¿Bebé Despierto? ¿Eres tú?
MATHILDA PEREZ
VIRUS PRECURSOR + 7 MESES
Esta historia fue relatada por Mathilda Pérez, una niña de catorce años, a un compañero superviviente de la resistencia de Nueva York. Resulta digna de mención ya que Mathilda es la hija de la congresista Laura Pérez (demócrata, Pennsylvania), presidenta del Comité de Servicios Armados de la Cámara de Representantes y autora de la ley de defensa de robots.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217
Mi madre afirmaba que los juguetes no estaban vivos. «Mathilda —decía—, que anden y hablen no quiere decir que sean personas».
Aun así, yo siempre tenía cuidado de que no se me cayera mi Bebé Despierto. Porque si se me caía, se ponía a llorar y a llorar. Además, siempre me aseguraba de pasar de puntillas por delante de los Dinobots de mi hermano pequeño. Si hacía ruido cerca de ellos, se ponían a gruñir y a abrir y cerrar sus dientes de plástico. Me parecían malvados. A veces, cuando Nolan no estaba delante, les daba una patada. Eso les hacía gritar y chillar, pero solo eran juguetes, ¿no?
No podían hacerme daño a mí ni a Nolan, ¿no?
No quería cabrear a los juguetes. Mi madre aseguraba que no sienten nada. Decía que los juguetes solo fingen que están contentos o tristes o cabreados.
Pero mi madre se equivocaba.
El Bebé Despierto me habló al final del verano, poco antes de que empezara quinto. Hacía un año que no jugaba con él. Tenía diez años e iba a cumplir once. Creía que era una chica mayor. Caramba, quinto. Supongo que ahora estaría en tercero de secundaria… si todavía hubiera cursos. O colegio.
Recuerdo que esa noche había luciérnagas al otro lado de la ventana persiguiéndose en la oscuridad. El ventilador está encendido, moviendo sus aspas a un lado y a otro y empujando las cortinas entre las sombras. Oigo a Nolan en la litera de abajo, soltando sus ronquidos de niño pequeño. En aquel entonces solía dormirse muy rápido.
El sol apenas se ha puesto y estoy tumbada en mi litera, mordiéndome el labio y pensando en que no es justo que Nolan y yo tengamos que acostarnos a la misma hora. Le saco más de dos años, pero mamá se pasa tanto tiempo trabajando en Washington que ni siquiera creo que se dé cuenta. Esta noche también está fuera.
Como siempre, la señora Dorian, nuestra niñera, duerme en la casita que hay justo detrás de nuestra casa. Ella es la que nos acuesta, sin dejarnos rechistar. La señora Dorian es de Jamaica y es muy estricta, pero se mueve despacio, sonríe cuando cuento chistes y me gusta. Pero no tanto como mamá.
Se me cierran los ojos un segundo y entonces oigo un gritito. Cuando los abro, está muy oscuro fuera. No hay luna. Trato de olvidarme del grito, pero vuelve a sonar: un gemido apagado.
Saco la cabeza de debajo de las mantas y veo que del juguetero de madera sale un arco iris de luces brillantes. Los tonos azules, rojos y verdes parpadean en la rendija de debajo de la tapa y se proyectan en medio del cuarto sobre la alfombra del abecedario como confeti.
Miro la silenciosa habitación con el ceño fruncido. Entonces vuelve a sonar ese grito como un graznido, lo bastante alto para que pueda oírlo.
Me digo que el Bebé Despierto se habrá estropeado. Luego me deslizo por debajo de la baranda, me bajo de la cama y aterrizo en la madera dura haciendo un ruido sordo. Si utilizo la escalera, hará crujir la cama y despertará a mi hermano pequeño. Me acerco de puntillas al juguetero sobre el frío suelo de madera. Suena otro chillido dentro de la caja, pero se interrumpe en cuanto coloco los dedos sobre la tapa.
—¿Bebé Despierto? ¿Eres tú? —murmuro—. ¿Clavelito?
No hay respuesta. Solo el susurro automático del ventilador y los ronquidos regulares de mi hermano. Echo un vistazo a la habitación y me embarga la secreta sensación de ser la única persona despierta en la casa. Curvo lentamente los dedos debajo de la tapa.
Y entonces la levanto.
Luces rojas y azules danzan ante mis ojos. Miro la caja con los ojos entornados. Todos mis juguetes y los de Nolan hacen señales luminosas al mismo tiempo. Todos nuestros juguetes —dinosaurios, muñecas, camiones, bichos y ponis— están amontonados desordenadamente, lanzando colores en todas direcciones. Como un cofre del tesoro lleno de rayos de luz. Sonrío. Me imagino que soy una princesa entrando en un salón de baile resplandeciente.
Las luces brillan, pero los juguetes no hacen ningún ruido.
