4. Gray Horse

Allí abajo, en la Nación India, monté mi poni en la reserva…

WOODY Y JACK GUTHRIE,

c. 1944

HORA CERO

Sometido a vigilancia, el agente Lonnie Wayne Blanton fue grabado realizando la siguiente descripción a un joven soldado que pasaba por la Nación Osage, en el centro de Oklahoma. Sin los valerosos actos de Lonnie Wayne durante la Hora Cero, la resistencia humana no habría surgido jamás… al menos en Norteamérica.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

No he dejado de pensar en las máquinas desde que interrogué a un chico sobre algo que les pasó a él y a su compañero en una heladería. Algo espantoso.

Claro que siempre he creído que un hombre no debe llevar coleta. Aun así, después de ese desastre mantuve los ojos bien abiertos.

Nueve meses después, los coches de la ciudad se averiaron. Bud Cosby y yo estábamos sentados en el restaurante Acorn. Bud me está contando que su nieta ha ganado un premio internacional «prestijicoso», como él lo llama, cuando la gente empieza a gritar fuera. Yo espero, con precaución. Bud corre a la ventana. Frota el cristal sucio y se inclina, apoyando sus viejas manos gotosas en las rodillas. Justo entonces, el Cadillac de Bud atraviesa la ventana del restaurante como un ciervo saltando a través de un parabrisas a ciento cincuenta por hora en una carretera oscura. Los cristales y el metal lo salpican todo. Me resuenan los oídos, y al cabo de un segundo me doy cuenta de que es Rhonda, la camarera, que tiene una jarra de agua en la mano y chilla como una loca.

A través del nuevo agujero de la pared, veo que una ambulancia cruza la calle a toda velocidad, atropella a un tipo que hace señales para que se detenga y sigue adelante. La sangre de Bud no tarda en extenderse debajo del Cadillac estrellado.

Salgo corriendo por la parte trasera. Atravieso el bosque andando. Durante el paseo, es como si no hubiera pasado nada. El bosque parece seguro, como siempre. No lo será por mucho tiempo, pero resguarda lo suficiente para que un hombre de cincuenta y cinco años con unas botas de vaquero empapadas en sangre vuelva a su hogar.

Mi casa está cerca de la autopista de peaje, en dirección a Pawnee. Después de cruzar la puerta, me sirvo una taza de café frío de la cocina y me siento en el porche. A través de los prismáticos, veo que el tráfico de la autopista prácticamente ha desaparecido. Entonces pasa volando un convoy. Diez coches separados por centímetros unos de otros en una fila, a toda velocidad. No hay nadie al volante. Solo los robots que van de un sitio a otro lo más rápido que pueden.

Detrás de la autopista, hay una cosechadora en el terreno de mi vecino. No hay nadie dentro, pero salen ondas de calor de su motor encendido.

No puedo contactar con nadie con la radio de policía portátil, el teléfono fijo no funciona, y las ascuas de la estufa de leña son lo único que mantiene en calor la sala de estar; la electricidad ha abandonado oficialmente la casa. El vecino más próximo está a un kilómetro y medio de distancia, y me siento muy solo.

Mi porche es tan seguro como un donut de chocolate en un hormiguero.

De modo que no me entretengo. Guardo el almuerzo: un sándwich de mortadela, encurtidos fríos y un termo de té helado dulce. Luego voy al garaje a ver la moto de cross de mi hijo. Es una Honda 350, y hace dos años que no la toco. Lleva en el garaje acumulando polvo desde que el muchacho se alistó en el ejército. Mi hijo Paul ya no anda por ahí recibiendo tiros. Es traductor. Ahora le da al palique. Un chico listo. No como su padre.

Tal como están las cosas, me alegro de que mi hijo no esté. Es la primera vez que pienso así. Él es mi único hijo, ¿sabes? No conviene meter todos los huevos en un cesto. Espero que lleve encima su pistola, esté donde esté. Sé que sabe disparar porque yo le enseñé.

Pasa un minuto largo hasta que logro poner en marcha la moto. Cuando lo consigo, casi la palmo por no prestar la debida atención a la máquina más grande que tengo.

Sí, el cabrón desagradecido del coche patrulla intenta atropellarme en el garaje, y el condenado por poco lo consigue. Menos mal que me gasté cien dólares de más en una sólida caja de herramientas de acero. Ahora está destrozada, con el morro de un coche patrulla de doscientos cincuenta caballos hundido en ella. De repente me encuentro en un hueco de sesenta centímetros entre la pared y un puñetero vehículo asesino.

