD

HORA CERO

Después de la inquietante experiencia que vivió con su teléfono móvil, el hacker conocido como Lurker huyó de casa y buscó un lugar seguro en el que esconderse. No llegó muy lejos. Este relato del inicio de la Hora Cero en Londres ha sido reconstruido a partir de conversaciones grabadas entre Lurker y distintas personas que visitaron su centro de operaciones móvil durante los primeros años de la Nueva Guerra.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

—¿Vas a contestar, Lurker?

Miro a Arrtrad con repugnancia. Aquí está, a sus treinta y cinco años y sin enterarse de nada. El mundo se está acabando. El día del juicio final está encima de nosotros. Y Arrtrad, como se hace llamar en los canales de chat, está de pie frente a mí, con la nuez asomando bajo su débil barbilla, preguntándome si voy a contestar.

—¿Sabes lo que esto significa, Arrtrad?

—No, jefe. O sea, realmente no.

—Nadie llama a este teléfono, capullo. Nadie menos él. El motivo por el que huimos. El diablo de la máquina.

—¿Quieres decir que él es el que está llamando?

No me cabe la más mínima duda.

—Sí, es Archos. Nadie más ha localizado este puñetero número. Mi número.

—¿Eso significa que viene a por nosotros?

Miro el teléfono que vibra sobre nuestra mesita de madera. Está rodeado de un caos de papeles y lápices. Todos mis planes. En los viejos tiempos, ese teléfono y yo nos lo pasamos en grande. Hicimos muchas travesuras. Pero ahora me estremezco al verlo. No me deja dormir de noche, preguntándome qué hay al otro lado de la línea.

Se oye un chirrido de motores y la mesa se tambalea. Un lápiz se aleja rodando y cae al suelo.

—Malditas lanchas motoras —dice Arrtrad, agarrándose a la pared en busca de apoyo.

Nuestra casa flotante se mece a continuación. Solo es un pequeño barco de unos diez metros de eslora. Básicamente, una sala de estar con paneles de madera flotando a un metro del agua. Durante el último par de meses, yo he estado durmiendo en la cama y Arrtrad en la mesa plegable, con la estufa de leña como única fuente de calor.

Y mirando ese teléfono para estar ocupado.

La lancha motora se aleja silbando por el Támesis en dirección al mar. Probablemente sean imaginaciones mías, pero parece como si esa barca fuera y viniera presa del pánico, huyendo de algo.

Ahora yo también siento miedo.

—Suelta las amarras —susurro a Arrtrad, haciendo una mueca mientras el teléfono suena una y otra vez.

No va a parar de sonar.

—¿Qué? —pregunta Arrtrad—. No tenemos mucha gasolina, Lurker. Contestemos primero al teléfono. A ver de qué va la cosa.

Me lo quedo mirando inexpresivamente. Él mira hacia atrás tragando saliva. Sé por experiencia que no hay nada que ver en mis ojos grises. Ninguna emoción a la que aferrarse. Ninguna debilidad. Es la imprevisibilidad lo que le asusta de mí.

—¿Contesto? —pregunta Arrtrad con una vocecilla.

Coge el móvil con los dedos temblorosos. La luz otoñal entra a raudales por las ventanas de finos cristales, y su cabello ralo flota como un halo en su cuero cabelludo arrugado. No puedo permitir que ese debilucho se me adelante. Tengo que demostrar a mi tripulación quién manda. Aunque la tripulación solo tenga un miembro.

—Dame eso —farfullo, y le arrebato el teléfono.

Doy paso a la llamada con el pulgar, en un movimiento bien ensayado.

—Soy Lurker —gruño—. Y voy a por ti, colega…

Me interrumpe un mensaje grabado. Aparto el teléfono de mi oreja. La aguda voz de mujer automatizada se oye perfectamente por encima del sonido de las olas.

—Atención, ciudadano. Esto es un mensaje de su sistema de emergencias local. No es un ensayo. Se le avisa de que debido a un vertido químico en el centro de Londres, se solicita a todos los ciudadanos que se dirijan a sus casas. Lleve consigo sus mascotas. Cierre todas las puertas y ventanas. Apague todos los sistemas de ventilación. Por favor, espere a recibir ayuda; llegará en breve. Le informamos de que, debido al tipo de accidente, pueden ser utilizados sistemas teledirigidos para su rescate. Hasta que llegue la ayuda, escuche por radio los avisos del sistema de emergencias, por favor. Gracias por su cooperación. Pip. Atención, ciudadano. Esto es un mensaje…

Clic.

—Suelta las amarras, Arrtrad.

—Es un vertido químico, Lurker. Deberíamos cerrar las ventanas y…

—¡Suelta las amarras, gilipollas de mierda!

Le grito las palabras a Arrtrad en su cara de comadreja idiota y le salpico la frente de saliva. Por la ventana, Londres parece normal. Entonces me fijo en una delgada columna de humo. No es muy grande, pero está allí flotando, fuera de lugar. Siniestra.

Cuando me doy la vuelta, Arrtrad se está limpiando la frente y murmurando, pero se dirige a la endeble puerta de la casa flotante como le corresponde. Nuestro embarcadero es viejo, está podrido y ha estado aquí siempre. Estamos bien atados a él por tres puntos, y si no nos desatamos, no iremos a ninguna parte.

