2. Demolición

La demolición es parte de la construcción.

MARCUS JOHNSON

HORA CERO

La siguiente descripción de la llegada de la Hora Cero la ofreció Marcus Johnson mientras se encontraba preso en el campo de trabajos forzados de Staten Island 7040.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Lo hice mucho antes de que los robots me atraparan.

Ni siquiera ahora sabría decirte exactamente cuánto tiempo ha pasado. No hay forma de saberlo. Lo que sí sé es que todo empezó en Harlem. El día antes de Acción de Gracias.

Hace frío fuera, pero estoy caliente en la sala de estar de mi piso en una novena planta. Estoy viendo las noticias con un vaso de té helado, sentado en mi butaca favorita. Me dedico a la construcción y es muy agradable poder relajarse durante el fin de semana. Mi mujer, Dawn, está en la cocina. La oigo trasteando con cazuelas y sartenes. Es un sonido agradable. Nuestras dos familias están a kilómetros de distancia, en Jersey, y por una vez van a venir a casa a pasar las vacaciones. Es estupendo estar en casa y no viajando como el resto del país.

Todavía no lo sé, pero este es mi último día de hogar.

Nuestros parientes no van a llegar.

En la televisión, la presentadora de las noticias se lleva el dedo índice a la oreja y su boca se abre en una O de espanto. Todo su aplomo profesional se viene abajo, como al desabrochar un pesado cinturón de herramientas. Ahora me mira fijamente, con los ojos muy abiertos de terror. Está mirando más allá de mí, más allá de la cámara, a nuestro futuro.

Esa fugaz expresión de sufrimiento y horror en su rostro no me abandona durante mucho tiempo. Ni siquiera sé lo que ha oído.

Un segundo más tarde, la señal del televisor se apaga. Un segundo después, se produce un apagón.

Oigo sirenas en la calle.

Al otro lado de la ventana, cientos de personas están saliendo poco a poco a la calle Ciento treinta y cinco. Hablan entre ellas y sostienen móviles que no funcionan. Me parece curioso que muchas de ellas miren al cielo, con la cabeza vuelta hacia lo alto. «No hay nada allí arriba», pienso. Mirad a vuestro alrededor. No sé exactamente por qué, pero temo por esas personas. Parecen pequeñas allí abajo. Una parte de mí desea gritar: «Desapareced. Escondeos».

Algo se acerca. Pero ¿qué?

Un coche que avanza a toda velocidad salta el bordillo de la acera, y empiezan los gritos.

Dawn sale de la cocina con paso decidido, limpiándose las manos en un paño y mirándome inquisitivamente. Yo me encojo de hombros. No sé qué decir. Intento impedir que se acerque a la ventana, pero me aparta de un empujón. Se inclina sobre el respaldo del sofá y se asoma.

Solo Dios sabe lo que ve allí abajo.

Yo prefiero no mirar.

Pero puedo oír la confusión. Gritos. Explosiones. Motores. Oigo disparos un par de veces. Los vecinos de nuestro edificio salen por el pasillo, discutiendo.

Dawn hace un comentario con voz entrecortada desde la ventana.

—Los coches, Marcus. Los coches están persiguiendo a la gente y no hay nadie dentro y… Dios mío. Corred. No. Por favor —murmura, dirigiéndose en parte a mí y en parte a sí misma.

Dice que los coches inteligentes han cobrado vida. Y también otros vehículos. Funcionan con el piloto automático y están matando a personas.

Miles de personas.

De repente, Dawn se aparta de la ventana de un salto. La sala de estar se sacude y retumba. Un pitido agudo atraviesa el aire y luego se va apagando. Hay un destello de luz y suena un ruido atronador procedente del exterior. Los platos salen volando de la encimera de la cocina. Los cuadros se caen de las paredes y se hacen añicos.

No suena ninguna alarma de coche.

Dawn es mi capataza y mi chica, y es dura como una roca. Ahora está sentada con sus larguiruchos brazos alrededor de las rodillas mientras le corren lágrimas por su cara inexpresiva. Un avión de vuelos regulares con ochenta plazas acaba de pasar como un rayo sobre nuestro bloque de pisos y ha aterrizado un kilómetro y medio calle abajo, cerca de Central Park. Las llamas arrojan ahora una luz rojiza apagada sobre las paredes de la sala de estar. En el exterior, el humo negro inunda el aire.

La gente ya no rumorea en la calle.