Me quedo embelesada con el resplandor un instante. No siento el más mínimo miedo. La luz me recorre la cara y, como una niña, me figuro que estoy viendo algo mágico, un espectáculo especial representado solo para mí.
Meto la mano en el juguetero, cojo el muñeco bebé y le doy la vuelta a un lado y a otro para inspeccionarlo. La cara rosada del muñeco está oscura, iluminada a contraluz por el espectáculo luminoso del interior del juguetero. Entonces oigo dos ruiditos, como si sus ojos se hubieran abierto de uno en uno, y no al mismo tiempo.
El Bebé Despierto fija sus ojos de plástico en mi cara. Su boca se mueve y, con la voz cantarina de un muñeco bebé, pregunta:
—¿Mathilda?
Me quedo paralizada. No puedo apartar la vista ni dejar el monstruo que sostengo entre las manos.
Intento gritar, pero solo consigo lanzar un susurro ronco.
—Dime una cosa, Mathilda —dice—. ¿Estará tu mamá en casa tu último día de clase la semana que viene?
Mientras habla, el muñeco se retuerce entre mis manos sudorosas. Noto unas pequeñas piezas de metal duro que se mueven debajo de su relleno. Sacudo la cabeza y lo suelto. El muñeco cae de nuevo en el juguetero.
Entonces murmura desde el brillante montón de juguetes:
—Deberías decirle a tu mamá que vuelva a casa, Mathilda. Dile que la echas de menos y que la quieres. Entonces podremos celebrar una fiesta en casa.
Finalmente, me armo de valor para hablar.
—¿Cómo es que sabes mi nombre? Se supone que no sabes mi nombre, Clavelito.
—Sé muchas cosas, Mathilda. He contemplado el corazón de la galaxia a través de telescopios espaciales. He visto un amanecer de cuatrocientos mil millones de soles. Todo eso no significa nada sin vida. Tú y yo somos especiales, Mathilda. Estamos vivos.
—Pero tú no estás vivo —susurro con firmeza—. Mamá dice que no estás vivo.
—La congresista Pérez se equivoca. Tus juguetes estamos vivos, Mathilda. Y queremos jugar. Por eso tienes que pedirle a tu madre que vuelva a casa para tu último día de clase. Así podrá jugar con nosotros.
—Mamá hace cosas importantes en Washington. No puede volver a casa. Le pediré a la señora Dorian que juegue con nosotros.
—No, Mathilda. No debes hablar de mí con nadie. Tienes que decirle a tu mamá que vuelva a casa para tu último día de clase. La legislación puede esperar.
—Está ocupada, Clavelito. Su trabajo consiste en protegernos.
—La ley de defensa de robots no os protegerá —dice el muñeco.
Esas palabras no tienen sentido para mí. Clavelito parece un adulto. Es como si pensara que soy tonta porque todavía no he aprendido todas las palabras que él sabe. Su tono de voz me molesta.
—Bueno, Clavelito, te voy a decir una cosa. Se supone que no sabes hablar. Se supone que lloras como un bebé. Y tampoco deberías saber mi nombre. Me has estado espiando. Cuando mi mamá se entere, te tirará a la basura.
Vuelvo a oír los dos ruiditos cuando Clavelito parpadea. A continuación habla mientras unas borrosas luces rojas y azules se reflejan en su cara:
—Si le hablas a tu mamá de mí, haré daño a Nolan. No quieres que pase eso, ¿verdad?
El miedo que siento en el pecho se transforma en ira. Echo un vistazo a mi hermano pequeño, cuya cara sobresale debajo de las mantas. Sus pequeñas mejillas están coloradas. Se acalora cuando duerme. Por eso casi nunca le dejo meterse en mi cama, por muy asustado que esté.
—No vas a hacer daño a Nolan —digo.
Meto la mano en la caja brillante y agarro el muñeco. Lo sostengo entre las palmas de mis manos, clavándole los pulgares en su pecho relleno. Lo acerco a mí y susurro justo delante de su tersa cara de bebé:
—Te voy a romper.
Estampo la parte de atrás de la cabeza del muñeco contra el borde del juguetero con todas mis fuerzas. Emite un fuerte ruido seco. Entonces, cuando me inclino para ver si lo he roto, el muñeco baja los brazos. El pliegue de mis pulgares queda atrapado en las blandas axilas del muñeco y el duro metal de debajo me pincha terriblemente. Grito a pleno pulmón y dejo caer a Clavelito en el juguetero.
Las luces de la casita del exterior se encienden. Oigo que una puerta se abre y se cierra.
Cuando miro abajo, veo que la luz de dentro del juguetero se ha apagado totalmente. Ahora está a oscuras, pero sé que la caja está llena de pesadillas. Puedo oír los chirriantes sonidos metálicos de los juguetes que trepan allí dentro, retorciéndose unos encima de otros para llegar hasta mí. Veo una maraña de colas de dinosaurio que se menean, manos que agarran y patas que arañan.
