5. Veintidós Segundos

Todo tiene una mente. La mente de una lámpara. La mente de una mesa. La mente de una máquina.

TAKEO NOMURA

HORA CERO

Resulta difícil de creer, pero en el momento que nos ocupa el señor Takeo Nomura no era más que un viejo soltero que vivía solo en el distrito de Adachi. Los sucesos de este día fueron descritos por el señor Nomura en una entrevista. Sus recuerdos han sido confirmados por grabaciones tomadas en el edificio inteligente de la residencia de ancianos de Takeo y por los robots domésticos que trabajaban en él. Este día marca el comienzo de un periplo intelectual que acabaría conduciendo a la liberación de Tokio y las regiones de allende sus límites.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Es un sonido extraño. Muy débil. Muy raro. Cíclico; se repite una y otra vez. Lo cronometro con el reloj de bolsillo que reposa en un foco de luz amarilla sobre mi mesa de trabajo. El reloj permanece un instante en silencio, y oigo la segunda manecilla haciendo tictac pacientemente.

Qué sonido más bonito.

En el piso no hay más luz que la de la lámpara. El cerebro administrativo del edificio desactiva las luces del techo cada día a las diez de la noche. Ahora son las tres de la madrugada. Toco la pared. Exactamente veintidós segundos más tarde, oigo un débil rugido. La fina pared tiembla.

Veintidós segundos.

Mikiko está tumbada boca arriba sobre la mesa de trabajo, con los ojos cerrados. He conseguido reparar los daños de la sección temporal de su cráneo. Está preparada para la activación, pero no me atrevo a conectarla. No sé lo que hará, ni qué decisiones tomará.

Me toqueteo la cicatriz de la mejilla. ¿Cómo puedo olvidar lo que pasó la última vez?

Cruzo la puerta y salgo al pasillo. Los apliques están atenuados. Mis sandalias de cartón no hacen ruido en la fina alfombra de vivos colores. El suave ruido suena otra vez, y me parece notar una fluctuación de la presión atmosférica. Es como si un autobús pasara cada pocos segundos.

Presiento que la fuente del ruido está a la vuelta de la esquina.

Me detengo. Los nervios me dicen que vuelva. Que me acurruque en mi piso del tamaño de un armario. Que me olvide de esto. Este edificio está reservado para personas de más de sesenta y cinco años. Estamos aquí para que cuiden de nosotros, no para correr riesgos. Pero sé que si hay peligro, debo enfrentarme a él y entenderlo. Si no por mi bien, por el de Kiko. Ahora mismo ella no puede hacer nada, y yo tampoco puedo hacer nada para repararla. Debo protegerla hasta que pueda romper el hechizo bajo el que está.

Sin embargo, eso no significa que deba actuar con valentía.

Apoyo mi dolorida espalda contra la pared en la esquina del pasillo. Me asomo y echo una miradita con un ojo. Respiro entrecortadamente del pánico. Y lo que veo me corta la respiración por completo.

El pasillo de los ascensores está desierto. En la pared hay un panel ornamentado: dos franjas de luces redondas con números de plantas pintados al lado. Todas las luces están apagadas salvo la de la planta baja, que emite un débil brillo rojo. Mientras miro, el brillante punto rojo sube poco a poco. Al llegar a cada planta, emite un suave clic. Cada clic aumenta de volumen en mi mente a medida que el ascensor sube más y más.

Clic. Clic. Clic.

El punto llega a la planta superior y se detiene allí. Tengo los puños apretados. Me muerdo el labio tan fuerte que me empieza a sangrar. El punto permanece estable. Entonces comienza a descender a una velocidad vertiginosa. Conforme se acerca al suelo, vuelvo a oír ese extraño sonido. Es el ruido del ascensor al precipitarse hacia abajo a la velocidad de la gravedad. El ascensor expulsa una ráfaga de aire al pasillo mientras cae. Por debajo del aire, también puedo oír los gritos.

Clicliclicliclicliclic.

Me sobresalto. Pego la espalda a la pared y cierro los ojos. El ascensor pasa muy rápido, sacudiendo las paredes y haciendo parpadear los apliques.