No se produce ninguna otra explosión. Es un milagro que los aviones no estén cayendo sobre la ciudad, considerando todos los que debe de haber allí arriba.

Los teléfonos no funcionan. No hay electricidad. La radio a pilas solo emite interferencias.

Nadie nos dice qué hacer.

Lleno de agua la bañera y las pilas y todo lo que encuentro. Desenchufo los electrodomésticos. Pego papel de aluminio a las ventanas con cinta adhesiva y bajo las persianas.

Dawn retira una esquina del papel de aluminio y mira al exterior. A medida que las horas pasan lentamente, se queda pegada al sofá como un hongo. Un rayo rojo del sol poniente tiñe sus ojos color avellana.

Está contemplando el infierno, y yo no tengo el valor de unirme a ella.

En lugar de ello, decido echar un vistazo al pasillo; antes se oían voces allí. Salgo e inmediatamente veo a la señora Henderson, que vive al final del pasillo, meterse en el hueco del ascensor abierto.

Ocurre deprisa y en silencio. No me lo puedo creer. Ni un grito. La vieja está allí y un segundo después ha desaparecido. Tiene que ser un truco o una broma o un malentendido.

Corro hacia el ascensor, apoyo las manos y me inclino para asegurarme de lo que acabo de ver. Entonces me doblo y vomito sobre la moqueta beis del pasillo. Mis ojos derraman lágrimas. Me limpio la boca con la manga y cierro los ojos apretándolos con fuerza.

Esas cosas no parecen reales. Los coches, los aviones y los ascensores no matan a la gente; son solo máquinas. Pero a una parte pequeña y sabia de mí le importa un carajo si es real o no. Solo reacciona. Arranca un aplique de la pared y lo coloca reverentemente delante del agujero donde deberían estar las puertas del ascensor. Es mi pequeña advertencia a la siguiente persona que pase por allí. Mi pequeño homenaje a la señora Henderson.

Hay seis pisos en mi rellano. Llamo a todas las puertas: no hay respuesta. Me quedo en silencio en el pasillo quince minutos. No oigo voces ni movimiento.

En el edificio no hay nadie salvo Dawn y yo.

A la mañana siguiente estoy sentado en mi butaca, haciéndome el dormido y pensando en asaltar el piso de la señora Henderson en busca de conservas cuando Dawn reacciona y por fin me dirige la palabra.

La luz matutina traza dos rectángulos en las paredes en las zonas donde hay papel de aluminio sujeto a las ventanas con cinta adhesiva. Un brillante rayo de luz de la esquina doblada penetra en la habitación e ilumina el rostro de Dawn: duro, arrugado y serio.

—Tenemos que marcharnos, Marcus —dice—. He estado pensándolo. Tenemos que ir al campo, donde no puedan usar sus ruedas y los domésticos no puedan andar. ¿No lo entiendes? No están diseñados para el campo.

—¿Quiénes? —pregunto, aunque lo sé perfectamente.

—Las máquinas, Marcus.

—Es una especie de avería, ¿verdad, cariño? O sea, las máquinas no…

Mi voz se va apagando de forma poco convincente. No engaño a nadie, ni siquiera a mí mismo.

Dawn se acerca a gatas a la butaca y mece mis mejillas entre sus manos ásperas. Se dirige a mí muy despacio y muy claro:

—Marcus, de algún modo, las máquinas están vivas. Están haciendo daño a la gente. Algo ha ido muy mal. Tenemos que irnos de aquí mientras estemos a tiempo. Nadie va a venir a ayudarnos.

La niebla se disipa.

Tomo sus manos entre las mías y reflexiono sobre lo que acaba de decir. Realmente me planteo ir al campo. Hacer el equipaje. Abandonar el piso. Recorrer las calles. Cruzar el puente de George Washington hasta el continente. Llegar a las montañas del norte. Probablemente no haya más de ciento cincuenta kilómetros. Y luego, sobrevivir.

Imposible.

—Te escucho, Dawn. Pero no sabemos cómo seguir con vida en la naturaleza. Nunca hemos ido de cámping. Aunque consiguiéramos salir de la ciudad, nos moriríamos de hambre en el bosque.

—Hay más personas —dice ella—. He visto a gente con bolsos y mochilas. Familias enteras se han dirigido a las afueras de la ciudad. Algunos deben de haberlo conseguido. Ellos cuidarán de nosotros. Trabajaremos todos juntos.

