3. Fluke

Sé que es una máquina, pero la quiero.

Y ella me quiere a mí.

TAKEO NOMURA

VIRUS PRECURSOR + 4 MESES

La descripción de esta broma de inesperado final está escrita tal como fue relatada por Ryu Aoki, un reparador de la fábrica de componentes electrónicos Lilliput del barrio de Adachi, en Tokio, Japón. La conversación fue oída y grabada por unos robots de la fábrica. Ha sido traducida del japonés para este documento.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Nosotros creíamos que sería divertido. Vale, estábamos equivocados, pero tienes que entender que no pretendíamos hacerle daño. Desde luego no queríamos matar al viejo.

En la fábrica todo el mundo sabe que el señor Nomura es un bicho raro, un friki. Es como un duende pequeño y retorcido. Se pasea por la zona de trabajo arrastrando los pies, con sus ojillos brillantes detrás de unas gafas redondas clavados siempre en el suelo. Y huele a sudor rancio. Yo contengo la respiración cada vez que paso por delante de su banco de trabajo. Siempre está allí sentado, trabajando más que nadie. Y encima por menos dinero.

Takeo Nomura tiene sesenta y cinco años. Ya debería haberse jubilado, pero sigue trabajando porque nadie es capaz de arreglar las máquinas más rápido que él. Las cosas que hace no son normales. ¿Cómo puedo competir con él? ¿Cómo voy a llegar a reparador jefe con él sentado en el banco de trabajo, moviendo las manos a toda velocidad? Su sola presencia interfiere en el wa de la fábrica y perjudica nuestra armonía social.

Dicen que al que sobresale se le corta la cabeza, ¿no?

El señor Nomura no es capaz de mirar a una persona a los ojos, pero lo he visto mirando fijamente a la cámara de un brazo de soldadura ER 3 averiado y hablando con él. Eso no sería tan raro si el brazo no se hubiera puesto a trabajar entonces. El viejo sabe manejar las máquinas.

Solemos decir en broma que el señor Nomura también es una máquina. Por supuesto, no lo es, pero hay algo raro en él. Apuesto a que si pudiera elegir, el señor Nomura preferiría ser una máquina antes que un hombre.

No tienes por qué creerme. Todos los empleados coinciden. Ve a la fábrica de Lilliput y pregunta a cualquiera: inspectores, mecánicos, cualquiera. Incluso el encargado. El señor Nomura no es como el resto de nosotros. Trata a las máquinas igual que a cualquier persona.

A lo largo de los años he llegado a aborrecer esa carita arrugada. Siempre he sabido que escondía algo. Y un buen día descubrí lo que era: el señor Nomura vive con una muñeca.

Hace un mes mi compañero de trabajo Jun Oh vio al señor Nomura saliendo de su tumba de jubilados —un edificio de cincuenta plantas con habitaciones como ataúdes— cogido del brazo de esa cosa. Cuando Jun me lo contó no me lo podía creer. La muñeca del señor Nomura, su androide, lo siguió hasta el pabellón. Él le dio un beso en la mejilla delante de todo el mundo y se fue a trabajar. Como si estuvieran casados o algo parecido.

Lo más triste es que la muñeca ni siquiera es bonita. Está hecha para parecerse a una mujer de verdad. No es tan raro esconder una muñeca pechugona en el dormitorio. O una con unos rasgos exagerados. Todos hemos visto poruno, aunque nos neguemos a reconocerlo.

Pero el señor Nomura se pirra por una cosa de plástico vieja que tiene casi tantas arrugas como él.

Debe de estar hecha por encargo. Eso es lo que me preocupa: el tiempo que ha debido de dedicar a pensar en esa abominación. El señor Nomura sabía lo que estaba haciendo y tomó la decisión de vivir con un maniquí que anda y habla y se parece a una vieja repugnante. Me parece desagradable. Totalmente intolerable.

Así que Jun y yo decidimos gastarle una broma.