Todo tiene una mente. La mente de una lámpara. La mente de una mesa. La mente de una máquina. Dentro de todas las cosas hay un alma, una mente que puede elegir hacer el bien o el mal. Y la mente del ascensor está empeñada en hacer el mal.

—Oh, no, no, no —digo gimoteando para mí—. Esto no es bueno. Nada bueno.

Me armo de valor, doblo la esquina corriendo y aprieto el botón del ascensor. Observo en el indicador de la pared cómo el punto rojo vuelve a subir de piso en piso. Hasta mi planta.

Clic. Clic. Bing. El ascensor llega. Las puertas se abren como el telón de un escenario.

—Definitivamente, no es bueno, Nomura —repito en voz alta.

Las paredes del ascensor están salpicadas de sangre y vísceras. Hay arañazos de uñas. Me estremezco al ver un par de dentaduras manchadas de sangre parcialmente incrustadas en la horquilla de la lámpara del techo, que proyectan extrañas sombras rojizas sobre todo lo que veo. Sin embargo, no hay cuerpos. Las manchas del suelo conducen a la puerta. Hay huellas de botas en la sangre, marcadas con el patrón de los robots humanoides domésticos que trabajan aquí.

—¿Qué has hecho, ascensor? —susurro.

«Bing», insiste él.

Detrás de mí, oigo el zumbido del tubo de vacío del montacargas, pero no puedo apartar la vista. No puedo evitar tratar de entender cómo ha ocurrido esta atrocidad. Noto una ráfaga de aire frío en la nuca cuando la puerta del pequeño montacargas se abre detrás de mí. Justo cuando me estoy volviendo, un voluminoso robot de correo se abalanza contra la parte posterior de mis piernas.

Me desplomo, desprevenido.

El robot de correo es simple: una caja beis prácticamente sin rasgos destacables del tamaño de una fotocopiadora. Normalmente entrega el correo a los residentes, discreto y silencioso. Desde el lugar del suelo donde estoy tumbado, me fijo en que su pequeña y redonda luz de intención no emite un brillo rojo ni azul ni verde; está apagada. Los neumáticos adherentes del robot de correo se aferran a la alfombra mientras el aparato me empuja hacia delante, en dirección a la boca abierta del ascensor.

Me arrodillo y tiro de la parte de delante del robot en un intento fallido por levantarme. El ojo negro con cámara situado en la parte frontal del robot de correo observa cómo forcejeo. «Bing», dice el ascensor. Las puertas se cierran unos centímetros y se abren, como una boca hambrienta.

Las rodillas me resbalan sobre la alfombra mientras empujo contra la máquina, dejando dos rayas arrugadas en la fina lanilla. Se me han caído las sandalias. El robot de correo es demasiado voluminoso y no hay nada a lo que agarrarse en su superficie de plástico lisa. Pido ayuda gimoteando, pero en el pasillo hay una quietud absoluta. Solo las lámparas me observan. Las puertas. Las paredes. No tienen nada que decir. Cómplices.

Mi pie cruza el umbral del ascensor. Presa del pánico, alargo la mano por encima del robot de correo y derribo las finas cajas de plástico que contienen cartas y pequeños paquetes. Los papeles caen sobre la alfombra y sobre los charcos de sangre del ascensor. Ahora puedo abrir el tablero de servicio situado en el bastidor delantero de la máquina. Pulso un botón a ciegas. La caja rodante sigue embistiéndome contra el ascensor. Con el brazo doblado en un ángulo imposible, mantengo apretado el botón con todas mis fuerzas.

Suplico al robot que pare. Siempre ha sido un buen trabajador. ¿Qué locura le ha dado?

Finalmente, la máquina deja de empujar. Se está reiniciando. La actividad durará aproximadamente diez segundos. El robot está bloqueando la puerta del ascensor. Trepo torpemente por encima de él. Clavada en la ancha y lisa parte trasera, hay una pantalla barata de LCD azul. Sus códigos hexadecimales parpadean mientras la máquina de reparto sigue paso a paso sus instrucciones de carga.

Algo extraño le ocurre a mi amigo. El robot tiene la mente enturbiada. Sé que no desea hacerme daño, del mismo modo que Mikiko tampoco lo desea. Simplemente está bajo los efectos de un hechizo maligno, una influencia externa. Veré lo que puedo hacer.