—Eso es lo que me preocupa. Debe de haber millones de personas ahí fuera. Sin comida. Sin cobijo. Algunos tienen armas. Es demasiado peligroso. La madre naturaleza ha matado a más personas de las que podrán matar las máquinas. Deberíamos ceñirnos a lo que conocemos. Tenemos que seguir en la ciudad.

—¿Y ellos? Están diseñados para la ciudad. Pueden subir escaleras, no trepar montañas. Marcus, pueden recorrer nuestras calles, pero no los bosques. Nos van a coger si nos quedamos aquí. Las he visto ahí abajo, yendo de puerta en puerta.

La información me sienta como un puñetazo en la barriga. Una sensación de malestar se extiende por mi cuerpo.

—¿De puerta en puerta? —pregunto—. ¿Haciendo qué?

Ella no responde.

No he mirado la calle desde que todo comenzó. Ayer estuve ocupado y confundido protegiendo la casa. Cada gemido de Dawn que oía en la ventana no hacía más que reforzar mi necesidad de seguir ocupado, de mantenerme ocupado, con la cabeza gacha y las manos en movimiento. No levantes la vista, no hables, no pienses.

Dawn ni siquiera sabe que la señora Henderson está en el fondo del hueco del ascensor. Ni que hay más personas con ella.

No respiro hondo ni cuento hacia atrás desde tres. Me acerco resueltamente a la rendija aparentemente inofensiva del papel de aluminio y miro. Estoy preparado para la masacre, los cadáveres, las bombas y los restos en llamas. Estoy preparado para la guerra.

Pero no estoy preparado para lo que veo.

Las calles están vacías. Limpias. Hay muchos coches perfectamente aparcados a un lado y otro de la calle, esperando. En la esquina de la Ciento treinta y cinco con Adam, hay cuatro todoterrenos último modelo aparcados en diagonal a través del cruce, uno detrás de otro. Entre los dos coches de en medio hay un hueco lo bastante grande para que otro coche pase apretujado, pero un vehículo tapa el agujero.

Todo parece un poco raro. Hay un montón de ropa tirada en mitad de la acera. Un quiosco ha sido desplazado de sitio. Un golden retriever corre calle arriba dando grandes zancadas, arrastrando la correa. El perro se detiene y olfatea una extraña zona descolorida de la acera, y acto seguido se aleja con la cabeza gacha.

—¿Dónde está la gente? —pregunto.

Dawn se seca los ojos irritados con el dorso de la mano.

—Lo limpian, Marcus. Cuando los coches atropellan a alguien, los caminantes vienen y se los llevan a rastras. Es todo muy limpio.

—¿Los robots domésticos? ¿Los que tienen los ricos? Pero si son ridículos. Apenas pueden caminar con esos pies planos. Ni siquiera pueden correr.

—Sí, ya lo sé. Tardan una eternidad, pero pueden llevar armas. Y a veces vienen robots policía, los que tienen orugas y desactivan bombas. Son lentos pero fuertes. Los camiones de la basura…

—Déjame echar un vistazo. Encontraremos una solución, ¿vale?

Observo las calles durante el resto del segundo día. La manzana parece tranquila sin el caos de la ciudad que la recorra como un tornado cotidiano. La vida del barrio está suspendida.

O tal vez se ha terminado.

El humo del accidente de avión todavía flota en el aire. Dentro del edificio del otro lado de la calle, veo a una anciana y a su marido entre la bruma borrosa. Están mirando fijamente la calle por las ventanas, como fantasmas.

A media tarde, lo que parece un helicóptero de juguete pasa junto a nuestro edificio a unos diez metros del suelo. Es del tamaño de una caseta de perro y vuela despacio y con un objetivo. Vislumbro un extraño artilugio que cuelga de su parte inferior. Luego desaparece.

Al otro lado de la calle, el anciano corre las cortinas de un tirón.

Listo.

Una hora más tarde, un coche se detiene al otro lado de la calle, y el corazón me sube a la garganta. «Un ser humano», pienso. Por fin alguien podrá decirnos qué está pasando. Gracias, Dios.

Entonces palidezco y me quedo paralizado. Dos robots domésticos salen del vehículo. Se dirigen a la parte de atrás del todoterreno sobre sus piernas baratas y temblorosas. El portón trasero se abre, y los dos caminantes introducen los brazos y sacan un robot antibombas de color gris apagado. Colocan el robot achaparrado sobre la calzada. La máquina gira un poco sobre sus orugas, calibrándose. El destello de su escopeta negro azabache me provoca un escalofrío: el arma parece práctica, como cualquier otra herramienta diseñada para realizar una tarea muy concreta.