Los robots con los que trabajamos en la fábrica son unos brutos grandes y tontos. Brazos chapados en acero llenos de articulaciones con pulverizadores térmicos, soldadores o pinzas en el extremo. Perciben a los humanos, y el encargado dice que no son peligrosos, pero todos sabemos que no debemos meternos en su espacio de trabajo.

Los robots industriales son fuertes y rápidos, pero los androides son lentos. Débiles. Todo el esfuerzo para lograr que el androide parezca una persona conlleva sacrificios. El androide derrocha energía fingiendo que respira y moviendo la piel de la cara. No le queda energía para hacer algo de utilidad; es un despilfarro vergonzoso. Con un robot tan débil, creíamos que una pequeña broma resultaría inofensiva.

A Jun no le costó preparar un fluke: un programa informático integrado en un transmisor-receptor inalámbrico. Un fluke tiene el tamaño aproximado de una caja de cerillas y transmite las mismas instrucciones en bucle, pero solo en un radio de pocos metros. En el trabajo usábamos el ordenador central para buscar los códigos de diagnóstico de los androides. De esa forma sabíamos que un androide obedecería al fluke creyendo que las órdenes venían del proveedor de servicios de los robots.

Al día siguiente Jun y yo fuimos al trabajo temprano. Estábamos muy entusiasmados con la broma. Fuimos al pabellón que está al otro lado de la calle de la fábrica y nos escondimos detrás de unas plantas a esperar. La plaza ya estaba llena de ancianos. Probablemente estaba así desde el amanecer. Observamos cómo bebían su té. Todos parecían moverse a cámara lenta. Jun-chan y yo no podíamos evitar hacer bromas. Supongo que nos hacía mucha gracia ver lo que iba a pasar.

Al cabo de unos minutos, las grandes puertas de cristal se abrieron: el señor Nomura y su cosa salieron del edificio.

Como siempre, el señor Nomura iba con la cabeza gacha y evitaba el contacto visual con todos los que había en la plaza. Con todos menos con su muñeca, claro. Cuando la miraba, sus ojos se abrían mucho y… se llenaban de seguridad, de una forma que no había visto nunca. En cualquier caso, Jun y yo nos dimos cuenta de que podíamos cruzarnos con el señor Nomura sin que nos viera. Se niega a mirar a las personas de verdad.

Iba a ser todavía más fácil de lo que habíamos pensado.

Le di a Jun un codazo, y me pasó el fluke. Oí que contenía la risa mientras yo cruzaba la plaza despreocupadamente. El señor Nomura y su muñeca se paseaban arrastrando los pies, cogidos de la mano. Avancé por detrás de ellos y me incliné. Con un movimiento suave, le metí el fluke a esa cosa en un bolsillo del vestido. Estaba lo bastante cerca para oler el perfume de flores con el que él la había embadurnado.

Qué asco.

El fluke funciona con un temporizador. Al cabo de unas cuatro horas, se conectará y le dirá a ese androide viejo y arrugado que vaya a la fábrica. ¡Entonces el señor Nomura tendrá que explicar a todo el mundo quién es su extraña visitante! Ja, ja, ja.

Durante toda la mañana, Jun-chan y yo a duras penas pudimos concentrarnos en el trabajo. No parábamos de bromear, imaginándonos la vergüenza que pasaría el señor Nomura al encontrarse a su «preciosa» novia en el trabajo, expuesta ante docenas y docenas de trabajadores de la fábrica.

Sabíamos que no lo olvidaría nunca. Quién sabe, pensábamos. A lo mejor deja el empleo y se jubila por fin. Que deje algo de faena al resto de los reparadores.

Pero no tuvimos esa suerte.

Ocurre a mediodía.

En mitad de la hora del almuerzo, la mayoría de los empleados está comiendo de unas cajitas con compartimientos en sus puestos de trabajo. Beben tazas de sopa caliente y charlan en voz baja. Entonces el androide cruza las puertas torpemente y entra en la fábrica. Avanza con paso vacilante, con el mismo vestido rojo chillón que llevaba por la mañana.