Y da la casualidad de que esta tarde tengo mucha prisa por marcharme. Estoy seguro de que es el final de los días. Es el puñetero Apocalipsis y estoy acompañado del tonto del pueblo y encadenado a un montón de madera podrida e inundada.

Es la primera vez que arranco el motor de la casa flotante.

La llave cuelga del punto de contacto. Me acerco a la estación de navegación que hay en la parte delantera. Abro la ventana principal, y el olor del agua turbia entra. Apoyo por un momento las sudorosas palmas de las manos en la madera de imitación del timón. Entonces, sin mirar, alargo la mano y giro la llave rápidamente.

Brrrum.

El motor gira y arranca renqueando. Al primer intento. Por la ventana trasera, veo una bruma de humo azulado elevándose en forma de nubes. Arrtrad está agachado en el lado derecho del barco, junto al embarcadero, desatando la segunda amarra. Estribor, supongo que lo llaman los aficionados a la navegación.

Memento Mori —grita Arrtrad entre jadeos—. Es un nombre curioso para un barco. ¿Qué significa?

No le hago caso. A lo lejos, sobre la calva de Arrtrad, algo acaba de llamarme la atención: un coche plateado.

El coche tiene un aspecto bastante normal, pero se mueve a un ritmo demasiado constante para mi gusto. El vehículo avanza por la carretera que lleva a nuestro embarcadero como si tuviera la dirección atascada. ¿Es una casualidad que el coche esté orientado hacia nuestro muelle y hacia nosotros, que nos encontramos en el extremo?

—Más rápido —grito, golpeando la ventana con el puño.

Arrtrad se levanta con los brazos en jarras. Tiene la cara colorada y sudorosa.

—Llevan mucho tiempo atadas, ¿vale? Va a hacer falta algo más que…

El coche salta un bordillo al final de la calle casi a toda velocidad y entra en el aparcamiento del muelle. Se oye el tenue crujido de la carrocería del vehículo al tocar el suelo. Definitivamente, algo va mal.

—¡Vámonos de una vez! ¡VÁMONOS!

Por fin la fachada se ha resquebrajado. Mi pánico sale al exterior como si de radiación se tratara. Confundido, Arrtrad echa a correr a grandes zancadas a lo largo del costado del barco. Se arrodilla cerca de la parte posterior y empieza a desatar la última amarra podrida.

A mi izquierda se halla el río abierto. A mi derecha, un montón ruinoso de madera combada y dos toneladas de metal abalanzándose hacia mí a toda velocidad. Si no muevo este barco en los próximos segundos, voy a tener un coche aparcado encima de la embarcación.

Observo cómo el vehículo atraviesa dando saltos el enorme aparcamiento. Tengo la cabeza como si estuviera llena de algodón. El motor de la casa flotante tiembla un montón, y se me han dormido las manos con la vibración del timón. El corazón me late con fuerza.

Entonces se me ocurre algo.

Cojo el móvil de la mesa, saco la tarjeta SIM y lanzo el resto al agua. Emite un tenue «ploc». Noto el blanco de una diana resbalando por mi espalda.

La coronilla de Arrtrad aparece y desaparece mientras desenrolla la última cuerda. Él no ve el coche plateado que atraviesa como un rayo el aparcamiento desierto, lanzando basura por los aires. No ha variado de dirección ni un milímetro. El parachoques de plástico raspa el hormigón y sale volando del todo cuando el coche salta al muelle de madera por encima de un bordillo.

Mi móvil ha desaparecido, pero ya es demasiado tarde. El diablo me ha encontrado.

Ahora puedo oír el tamborileo de los neumáticos sobre los últimos cincuenta metros de madera podrida. Arrtrad levanta la cabeza, preocupado. Está encorvado en el costado del barco, con las manos cubiertas de limo de la vieja cuerda.

—¡No mires, sigue! —le grito.

Agarro la palanca de embrague. Con el pulgar, saco el barco del punto muerto y meto la marcha atrás. Listo para moverse, pero sin aceleración. Todavía.

Cuarenta metros.

Podría saltar del barco. Pero ¿adónde iré? Tengo la comida aquí. El agua. El tonto del pueblo.

Treinta metros.

El mundo se acaba, colega.

Veinte metros.

A hacer puñetas. Desatado o no, acelero y retrocedemos dando sacudidas. Arrtrad grita algo incoherente. Oigo que otro lápiz se cae al suelo, seguido de platos, papeles y una taza de café. El montón ordenado de leña que había al lado de la estufa se desploma.

Diez metros.

Los motores truenan. La luz del sol brilla en el maltrecho misil plateado cuando sale catapultado del extremo del muelle. El vehículo se eleva a través del espacio abierto y no alcanza la parte delantera del barco por pocos metros. Cae al agua y lanza espuma blanca que entra por la ventana abierta y me salpica la cara.

Se acabó.