El coche patrulla intenta meter la marcha atrás, haciendo rechinar los neumáticos en el hormigón como el relincho de un caballo asustado. Saco el revólver, me dirijo a la ventanilla del conductor y le pego un par de tiros al ordenador de a bordo.

He matado a mi coche patrulla. ¿A que es lo más raro que has oído en tu vida?

Soy policía y no tengo ninguna forma de ayudar a la gente. Me da la impresión de que el gobierno de Estados Unidos, al que pago impuestos con regularidad y que a cambio me proporciona una cosita llamada civilización, la ha cagado bien cagada en el momento de más necesidad.

Por suerte para mí, soy miembro de otro país, uno que no me pide que pague impuestos. Tiene cuerpo de policía, cárcel, hospital, parque eólico e iglesias. Además de guardabosques, abogados, ingenieros, burócratas y un casino muy grande que nunca he tenido el placer de visitar. Mi país —el otro— se llama la Nación Osage y está a unos treinta kilómetros de mi casa, en un sitio llamado Gray Horse, el auténtico hogar de todos los osage.

Si quieres poner un nombre a tu hijo, casarte, lo que sea, vas a Gray Horse, a Ko-wah-hos-tsa. En virtud de la autoridad que me ha concedido la Nación Osage de Oklahoma, yo os declaro marido y mujer, como se dice en determinadas ocasiones. Si tienes sangre osage en las venas, algún día te verás recorriendo un solitario y sinuoso camino de tierra llamado County Road. El gobierno de Estados Unidos eligió el nombre y lo escribió en un mapa, pero lleva a un lugar que es todo nuestro: Gray Horse.

El camino ni siquiera está señalizado. Ningún hogar tiene por qué estarlo.

La moto chirría como un gato maltratado. Noto el calor que desprende el silenciador a través de los tejanos cuando por fin aprieto los frenos y me detengo en mitad del camino de tierra.

Ya estoy aquí.

Y no soy el único. El camino está lleno de gente. Osage. Muchas cabezas de pelo moreno, ojos oscuros y narices anchas. Los hombres son corpulentos y tienen constitución recia, vestidos con vaqueros azules y camisas de cowboy metidas por dentro. Las mujeres, bueno, tienen la misma constitución que los hombres, solo que llevan vestidos. La gente viaja en polvorientas rancheras hechas trizas y viejas camionetas. Algunos van a caballo. Un policía tribal viaja en un quad camuflado. Me parece que todas esas personas han hecho el equipaje para una gran excursión que puede que no tenga fin. Una sabia decisión, porque me da la impresión de que no lo tendrá.

Creo que es algo instintivo. Cuando te machacan, sales por piernas para volver a casa lo antes posible. Para lamerte las heridas y reagruparte. Este lugar es el seno de nuestra gente. Los ancianos viven aquí todo el año, ocupándose principalmente de las casas vacías. Pero cada mes de junio, Gray Horse se convierte en el hogar del I’n-Lon-Schka, el gran baile. Y es entonces cuando todos los osage que no están lisiados, y hay bastantes, vuelven a casa. Esa migración anual es una rutina que tenemos profundamente arraigada, desde el nacimiento hasta la muerte. El sendero se vuelve familiar para tu alma.

Hay otras ciudades osage, por supuesto, pero Gray Horse es especial. Cuando la tribu llegó a Oklahoma por el Sendero de las Lágrimas, cumplió una profecía que nos había acompañado una eternidad: que nos trasladaríamos a una nueva tierra de gran abundancia. Y entre el petróleo que fluye bajo nuestra tierra y una escritura no negociable con plenos derechos minerales, la profecía resultó perfecta.

Esto ha sido territorio nativo durante mucho tiempo. Nuestra gente domesticó perros salvajes en estas llanuras. En esa época vaga anterior a la historia, la gente morena de ojos oscuros como los que pisamos este camino estaban aquí construyendo montículos que rivalizarían con las pirámides de Egipto. Nosotros cuidamos de esta tierra, y después de muchas penas y lágrimas, ella nos lo compensó con creces.

¿Es culpa nuestra que todo eso suela hacer a la tribu osage un poco altiva?