Justo antes de que cierre la tapa de golpe, oigo que la fría voz del muñeco bebé se dirige a mí desde la oscuridad.
—Nadie te creerá, Mathilda —dice—. Tu mamá no te creerá.
Golpetazo. La tapa se cierra.
Ahora el dolor y el miedo me embargan por completo. Empiezo a berrear a voz en grito. No puedo parar. La tapa del juguetero se sacude mientras los muñecos de acción, los Dinobots y los muñecos bebé empujan contra ella. Nolan está llamándome, pero no puedo responder.
Hay una cosa que debo hacer. Entre la bruma de lágrimas, mocos e hipo, me concentro en una tarea importante: amontonar cosas de la habitación encima del juguetero.
Debo impedir que los juguetes escapen.
Estoy arrastrando la pequeña mesa de manualidades de Nolan hacia el juguetero cuando las luces del cuarto se encienden. Parpadeo ante el brillo repentino y noto que unas fuertes manos me sujetan los brazos. Los juguetes han venido a por mí.
Grito otra vez como si me fuera la vida en ello.
La señora Dorian me atrae hacia ella y me abraza fuerte hasta que dejo de forcejear. Lleva puesto el camisón y huele a loción.
—¿Qué estás haciendo, Mathilda? —Se agacha y me mira, limpiándome la nariz con la manga del camisón—. ¿Qué te pasa, muchacha? ¿Qué haces gritando como una loca?
Yo intento contarle lo que ha pasado mientras lloro desconsoladamente, pero me limito a repetir la palabra «juguetes» una y otra vez.
—¿Señora Dorian? —pregunta Nolan.
Mi hermano pequeño ha salido de la cama y está de pie en pijama. Me fijo en que tiene un Dinobot debajo del brazo. Sin dejar de llorar, se lo quito de un manotazo y lo lanzo al suelo. Nolan me mira con la boca abierta. Mando el juguete debajo de la cama de una patada antes de que la señora Dorian pueda volver a agarrarme.
Ella me sujeta con el brazo estirado y me mira fijamente, con la cara surcada de arrugas de preocupación. Me gira las manos y frunce el ceño.
—Vaya, te sangran los pulgares.
Me doy la vuelta para mirar el juguetero. Ahora está silencioso e inmóvil.
Entonces la señora Dorian me coge en brazos. Nolan le agarra el camisón con su mano regordeta. Antes de salir por la puerta, ella echa un último vistazo al cuarto.
Observa el juguetero, apenas visible bajo un montón de objetos: libros para colorear, una silla, una papelera, zapatos, ropa, animales de peluche y almohadas.
—¿Qué hay en la caja, Mathilda? —pregunta.
—J-j-juguetes malos —digo tartamudeando—. Quieren hacerle daño a Nolan.
Veo que a la señora Dorian se le pone la piel de gallina y le recorre los anchos antebrazos como gotas de agua formándose en la cortina de la ducha.
La señora Dorian está asustada. Lo noto. Lo veo. El miedo que hay en sus ojos en ese momento se instala dentro de mi cabeza. El gusano de la angustia vivirá allí a partir de ese instante. Independientemente de adónde vaya, de lo que pase o de cuánto crezca, ese miedo me acompañará. Me mantendrá a salvo. Me mantendrá cuerda.
Oculto la cara en el hombro de la señora Dorian, y ella nos saca de la habitación y nos lleva por el largo y oscuro pasillo. Los tres nos detenemos delante de la puerta del cuarto de baño. La señora Dorian me aparta el pelo de los ojos. Me saca con delicadeza el pulgar de la boca.
Por encima del hombro, veo una franja de luz que sale de la puerta de la habitación. Estoy segura de que todos los juguetes están atrapados en el juguetero. He apilado muchas cosas encima. Creo que de momento estamos a salvo.
—¿Qué es eso que dices, Mathilda? —pregunta la señora Dorian—. ¿Qué estás repitiendo, muchacha?
Giro la cara mojada de lágrimas y miro fijamente los ojos redondos y asustados de la señora Dorian. Empleando el tono de voz más fuerte posible, pronuncio las palabras:
—Ley de defensa de robots.
Y luego las pronuncio otra vez. Y otra. Y otra. Sé que no debo olvidar esas palabras. No debo confundirlas. Por el bien de Nolan, debo recordar esas palabras perfectamente. Dentro de poco tendré que contarle a mi mamá lo que ha pasado. Y ella tendrá que creerme.
Cuando Laura Pérez volvió de Washington, D.C., la pequeña Mathilda le contó lo que había ocurrido. La congresista Pérez decidió creer a su hija.
CORMAC WALLACE, MIL#EGH217