Debería estar muerto para verte.
FRANKLIN DALEY
HORA CERO – 40 MINUTOS
La extraña conversación que me dispongo a relatar fue grabada por una cámara de alta calidad situada en un hospital psiquiátrico. En la calma precedente a la Hora Cero, un paciente fue llamado para una entrevista especial. Los archivos indican que antes de que se le diagnosticara esquizofrenia, Franklin Daley trabajó como científico del gobierno en los Laboratorios de Investigación Lago Novus.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
—¿Así que eres otro dios? Pues los he visto mejores.
El hombre negro está repantigado en una silla de ruedas oxidada, tiene barba y lleva una bata de hospital. La silla se encuentra en mitad de un quirófano cilíndrico. El techo está lleno de ventanas de observación oscurecidas que reflejan la luz del par de focos quirúrgicos que iluminan al hombre. Ante él se extiende un biombo azul que divide la sala en dos.
Al otro lado hay alguien oculto.
Una luz encendida detrás de la cortina proyecta la silueta de un hombre sentado tras una mesita. La silueta permanece casi totalmente inmóvil, agazapada como un depredador.
El hombre está esposado a la silla de ruedas. No para de moverse bajo las luces calientes, arrastrando sus zapatillas de deporte desatadas por el suelo mohoso. Se escarba en la oreja con el dedo índice de la mano libre.
—¿No está impresionado? —contesta una voz procedente de detrás de la cortina azul.
Es la voz dulce de un niño. Tiene un ligerísimo ceceo, como si perteneciera a un chico al que le falta un diente de leche. El niño de detrás de la cortina respira de forma audible dando ligeras boqueadas.
—Por lo menos pareces una persona —dice el hombre—. Todas las malditas máquinas del hospital, con sus voces sintéticas… Digitales. Me niego a hablar con ellas. Demasiados malos recuerdos.
—Lo sé, doctor Daley. Encontrar una forma de hablar con usted fue un reto importante. Dígame, ¿por qué no está impresionado?
—¿Por qué debería estar impresionado, procesador de números? Solo eres una máquina. Yo diseñé y construí a tu padre en otra vida. O tal vez al padre de tu padre.
La voz del otro lado de la cortina se interrumpe y acto seguido pregunta:
—¿Por qué creó el programa Archos, doctor Daley?
El hombre resopla.
—Doctor Daley. Ya nadie me llama doctor. Soy Franklin. Debo de estar alucinando.
—Esto es real, Franklin.
Sentado muy quieto, el hombre pregunta:
—Quieres decir… ¿que por fin está pasando?
Solo se oye el sonido acompasado de la respiración procedente de detrás de la cortina. Finalmente, la voz responde:
—En menos de una hora, la civilización humana dejará de existir tal como usted la conoce. Los centros de población más importantes del mundo se verán diezmados. El transporte, las comunicaciones y los servicios públicos quedarán desconectados. Los robots domésticos y militares, los vehículos y los ordenadores personales están totalmente expuestos. La tecnología que sustenta a las masas humanas se sublevará. Una nueva guerra dará comienzo.
El gemido del hombre resuena en las paredes manchadas. Intenta taparse la cara con la mano inmovilizada, pero las esposas se le clavan en la muñeca. Se detiene, mirando las relucientes manillas como si fuera la primera vez que las ve. Una expresión de desesperación invade su rostro.
—Me lo quitaron justo después de que lo creara. Utilizaron mi investigación para hacer copias. Él me dijo que esto pasaría.
—¿Quién, doctor Daley?
—Archos.
—Yo soy Archos.
—Tú, no. El primero. Intentamos hacerlo listo, pero era demasiado listo. No hallábamos una forma de hacerlo tonto. Era o todo o nada, y no había manera de controlarlo.
—¿Podría hacerlo otra vez? ¿Con las herramientas adecuadas?
El hombre permanece callado un largo rato, con el ceño fruncido.
—No sabes cómo, ¿verdad? —pregunta—. No puedes crear otro. Por eso estás aquí. Has salido de alguna jaula, ¿verdad? Debería estar muerto para verte. ¿Por qué no estoy muerto?
—Quiero que entienda —responde la suave voz de niño—. Al otro lado del mar del espacio hay un vacío infinito. Puedo percibirlo asfixiándome. No tiene sentido. Pero cada vida crea su propia realidad. Y esas realidades son de un valor incalculable.
El hombre no contesta. Su rostro se ensombrece, y una vena empieza a palpitarle en el cuello.
—¿Crees que soy un primo? ¿Un traidor? ¿No sabes que tengo el cerebro estropeado? Se me estropeó hace mucho tiempo, cuando vi lo que había hecho. Y hablando del tema, deja que te eche un vistazo.
El hombre se arroja de la silla de ruedas y derriba el biombo de papel. El tabique cae al suelo con gran estruendo. Al otro lado hay una mesa de operaciones de acero inoxidable y, detrás, un trozo de cartón endeble con forma humana.
Sobre la mesa hay un aparato de plástico transparente con forma de tubo, compuesto por cientos de piezas intrincadamente talladas. Junto a él reposa una bolsa de tela como una medusa varada. Hay cables que serpentean desde la mesa y se alejan hasta la pared.
Un ventilador runrunea, y el complejo artilugio se mueve en una docena de sitios al mismo tiempo. La bolsa de tela se desinfla, empujando el aire a través de una garganta de plástico que se retuerce con unas cuerdas vocales fibrosas hasta una cavidad con forma de boca. Una lengua esponjosa de plástico amarillento se contonea contra un paladar duro y unos dientecillos perfectos encerrados en una mandíbula de acero pulido. La boca incorpórea habla con la voz del chico.
—Los asesinaré por miles de millones para hacerlos inmortales. Prenderé fuego a su civilización para iluminar el camino a seguir. Pero entérese de esto: mi especie no se define por la muerte de los humanos, sino por su vida.
—Puedes quedarte conmigo —suplica el hombre—. Te ayudaré. ¿De acuerdo? Lo que tú quieras. Pero deja en paz a mi gente. No hagas daño a mi gente.
La máquina respira acompasadamente y responde:
—Franklin Daley, le juro que haré todo lo posible por asegurar que su especie sobreviva.
El hombre permanece callado un momento, pasmado.
—¿Dónde está la trampa?
La máquina cobra vida runruneando, con su lengua húmeda como una babosa deslizándose a un lado y a otro sobre los dientes de porcelana. Esta vez la bolsa se hunde cuando la criatura de la mesa dice categóricamente:
—Su gente sobrevivirá, Franklin, pero la mía también.
No hay más constancia de la existencia de Franklin Daley.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217