Manteniendo apretado un botón durante el reinicio, comienza el modo de diagnóstico. Examinando el código hexadecimal con un dedo, leo lo que está pasando por la mente de mi buen amigo. Entonces, pulsando un par de botones, pongo la máquina en un modo de reinicio alternativo.

Un modo a prueba de fallos.

Tumbado boca abajo sobre la máquina, miro con cuidado por encima del canto de la parte delantera. La luz de intención se enciende y emite un tenue brillo verde. Es muy buena señal, pero no hay tiempo. Me deslizo por la parte de atrás del robot, me coloco las sandalias y hago un gesto a la máquina.

—Sígueme, Yubin-kun —susurro.

Tras un segundo de desconcierto, la máquina obedece. El robot avanza zumbando mientras yo vuelvo corriendo por el pasillo a mi habitación. Debo regresar adonde Mikiko me espera dormitando. Detrás de mí, las puertas del ascensor se cierran de golpe. ¿Detecto ira en ellas?

Los altavoces suenan mientras recorremos el pasillo.

Uuuh. Uuuh.

—Atención —dice una agradable voz femenina—. Esto es una emergencia. Se ruega a todos los ocupantes que evacuen el edificio inmediatamente.

Doy una palmada en la espalda a mi nuevo amigo y sostengo la puerta mientras pasamos a mi habitación. Sin duda, uno no se puede fiar del aviso. Ahora lo entiendo. Las mentes de las máquinas han elegido el mal. Han dirigido su voluntad contra mí. Contra todos nosotros.

Mikiko está tumbada boca arriba, pesada e inerte. En el pasillo suenan sirenas y brillan luces. Aquí está todo listo. Tengo el cinturón portaherramientas abrochado. Una pequeña cantimplora cuelga de mi costado. Incluso me acuerdo de ponerme mi gorro de lana y de taparme bien las orejas con sus solapas.

Pero no me siento con valor para despertar a mi amada, para conectarla.

Las luces del edificio principal están ahora iluminadas al máximo, y esa voz agradable repite una y otra vez:

—Se ruega a todos los ocupantes que evacuen el edificio inmediatamente.

Pero estoy atrapado. No puedo dejar a Kiko, aunque es demasiado pesada para cargar con ella. Tendrá que andar sola. Pero me aterra lo que será de ella si la conecto. El mal que ha corrompido la mente del edificio podría propagarse. No soportaría ver que nubla sus ojos otra vez. No la dejaré, pero no puedo quedarme. Necesito ayuda.

Una vez que he tomado la decisión, le cierro los ojos con la palma de la mano.

—Por favor, ven aquí, Yubin-kun —susurro al robot de correo—. No podemos permitir que los malos hablen contigo, como hicieron con Mikiko. —La luz de intención de la robusta máquina beis parpadea—. Quédate muy quieto.

Y con un rápido movimiento del martillo, rompo el puerto infrarrojo que se usa para actualizar el diagnóstico de la máquina. Ahora ya no hay forma de alterar las instrucciones del robot a distancia.

—No ha sido tan terrible, ¿verdad? —pregunto a la máquina. Echo un vistazo adonde yace Mikiko con los ojos cerrados—. Yubin-kun, mi nuevo amigo, espero que hoy te sientas fuerte.

Levanto a Mikiko de la mesa de trabajo lanzando un gruñido y la coloco sobre el robot de correo. Construida para cargar con paquetes pesados, la sólida máquina no se ve afectada en lo más mínimo por el peso añadido. Simplemente me enfoca con su ojo con cámara, siguiéndome al abrir la puerta del pasillo.

En el exterior, veo una fila temblorosa de ancianos residentes. La puerta del hueco de la escalera se abre y, uno a uno, los residentes salen a la escalera. Mis vecinos son personas muy pacientes. Muy educadas.

Pero el alma del edificio ha enloquecido.

—Deteneos, deteneos —les digo.

Ellos no me hacen caso, como siempre. Evitando educadamente el contacto visual, siguen cruzando la puerta uno tras otro.

Seguido de cerca por mi leal Yubin-kun, llego a la puerta del hueco de la escalera justo antes de que la última mujer pueda cruzar. La luz de intención situada sobre la puerta me mira malhumoradamente emitiendo un destello amarillo.