Gray Horse se encuentra en lo alto de una pequeña colina, rodeada de escarpados barrancos labrados por el arroyo de Gray Horse. La carretera rural queda cerca, pero hay que andar por un sendero para llegar al pueblo propiamente dicho. Un parque eólico situado en las llanuras del oeste genera electricidad para nuestra gente, mientras que la energía sobrante se destina a la venta. En conjunto, no hay mucho que mirar. Solo la hierba corta de una colina, elegida mucho tiempo atrás para ser el lugar en el que los osage bailarían su danza más sagrada. El sitio en cuestión es como una bandeja ofrecida a los dioses para que estos puedan supervisar nuestras ceremonias y asegurarse de que las celebramos correctamente.

Dicen que llevamos más de cien años realizando el I’n-Lon-Schka para señalar el inicio de los nuevos brotes de la primavera, pero yo tengo mis dudas.

Los antepasados que escogieron Gray Horse eran hombres duros, veteranos del genocidio. Esos hombres eran supervivientes. Contemplaron cómo la sangre de su tribu se derramaba sobre la tierra y vieron cómo su gente era diezmada. ¿Es casual que Gray Horse sea un lugar elevado con un buen campo de tiro, acceso a agua fresca y vías de entrada limitadas? No lo puedo decir con seguridad, pero es un sitio excelente, asentado en una pequeña colina en medio de ninguna parte.

El caso es que, en el fondo, el I’n-Lon-Schka no es una danza de renovación. Lo sé porque siempre la inician los hombres mayores de cada familia. Le siguen las mujeres y los niños, claro, pero somos nosotros los que empezamos la danza. A decir verdad, solo hay un motivo para honrar al hijo mayor de una familia: ellos son los guerreros de la tribu.

El I’n-Lon-Schka es una danza de guerra. Siempre lo ha sido.

El sol se está poniendo deprisa cuando subo el camino empinado que lleva al pueblo. Me cruzo con familias que cargan con sus tiendas, sus efectos personales y sus hijos. En la meseta, veo el destello de una fogata acariciando el cielo oscuro.

El foso de las hogueras está en medio de un claro rectangular, cuyos cuatro lados están rodeados de bancos hechos con troncos partidos. Las ascuas saltan y se mezclan con los puntos de las estrellas. Va a ser una noche fría y despejada. La gente, cientos de personas, se acurruca en pequeños grupos. Están heridos, asustados y esperanzados.

En cuanto llego allí, oigo un grito ronco y temeroso procedente de la lumbre.

Hank Cotton tiene agarrado por el cogote a un joven de unos veinte años como mínimo y lo está sacudiendo como si fuera una muñeca de trapo.

—¡Cretino! —grita.

Hank mide perfectamente más de un metro ochenta y es fuerte como un oso. Como ex jugador de fútbol americano, y encima bueno, la gente confía más en Hank de lo que confiaría en el propio Will Rogers si se levantara de la tumba con un lazo en la mano y los ojos brillantes.

El chico cuelga sin fuerzas como un gatito en la boca de su madre. La gente que rodea a Hank está callada, temerosa de abrir la boca. Sé que voy a tener que ocuparme del asunto. Soy el guardián de la paz y todo ese rollo.

—¿Qué pasa, Hank? —pregunto.

Hank me mira despectivamente y suelta al chico.

—Es un maldito cherokee, Lonnie, y este no es su sitio.

Hank da al chico un pequeño empujón que casi lo hace caer al suelo.

—¿Por qué no vuelves con tu tribu, muchacho?

El chico se pasa la mano por su camisa rota. Es alto y larguirucho y tiene el pelo largo, al contrario que los hombres achaparrados que lo rodean.

—Cálmate, Hank —digo—. Estamos en plena emergencia. Sabes perfectamente que este chico no va a salir de aquí solo.

El chico habla.

—Mi novia es osage —dice.

—Tu novia está muerta —le espeta Hank, con la voz quebrada—. Y aunque no lo estuviera, seguimos siendo distintos.

Hank se vuelve hacia mí, enorme a la luz de la lumbre.

—Tienes razón, Lonnie Wayne, esto es una emergencia. Por eso tenemos que seguir con nuestra gente. No podemos dejar que entren forasteros, o no sobreviviremos.

Da una patada al suelo, y el chico se sobresalta.

—¡Cretino, wets’a!

Después de respirar hondo, me coloco entre Hank y el chico. Tal como esperaba, a Hank no le hace gracia mi intromisión. Me clava un dedo grande en el pecho.

—No te conviene hacer eso, Lonnie. Lo digo en serio.

Antes de que la situación acabe mal, el guardián del tambor interviene. John Tenkiller es un tío menudo y esquelético de piel morena y arrugada y ojos azul claro. Siempre ha estado aquí, pero algún tipo de magia lo mantiene ágil como una rama de sauce.