Jun y yo nos miramos sonriendo mientras los empleados de la fábrica se ríen a carcajadas, un poco confundidos. El señor Nomura, que sigue comiendo en su banco de trabajo, todavía no ha visto que su amor ha ido a visitarlo a la hora del almuerzo.

—Eres un genio, Jun-chan —digo mientras el androide se dirige al centro de la fábrica, tal como estaba programado.

—No puedo creer que haya funcionado —exclama Jun—. Es un modelo muy viejo. Estaba convencido de que el fluke se sobreescribiría encima de alguna función importante.

—Observa —le digo a Jun.

»Ven aquí, roboperra —ordeno a la muñeca.

Ella se acerca obedientemente a mí cojeando. Me agacho, le agarro el vestido y se lo levanto por encima de la cabeza. Es una locura. Todo el mundo se queda con la boca abierta al ver su revestimiento de plástico liso color carne. Es como una muñeca, anatómicamente imperfecta. Me pregunto si he ido demasiado lejos, pero veo a Jun y me echo a reír tan fuerte que me pongo colorado. Jun y yo estamos doblados de la risa, carcajeándonos como locos. El androide se da la vuelta, confundido.

Entonces el señor Nomura aparece a toda prisa, con restos de arroz pegados a la boca. Parece un ratón, con la vista clavada en el suelo y la cabeza agachada. El señor Nomura va directo al armario de las piezas y casi pasa sin darse cuenta.

Casi.

—¿Mikiko? —pregunta, con expresión confundida en su cara de roedor.

—Tu muñequita ha decidido acompañarnos en el almuerzo —exclamo.

Los otros trabajadores de la fábrica se ríen como tontos. Desconcertado, el señor Nomura mueve la mandíbula arriba y abajo como un pelícano hambriento. Sus ojillos se desplazan de un lado a otro.

Retrocedo al ver que el señor Nomura se acerca corriendo a la criatura que llama Mikiko. Nos dispersamos formando un círculo y mantenemos la distancia. Como el viejo está loco, nadie sabe qué va a hacer. Ninguno de nosotros quiere que le llamen la atención por pelearse en el trabajo.

El señor Nomura le baja el vestido y le deja el largo pelo canoso revuelto. Entonces se vuelve para enfrentarse a nosotros, pero sigue sin valor para mirar a nadie a los ojos. Se pasa una mano nudosa por su pringoso pelo moreno. Las palabras que dice entonces todavía me persiguen.

—Sé que es una máquina —dice—, pero la quiero. Y ella me quiere a mí.

Los trabajadores vuelven a reírse como tontos. Jun empieza a tararear la marcha nupcial. Pero no podemos seguir provocando al señor Nomura. El hombrecillo deja caer los hombros. Se vuelve y alarga el brazo para arreglarle a Mikiko el pelo, pasándole la mano con pequeños movimientos expertos. Se pone de puntillas, estira la mano por encima de los hombros del robot y le alisa el pelo de la coronilla.

El androide se queda totalmente inmóvil.

Entonces me fijo en que sus ojos separados se mueven un poco. Se centra en la cara del señor Nomura, que está a escasos centímetros de la suya. Él se mueve hacia delante y atrás, jadeando ligeramente mientras le alisa el pelo. Entonces sucede algo de lo más raro. La cara del androide se crispa en una mueca, como si estuviera sufriendo. Se inclina hacia delante y acerca la cabeza al hombro del señor Nomura.

En eso observamos, sin dar crédito a lo que vemos, cómo Mikiko arranca con los dientes un trocito de la cara del señor Nomura.

El viejo chilla y se aparta del androide haciendo un gran esfuerzo. Por un instante, se ve un pequeño punto rosado en la parte superior de su mejilla, justo debajo del ojo. Entonces el punto rosado empieza a manar sangre. Un chorro rojo le corre por la cara como si fueran lágrimas.