—Señor Nomura —dice el edificio con una suave voz femenina—, por favor, espere su turno. Se ruega a la señora Kami que cruce la puerta.

—No entres —le digo a la anciana de la bata.

No puedo establecer contacto visual con ella. Le agarro suavemente el codo.

Lanzándome una mirada fulminante, la vieja aparta el codo de mi mano, me empuja al pasar y cruza la puerta. Justo antes de que la puerta se cierre de golpe detrás de ella, meto el pie en la rendija y vislumbro lo que hay dentro.

Es una pesadilla.

En medio de un caos de oscuridad y luces estroboscópicas intermitentes, docenas de vecinos se aplastan unos a otros amontonados en la escalera de hormigón. Los aspersores de emergencia expulsan agua, que convierte las escaleras en cascadas resbaladizas. La rejilla de ventilación funciona a pleno rendimiento, absorbiendo el aire frío del fondo del hueco en dirección a la parte superior. Los gemidos y gritos quedan ahogados por las chirriantes turbinas. La masa de brazos y piernas que se retuercen parece fundirse en mi visión hasta convertirse en una sola criatura que sufre lo indecible.

Aparto el pie y la puerta se cierra.

Estamos todos atrapados. Es cuestión de tiempo que los robots humanoides suban a esta planta. Cuando lleguen, seré incapaz de defenderme o de defender a Mikiko.

—Esto es muy pero muy malo, señor Nomura —susurro para mí.

Yubin-kun me mira haciendo parpadear una luz de intención amarilla. Mi amigo está receloso, como es razonable. Percibe que las cosas van mal.

—Señor Nomura —dice una voz—, si no quiere utilizar la escalera, le mandaremos un auxiliar para que le ayude. Quédese donde está. La ayuda está en camino.

Clic. Clic. Clic.

Mientras el ascensor sube, el punto rojo empieza su lenta ascensión desde la planta baja.

Veintidós segundos.

Me vuelvo hacia Yubin-kun. Mikiko está tumbada en lo alto de la caja beis, con su cabello moreno extendido. Miro su cara ligeramente sonriente. Es tan hermosa y pura… Sueña conmigo. Espera a que rompa ese hechizo perverso y la despierte. Algún día se levantará y se convertirá en mi reina.

Si tuviera más tiempo…

El clic seco y amenazador del ascensor interrumpe mi ensoñación. Soy un viejo inútil sin ideas. Tomo la mano flácida de Mikiko y me vuelvo para mirar las puertas del ascensor.

—Lo siento, Mikiko —susurro—. Lo he intentado, cariño. Pero ya no hay ningún sitio… ¡Ay!

Salto hacia atrás y me froto el pie en la zona por la que me ha pisado Yubin-kun. La luz de intención de la máquina parpadea frenéticamente. En la pared, el punto rojo llega a mi planta. Se me ha acabado el tiempo.

Bing.

Una ráfaga de aire frío sale del montacargas situado al otro lado del pasillo de los ascensores. La puerta se abre y veo una caja de acero dentro, un poco más grande que el robot de correo. Deslizándose con sus ruedas adherentes, Yubin-kun se mete en el estrecho hueco con Mikiko encima de él.

Hay suficiente espacio para mí.

Al entrar oigo que las puertas del ascensor principal se abren al otro lado del pasillo. Alzo la vista justo a tiempo para ver la sonrisa de plástico del doméstico Big Happy que se encuentra dentro del ascensor cubierto de sangre. Hilillos de líquido rojo decoran su carcasa. Su cabeza se gira a un lado y al otro, escudriñando.

La cabeza se detiene, y me acechan sus inanimados ojos con cámaras.

Entonces la puerta del montacargas se cierra. Justo antes de que el suelo descienda debajo de mí, dedico unas palabras a mi nuevo compañero.

—Gracias, Yubin-kun —digo—. Estoy en deuda contigo, amigo mío.

Yubin-kun fue el primero de los compañeros de armas de Takeo. Durante los terribles meses que siguieron a la Hora Cero, Takeo encontraría muchos más amigos dispuestos a colaborar con su causa.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217