—Basta —dice John Tenkiller—. Hank, tú y Lonnie Wayne sois hijos mayores y tenéis mi respeto. Pero los intereses de las tierras no os dan ninguna licencia.

—John —contesta Hank—, tú no has visto lo que ha pasado en el pueblo. Es una masacre. El mundo se está derrumbando. Nuestra tribu está en peligro. Y los que no son del clan, suponen una amenaza. Tenemos que hacer lo que sea necesario para sobrevivir.

John deja acabar a Hank y a continuación me mira.

—Con el debido respeto, John, no se trata de una tribu contra otra. Ni siquiera se trata de blancos, morenos, negros o amarillos. Está claro que hay una amenaza, pero no viene de la demás gente. Viene de fuera.

—Demonios —murmura el anciano.

Una pequeña conmoción recorre el gentío.

—Las máquinas —digo—. No me hables de monstruos y demonios, John. Solo son un puñado de máquinas estúpidas, y podemos acabar con ellas. Pero los robots no hacen distingos entre las distintas razas de hombres. Vienen a por todos nosotros. Los seres humanos. Estamos todos en el mismo barco.

Hank no pudo contenerse.

—Nunca hemos dejado entrar a forasteros en el círculo del tambor. Es un círculo cerrado —dice.

—Es cierto —conviene John—. Gray Horse es sagrado.

El chico elige un mal momento para alterarse.

—¡Venga ya, tío! No puedo volver allí abajo. Es una puta trampa mortal. Todo el mundo está muerto, joder. Me llamo Alondra Nube de Hierro. ¿Me oyes? Soy tan indio como el que más. ¿Y todos queréis matarme porque no soy un osage?

Poso la mano en el hombro de Alondra, y este se calma. Ahora hay mucho silencio, y solo se oye el crepitar del fuego y el sonido de los grillos. Veo un corro de caras osage inexpresivas como rocas.

—Bailemos, John Tenkiller —digo—. Esto es importante. Más importante que nosotros. Y mi corazón me dice que tenemos que ocupar nuestro lugar en la historia. Así que antes de nada bailemos.

El guardián del tambor agacha la cabeza. Todos nos quedamos quietos, esperando su respuesta. Las costumbres dictan que debemos esperar hasta la mañana si hace falta, pero no es necesario. John alza su sabio rostro y nos atraviesa con esos ojos suyos de diamante.

—Bailaremos y esperaremos una señal.

Las mujeres nos ayudan a prepararnos para la ceremonia. Cuando acaban de ajustarnos los trajes, John Tenkiller saca un voluminoso saco de cuero. El guardián del tambor mete dos dedos y saca un pedazo húmedo de arcilla. A continuación, recorre una hilera de unos doce bailarines y nos frota la tierra roja por la frente.

Noto la raya fría de barro en la cara: el fuego del tsi-zhu. Se seca rápido y, cuando lo hace, parece una vena de sangre. Una visión, tal vez, de lo que se avecina.

El enorme tambor es colocado en mitad del claro. John se sienta en cuclillas y marca un constante «pom, pom, pom» que resuena en la noche. Las sombras parpadean. Los ojos oscuros de los asistentes están puestos en nosotros. Uno a uno, todos nosotros —los hijos mayores— nos levantamos y nos ponemos a bailar alrededor del círculo del tambor.

Hace diez minutos éramos policías, abogados y camioneros, pero ahora somos guerreros. Vestidos a la antigua usanza —pieles de nutria, plumas, abalorios y cintas—, todos pertenecemos a una tradición que no tiene lugar en la historia.

La transformación es repentina y me impresiona. Pienso para mis adentros que esta danza de la guerra es como una escena atrapada en ámbar, indistinguible de sus hermanos y hermanas en el tiempo.

Cuando el baile comienza, me imagino el mundo demencial del hombre cambiando y evolucionando más allá del borde parpadeante de la luz de la lumbre. Ese mundo exterior no deja de avanzar dando tumbos, ebrio y descontrolado. Pero el rostro de los osage permanece inalterable, arraigado en este lugar, en el calor del fuego.

De modo que bailamos. Los sonidos del tambor y los movimientos de los hombres son hipnóticos. Cada uno de nosotros se concentra en sí mismo, pero desarrollamos de forma natural una armonía predestinada. Los hombres osage son muy corpulentos, pero nos agachamos, brincamos y nos deslizamos alrededor del fuego, gráciles como serpientes. Nos movemos como uno solo con los ojos cerrados.