Nadie dice nada ni respira siquiera. La sorpresa es total. Ahora somos nosotros los que no sabemos cómo reaccionar.

El señor Nomura se lleva la mano a la cara y ve sus dedos callosos manchados de sangre.

—¿Por qué me has hecho esto? —pregunta a Mikiko, como si ella pudiera contestar.

El androide permanece callado. Sus endebles brazos se alargan hacia el señor Nomura. Sus dedos articulados con las uñas arregladas se deslizan alrededor del frágil cuello del hombre. Él no se resiste. Justo antes de que sus manos de plástico obstruyan su tráquea, el señor Nomura vuelve a gimotear.

—Kiko, cariño —dice—. ¿Por qué?

No entiendo lo que veo a continuación. El viejo androide… hace una mueca. Sus finos dedos se cierran sobre el cuello del señor Nomura. El robot aprieta muy fuerte, pero su cara está crispada de la emoción. Es increíble, fascinante. Sus ojos derraman lágrimas, la punta de su nariz está roja, y una expresión de pura angustia distorsiona sus facciones. Está haciendo daño al señor Nomura y llorando, y él no hace nada para impedirlo.

No sabía que un androide tuviera conductos lacrimales.

Jun me mira, horrorizado.

—Larguémonos de aquí —exclama.

Agarro a Jun por la camisa.

—¿Qué está pasando? ¿Por qué le está atacando?

—Una avería —dice él—. Tal vez el fluke ha activado otro lote de comandos. Tal vez ha desencadenado otras instrucciones.

Entonces Jun huye. Oigo sus suaves pisadas a través del suelo de cemento. Los otros empleados observan con muda incredulidad cómo el androide que llora estrangula al viejo.

Le doy un puñetazo a la máquina en un lado de la cabeza y me parto un hueso de la mano.

Grito mientras el dolor me recorre el puño derecho y me sube por el antebrazo. Cuando parecen humanos, es fácil olvidarse de lo que se esconde bajo la piel de los robots. El golpe le arroja el cabello sobre la cara, y se le pegan mechones de pelo a las lágrimas.

Pero no suelta el cuello del señor Nomura.

Retrocedo tambaleándome y me miro la mano. Ya está hinchada, como un guante de goma lleno de agua. El androide es débil, pero está hecho de metal y plástico duro.

—Que alguien haga algo —grito a los trabajadores.

Nadie me hace caso. Los muy imbéciles siguen con la boca abierta. Flexiono otra vez la mano y noto frío en la nuca mientras me invade un terrible dolor punzante. Y sin embargo, nadie hace nada.

El señor Nomura cae de rodillas, rodeando suavemente con los dedos los antebrazos de Mikiko. Le agarra los brazos, pero no forcejea. Mientras se ahoga, simplemente la mira. El chorro de sangre le corre inadvertido por la mejilla y se acumula en la cavidad de la clavícula. Los ojos del androide están clavados en los de él, firmes y claros bajo la máscara de angustia de su cara. Los ojos de él son igual de claros, brillantes tras sus pequeñas gafas redondas.

Nunca debería haber gastado esa broma.

Entonces Jun vuelve con las planchas de un desfibrilador en las manos. Corre al centro de la fábrica y pega cada plancha a un lado de la cara del androide. El firme bofetón resuena por toda la nave.

Los ojos de Mikiko no se desvían de los del señor Nomura.

Alrededor de la boca del señor Nomura se ha formado un lustre espumoso de saliva. Pone los ojos en blanco y se queda inconsciente. Jun activa el desfibrilador con el dedo pulgar. Una descarga recorre la cabeza del androide y se desconecta. Cae al suelo y queda tumbada cara a cara con el señor Nomura. La muñeca tiene los ojos abiertos, pero no ve. Los de él están cerrados y rodeados de lágrimas.

Ninguno de los dos respira.