Sin mirarse entre ellos, los tres robots entran dando traspiés y rodando por la puerta principal del edificio situado al otro lado de la calle.

«Ni siquiera está cerrada con llave», pienso. Su puerta ni siquiera está cerrada. Y la mía tampoco.

Los robots no pueden estar eligiendo las puertas al azar. A estas alturas muchas personas han huido. Y más personas aún ya estaban fuera de la ciudad para pasar el día de Acción de Gracias. Demasiadas puertas y demasiados pocos robots: un simple problema de ingeniería.

Mi mente vuelve sobre el curioso helicóptero pequeño. Pienso que tal vez volaba por un motivo. Como si estuviera registrando las ventanas, buscando personas.

Me alegro de haber protegido las ventanas. No tengo ni idea de por qué decidí colocar papel de aluminio. A lo mejor porque no quería que el más mínimo horror del exterior se colara en mi refugio. Pero el papel de aluminio impide por completo que la luz entre del exterior. Es evidente que también oculta la luz que sale del interior.

Y lo que es más importante, el calor.

Una hora más tarde, los robots salen del edificio del otro lado de la calle. El robot antibombas arrastra dos bolsas detrás de él. Los domésticos cargan las bolsas y al otro robot en el coche. Antes de marcharse, uno de los caminantes se queda inmóvil. Es un voluminoso doméstico con una inquietante gran sonrisa permanentemente esculpida en la cara. Un Big Happy. Se detiene junto al coche y gira la cabeza a la izquierda y a la derecha, registrando la calle vacía en busca de movimiento. La criatura permanece totalmente quieta durante unos treinta segundos. No me muevo, ni respiro, ni parpadeo.

No vuelvo a ver a la pareja de ancianos.

Esa noche, los observadores pasan volando aproximadamente una vez cada hora. El suave «fap, fap» de sus rotores penetra en mis pesadillas. Mi cerebro está atrapado en un bucle interminable, pensando febrilmente cómo sobrevivir a esta situación.

Aparte de unos edificios dañados, la mayoría de la ciudad parece intacta. Calles lisas y asfaltadas. Puertas que se abren y se cierran suavemente. Escaleras o rampas para sillas de ruedas. Se me ocurre una idea.

Despierto a Dawn y le susurro:

—Tienes razón, cielo. Lo mantienen todo limpio para poder funcionar en la ciudad, pero podemos ponérselo difícil. Difícil. Ensuciar las calles para que no puedan moverse. Volar algunos edificios.

Dawn se incorpora. Me mira con incredulidad.

—¿Quieres destruir nuestra ciudad?

—Ya no es nuestra ciudad, Dawn.

—Las máquinas están allí abajo, destrozando todo lo que hemos construido. Todo lo que tú has construido. ¿Y ahora quieres ir a hacerles el trabajo?

Le coloco la mano en el hombro. Ella es fuerte y cálida. Mi respuesta es simple:

—La demolición es parte de la construcción.

Empiezo por nuestro edificio.

Utilizando una almádena, perforo las paredes de los pisos de al lado. Abro los agujeros a la altura de la cintura para no tocar las tomas eléctricas y evitar cocinas y cuartos de baño. No hay tiempo para averiguar cuáles son los muros de carga, de modo que me dejo llevar por la intuición y confío en que un agujero no derribe el techo.

Dawn recoge comida y herramientas de los pisos vacíos. Yo saco a rastras los muebles pesados al pasillo y levanto barricadas en las puertas desde dentro. Metiéndonos por los agujeros podemos explorar libremente toda la planta.

En el vestíbulo, derribo todo lo que veo y amontono los escombros delante de la puerta principal. Hago pedazos el ascensor, las plantas y la recepción. Las paredes, los espejos y la araña de luces. Todo se derrumba y forma un montón de escombros.

Ah, y cierro con llave la entrada principal. Por si sirve de algo.

Encuentro a un par de personas en otras plantas del edificio, pero me gritan a través de las puertas de sus casas y se niegan a salir. En la mayoría de las puertas a las que llamo no obtengo respuesta.

Entonces llega el momento de dar el siguiente paso.

Salgo a pie al amanecer, deslizándome de portal en portal. Los coches último modelo aparcados por el barrio no se fijan en mí si me mantengo fuera de su línea de visión. Siempre procuro que haya un banco de una parada de autobús, una farola o un quiosco entre los coches y yo.