Reduzco la velocidad pero dejo la marcha atrás y corro a la parte delantera de la cubierta. La proa, como dicen. Arrtrad se reúne conmigo con la cara pálida. Observamos el coche juntos, moviéndonos poco a poco hacia atrás, lejos del fin del mundo.

El vehículo plateado está medio sumergido y se hunde rápido. En el asiento delantero hay un hombre desplomado sobre el volante. El parabrisas tiene una telaraña carmesí de grietas en la zona donde su cara debe de haber impactado. Una mujer con el pelo largo se balancea junto a él en el asiento del pasajero.

Y, a continuación, lo último que veo. Lo último que quería ver en mi vida. Yo no he pedido verlo.

En la ventanilla trasera. Dos palmas pequeñas y pálidas, pegadas con fuerza contra el cristal tintado. Pálidas como el papel. Empujando.

Empujando muy fuerte.

Y el coche plateado se hunde.

Arrtrad cae de rodillas.

—No —grita—. ¡No!

El hombre desgarbado se lleva las manos a la cara. Su cuerpo entero se agita violentamente sacudido por los sollozos. Su cara de pájaro derrama mocos y lágrimas.

Yo retrocedo a la puerta de la cabina. El marco me sirve de apoyo. No sé cómo me siento; solo que me siento distinto. Cambiado, de algún modo.

Me fijo en que está oscureciendo. Se eleva humo de la ciudad. Se me ocurre una idea práctica. Tenemos que salir de aquí antes de que suceda algo peor.

Arrtrad se dirige a mí entre sollozos. Me agarra por el brazo, con las manos húmedas de las lágrimas, el agua del río y el fango de las amarras.

—¿Sabías que pasaría esto?

—Deja de llorar —le espeto.

—¿Por qué? ¿Por qué no se lo has dicho a nadie? ¿Y tu madre?

—¿Qué pasa con ella?

—¿No se lo has dicho a tu madre?

—Ella estará bien.

—No está bien. Nada está bien. Tú solo tienes diecisiete años, pero yo tengo hijos. Dos hijos. Y podrían estar heridos.

—¿Cómo es que no los he visto nunca?

—Están con mi ex, pero podría haberles advertido. Podría haberles dicho lo que se avecinaba. La gente está muerta. Muerta, Lurker. Eso de ahí era una familia. Había un puto niño en ese coche. Solo era una criatura. Dios mío. ¿Qué te pasa, colega?

—No pasa nada. Deja de llorar. Todo es parte del plan, ¿sabes? Si tuvieras algo de cerebro, lo entenderías, pero no lo tienes. Así que hazme caso.

—Sí, pero…

—Hazme caso y no nos ocurrirá nada. Vamos a ayudar a esas personas. Vamos a encontrar a tus hijos.

—Eso es imposible…

Entonces me detengo en seco. Estoy empezando a enfadarme un poco. Parte de mi antiguo ardor está regresando para reemplazar el aturdimiento.

—¿Qué te he dicho de eso?

—Lo siento, Lurker.

—Nada es imposible.

—Pero ¿cómo vamos a hacerlo? ¿Cómo podemos encontrar a mis hijos?

—Hemos sobrevivido por un motivo, Arrtrad. Ese monstruo. Esa cosa. Ha jugado sus cartas. Está usando las máquinas para hacer daño a la gente, pero nosotros somos espabilados. Podemos ayudar. Salvaremos a todos esos pobres corderos de ahí fuera. Los salvaremos y nos darán las gracias. Nos adorarán. Saldremos ganando. Todo es parte del plan, colega.

Arrtrad aparta la vista.

Es evidente que no se cree una palabra. Parece que tenga algo que decir.

—¿Qué? Adelante —digo.

—Perdona, pero nunca me has parecido alguien a quien le guste ayudar. No me malinterpretes…

De eso se trata, ¿no? Nunca he pensado mucho en los demás. O no he pensado nada en ellos. Pero esas palmas pálidas contra la ventana… No puedo dejar de pensar en ellas. Tengo la sensación de que me acompañarán mucho tiempo.

—Sí, ya lo sé —digo—. Pero no has visto mi parte compasiva. Todo es parte del plan, Arrtrad. Tienes que confiar en mí. Ya verás. Hemos sobrevivido. Tiene que haber sido por un motivo. Ahora tú y yo tenemos un objetivo. Somos nosotros contra esa cosa. Y vamos a vengarnos. Así que levanta y únete a la lucha.

Tiendo la mano a Arrtrad.

—¿Sí? —pregunta él.

Sigue sin creerme del todo, pero yo estoy empezando a confiar en mí mismo. Tomo su mano entre la mía y lo levanto de un tirón.

—Sí, colega. Imagínatelo. Tú y yo contra el mismísimo diablo. A muerte. Hasta el final. Algún día apareceremos en los libros de historia. Te lo garantizo.

Por lo visto, este suceso representó un punto de inflexión en la vida de Lurker. A medida que la Nueva Guerra empezaba a recrudecerse, parece que dejó atrás todas sus infantiles preocupaciones y comenzó a comportarse como un miembro de la raza humana. En posteriores registros, la arrogancia y la vanidad de Lurker se mantienen intactos, pero su impresionante egoísmo parece haber desaparecido junto con el coche plateado.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217