Mientras avanzo a tientas alrededor del fuego, percibo el parpadeo rojo de la luz de la lumbre introduciéndose en las venas de mis párpados cerrados. Al cabo de un rato, la oscuridad teñida de rojo se abre y adquiere el aspecto de una amplia vista, como si estuviera mirando una oscura cueva a través de un agujero en un árbol. Es mi imaginación. Sé que no tardaré en hallar las imágenes del futuro allí pintadas… en rojo.

El ritmo de nuestros cuerpos libera nuestras mentes. Mi imaginación me muestra el rostro desesperado del chico de la heladería. La promesa que le hice resuena en mis oídos. Percibo el olor acre y metálico de la sangre acumulada en aquel suelo embaldosado. Al alzar la vista, veo una figura saliendo del cuarto trasero de la heladería. La sigo. La misteriosa figura se detiene en la puerta oscurecida y se vuelve despacio hacia mí. Me estremezco y reprimo un grito al ver la sonrisa diabólica pintada en la cara de plástico de mi enemigo. En sus pinzas acolchadas la máquina sostiene algo: una pequeña figura de papiroflexia de una grulla.

Y el sonido de los tambores cesa.

En el espacio de veinte latidos de corazón, la danza pierde vigor. Abro los ojos. Solo quedamos Hank y yo. Mi respiración forma nubes blancas. Al estirarme, las articulaciones me restallan como petardos. Una capa de escarcha cubre mi manga con flecos. Noto el cuerpo como si se acabara de despertar, pero la mente como si no se hubiera dormido.

El cielo hacia el este se está tiñendo de rosa claro. El fuego sigue ardiendo vorazmente. Mi gente está amontonada alrededor del círculo del tambor, dormida. Hank y yo debemos de haber estado bailando durante horas, como robots.

Entonces me fijo en John Tenkiller. Está de pie inmóvil como una roca. Muy lentamente, levanta la mano y señala el alba.

Entre las sombras hay un hombre blanco con la cara ensangrentada. Tiene una capa de cristales rotos incrustada en la frente. Se balancea, y los pedazos de vidrio brillan a la luz del fuego. Las perneras de sus pantalones están húmedas y manchadas de negro debido al barro y las hojas. En el pliegue del codo izquierdo, tiene a un niño pequeño dormido, con la cara oculta en su hombro. Un niño de unos diez años se encuentra delante de su padre, con la cabeza gacha, agotado. El hombre tiene su fuerte mano derecha posada en el hombro huesudo de su hijo.

No hay rastro de una mujer o de otra persona.

Hank, el guardián del tambor y yo miramos boquiabiertos al hombre, llenos de curiosidad. Tenemos las caras manchadas de ocre reseco y vamos vestidos con ropa anterior a los pioneros. El tipo debe de estar pensando que ha retrocedido en el tiempo.

Pero el blanco se limita a mirar como si viera a través de nosotros, conmocionado, afectado.

Justo entonces, su hijo pequeño levanta la cara hacia nosotros. Sus ojitos redondos están muy abiertos y llenos de angustia, y su frente pálida tiene una raya carmesí herrumbrosa de sangre seca. Tan cierto como que el niño está allí, el pequeño ha sido marcado con el fuego del tsi-zhu. Hank y yo nos miramos, con todo el vello del cuerpo erizado.

El niño ha sido pintado, pero no por nuestro guardián del tambor.

La gente se está despertando y murmura.

Un par de segundos más tarde, el guardián del tambor habla con el tono monótono y grave de una oración pronunciada durante mucho tiempo.

—Que el reflejo de este fuego en los cielos lejanos pinte los cuerpos de nuestros guerreros. Y, en ese momento y ese lugar, que los cuerpos de los Wha-zha-zhe se destruyan con el rojo del fuego. Y que sus llamas salten por los aires y enrojezcan los muros del mismísimo cielo con un brillo carmesí.

—Amén —murmura la gente.

El hombre blanco levanta la mano del hombro de su hijo y deja una huella de sangre perfecta y reluciente. Alarga los brazos, haciendo señas.

—Ayúdennos —susurra—. Por favor. Se están acercando.

La Nación Osage jamás rechazó a un solo superviviente humano durante la Nueva Guerra. Como resultado de ello, Gray Horse creció hasta convertirse en un bastión de resistencia humana. Por todo el mundo empezaron a circular leyendas acerca de la existencia de una civilización humana superviviente en mitad de Estados Unidos y de un desafiante cowboy que vivía allí, capaz de escupir a los robots a la cara.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217