Y desde luego no me bajo de la acera.

Encuentro el equipo de demolición donde lo dejé hace tres días, antes de que empezara la Nueva Guerra. Está intacta en el cuarto interior de mi lugar de trabajo, a solo unas pocas manzanas de donde vivimos. Llevo el equipo a casa y hago un segundo viaje al atardecer, cuando la luz es más engañosa. Los robots domésticos pueden ver perfectamente en la oscuridad y no tienen que dormir, así que supongo que no voy a ganar nada yendo de noche.

En el primer viaje, me enrollo cable detonante alrededor del antebrazo y luego me lo echo por encima de la cabeza y lo llevo como si fuera una bandolera. El cable es largo, flexible y de un femenino color rosa. Puedes enrollarlo cinco veces alrededor de un poste telefónico de madera para volarlo por la mitad. Quince veces para lanzar el poste seis metros por los aires y llenar la zona de astillas.

Pero, por lo general, el cable detonante es un material muy estable.

En el siguiente viaje, lleno una bolsa de lona de paquetes de cápsulas explosivas del tamaño de cajas de zapatos. Diez por caja. Y cojo el detonador. Por si acaso, me llevo las gafas de seguridad y las orejeras.

Voy a volar el edificio del otro lado de la calle.

Con la ayuda de la almádena, me aseguro de que no haya nadie escondido en las tres plantas superiores. Los robots ya han fijado el lugar como objetivo y lo han limpiado. Nada de sangre. Nada de cadáveres. Solo esa espeluznante pulcritud. La falta de desorden me asusta. Me recuerda los cuentos de fantasmas en los que unos exploradores se encuentran ciudades vacías en cuyas mesas hay platos con puré de patata todavía caliente.

La inquietante sensación me impulsa a moverme de forma rápida y metódica mientras lanzo conservas en una sábana que arrastro por los pasillos oscuros.

Coloco unos cuantos cables detonantes en el tejado. No me acerco al depósito de agua. En la planta superior, bordeo las paredes de más pisos con más cable y dejó unas cuantas cápsulas explosivas. Me mantengo alejado de la estructura central del edificio. No quiero derribarlo todo, solo hacer daños superficiales.

Trabajo solo y en silencio y voy rápido. Normalmente, mi equipo se pasaría meses forrando las paredes con fieltro sintético geotextil para que amortiguara los fragmentos que salieran volando. Todas las explosiones arrojan pedazos de metal y hormigón a distancias sorprendentes. Pero esta vez me interesan los escombros. Quiero que dañen los edificios cercanos, que los destrocen y revienten sus ventanas. Quiero abrir agujeros en los muros. Excavar los pisos y dejarlos como cuencas oculares vacías.

Finalmente, cruzo la calle a toda velocidad y entro por la puerta abierta del aparcamiento de mi edificio. La persiana de metal enrollable está arrancada desde el primer día, cuando los coches inteligentes salieron del garaje. La puerta cuelga como una costra a punto de caerse. Dentro solo hay coches antiguos y oscuridad. Con el detonador en la mano, me introduzco en el garaje sigilosamente, doblando la distancia porque no he guardado las precauciones de seguridad habituales.

Solo hace falta un pedazo de hormigón del tamaño de un puño para convertirte la cabeza en un plato de espaguetis al casco.

Encuentro a Dawn esperando dentro del garaje. Ella también ha estado ocupada.

Neumáticos.

Neumáticos en montones de cinco. Ha hecho una incursión en el garaje y ha encontrado los coches antiguos allí abajo. Les ha quitado los neumáticos y los ha acercado a la puerta.

Huele raro, como a gasolina.

De repente lo entiendo.

Cobertura.

Dawn me mira, arquea las cejas y rocía un neumático de gasolina.

—Yo lo enciendo y tú lo haces rodar —indica.

—Eres un genio —digo.

Sus ojos intentan sonreír, pero la fina línea de su boca parece haber sido labrada en piedra.

Hacemos rodar una docena de neumáticos en llamas desde la seguridad del garaje hasta la calle. Las ruedas se caen y arden, lanzando volutas de humo encubridor por el aire. Escuchamos desde la oscuridad a un sedán que se acerca despacio. Se para delante de los neumáticos, tal vez pensando en cómo rodearlos.

Nos adentramos más en el garaje.

Sostengo el detonador y lo pongo en modo de seguridad. Una brillante luz roja aparece ante mí en la oscuridad del garaje. Con el pulgar, tanteo el frío interruptor metálico. Rodeo a Dawn con un brazo, le planto un beso en la mejilla y acciono el interruptor.

Oímos un estridente ruido seco al otro lado de la calle, y el suelo se sacude bajo nuestros pies. Un crujido resuena por la cueva oscura del garaje. Aguardamos cinco minutos en la oscuridad, escuchando respirar al otro. Entonces nos acercamos con paso resuelto a la entrada en pendiente, cogidos de la mano, hacia la puerta del garaje destrozada. Una vez en lo alto, miramos a través de la puerta rota y parpadeamos contra la luz del sol.

Contemplamos la nueva cara de la ciudad.

El tejado del otro lado de la calle está echando humo. Miles de cristales se han hecho añicos y han caído sobre el asfalto, donde ahora forman una capa crujiente, como escamas de pez. El suelo está lleno de cascotes, y toda la fachada de nuestro edificio ha quedado cubierta de cráteres y salpicada de arena. Las señales de tráfico y las farolas están tiradas a través de la calle. Trozos de calzada, ladrillos y mortero, gruesos cables negros, montones de tuberías, bolas retorcidas de hierro fundido y toneladas de escombros irreconocibles se amontonan allí donde miramos.

El sedán sigue aparcado cerca de los neumáticos en llamas. Ha quedado aplastado debajo de un pedazo de hormigón con forma de pastel, cuyas barras de refuerzo sobresalen como una fractura complicada.

Los asfixiantes rizos negros del humo de los neumáticos nublan el aire y cubren el cielo.

Y el polvo. En un trabajo normal, los bomberos regarían con mangueras el polvo. Sin ellos, el polvo se asienta en capas por todas partes como nieve sucia. No veo huellas de neumático, lo que me indica que no se han acercado coches… todavía. Dawn está haciendo rodar un neumático encendido hacia el cruce.

Me dirijo al centro de la calle dando traspiés por encima de los escombros y por un instante me siento como si, una vez más, la ciudad fuera mía. Doy una patada al lateral del coche destruido apoyando todo mi peso y dejo una abolladura del tamaño de una bota.

«Te pillé, hijo de puta. Tus amigos van a tener que aprender a trepar si quieren venir a por mí».

Protegiéndome la boca con la manga, examino los daños de las fachadas de los edificios. Y me echo a reír. Me río en voz alta durante un buen rato. Mis carcajadas y gritos resuenan en los edificios, e incluso Dawn levanta la vista mientras hace rodar un neumático y me dedica una pequeña sonrisa.

Y entonces las veo. Personas. Solo media docena, saliendo a la luz de unos portales situados calle abajo. El vecindario no ha desaparecido. Solo estaba escondido. Las personas, mis vecinos, salen de una en una a la calle.

El viento barre el humo de intenso color negro por encima de nuestras cabezas. Pequeñas hogueras arden a uno y otro lado de la manzana. Hay escombros esparcidos por todas partes. Nuestro pequeño rincón de Estados Unidos parece una zona de guerra. Y nosotros parecemos los supervivientes de una película catastrófica. «Como tiene que ser», pienso.

—Escuchad —anuncio al andrajoso semicírculo de supervivientes—. No podemos quedarnos aquí fuera mucho tiempo. Las máquinas volverán. Intentarán limpiar esto, pero no se lo podemos permitir. Fueron construidas para este sitio, y no podemos tolerarlo. No podemos ponérselo fácil para que vengan a por nosotros. Tenemos que retrasarlas. Incluso detenerlas, si podemos.

Y cuando por fin lo digo en voz alta, apenas puedo dar crédito a lo que oigo. Pero sé lo que hay que hacer, por difícil que sea. Así que miro a los ojos a mis compañeros supervivientes. Respiro hondo y les digo la verdad:

—Si queremos vivir, vamos a tener que destruir Nueva York.

Los métodos de demolición utilizados por primera vez en Nueva York por Marcus Johnson y su esposa, Dawn, fueron copiados en todo el mundo a lo largo de los siguientes años. Con el sacrificio de la infraestructura de ciudades enteras, los supervivientes urbanos pudieron atrincherarse, sobrevivir y defenderse desde el principio. Estos tenaces ciudadanos conformaron el núcleo de la primera resistencia humana. Mientras tanto, millones de refugiados humanos seguían huyendo al campo, donde los robots todavía no habían evolucionado para poder funcionar allí. No tardarían en hacerlo.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217