Siento muchísimo lo que le hemos hecho al señor Nomura. No porque el androide haya atacado al viejo: cualquiera debería haber podido defenderse de una máquina tan débil, incluso un anciano. Lamento que él no haya decidido defenderse. Creo que el señor Nomura está profundamente enamorado de ese trozo de plástico.

Me arrodillo y despego los delicados dedos rosados del androide del cuello del señor Nomura, haciendo caso omiso del dolor de mi mano. Pongo al hombre boca arriba y le hago un masaje cardíaco, gritando su nombre. Hago presiones pequeñas, rápidas y enérgicas en el esternón del viejo con la base de la mano izquierda. Ruego a mis antepasados que se ponga bien. Las cosas no tenían que acabar así. Me siento muy avergonzado por lo que ha pasado.

Entonces el señor Nomura respira hondo de forma entrecortada. Me recuesto y lo observo, meciéndome la mano herida. Su pecho sube y baja de forma constante. El señor Nomura se incorpora y mira a su alrededor, perplejo. Se limpia la boca y se sube las gafas.

Y por primera vez, descubrimos que somos nosotros los que no podemos mirarlo a los ojos.

—Lo siento —digo al viejo—. No era mi intención.

Pero el señor Nomura hace como si yo no existiera. Está mirando fijamente a Mikiko, con la cara pálida. El androide yace en el suelo, con su vestido rojo chillón manchado y sucio.

Jun suelta las planchas del desfibrilador, y se caen al suelo.

—Por favor, perdóneme, Nomura-san —susurra Jun, inclinando la cabeza—. Lo que he hecho no tiene disculpa.

Se agacha y saca el fluke del bolsillo de Mikiko. A continuación, Jun alza la vista y se aleja sin mirar atrás. Muchos de los trabajadores se han escabullido y han regresado a sus puestos de trabajo. Los demás se marchan ahora.

El almuerzo ha terminado.

Solo nos quedamos el señor Nomura y yo. Su amante yace frente a él, tumbada en el suelo de hormigón limpio. El señor Nomura alarga el brazo y le acaricia la frente. En un lado de su cara de plástico hay una zona chamuscada. La lente de cristal de su ojo derecho está agrietada.

El señor Nomura se inclina sobre ella. Mece su cara en su regazo y le toca los labios con el dedo índice. Veo años de interacción en ese movimiento suave y familiar de la mano. Me pregunto cómo se conocieron los dos. ¿Qué habrán vivido juntos?

No entiendo ese amor. Es la primera vez que lo veo. ¿Cuántos años ha pasado el señor Nomura en su claustrofóbico piso, bebiendo té servido por ese maniquí? ¿Por qué es tan vieja ella? ¿Está hecha para parecerse a alguien, y si es así, a qué mujer fallecida corresponde su cara?

El hombrecillo se balancea a un lado y a otro, apartando el pelo de la cara de Mikiko con la mano. Toca la parte derretida de su rostro y lanza un grito. No alza la vista hacia mí ni tiene intención de hacerlo. Le caen lágrimas por las mejillas que se mezclan con la sangre reseca. Cuando vuelvo a pedirle perdón, no reacciona de ninguna forma. Tiene la mirada fija en las inexpresivas cámaras manchadas de rímel de la criatura que sostiene con ternura sobre su regazo.

Finalmente me marcho. Una sensación desagradable se instala en lo más profundo de mi estómago. Tengo muchas preguntas en la cabeza. Muchos remordimientos. Pero, por encima de todo, me gustaría haber dejado al señor Nomura en paz, no haber alterado la estrategia que ha desarrollado para sobrevivir a la pena infligida por este mundo. Y por los que lo habitan.

Al marcharme, oigo al señor Nomura hablando con el androide.

—Todo irá bien, Kiko —dice—. Te perdono, Kiko. Te perdono. Te arreglaré. Te salvaré. Te quiero, mi princesa. Te quiero. Te quiero, mi reina.

Sacudo la cabeza y vuelvo al trabajo.

Takeo Nomura, reconocido en retrospectiva como uno de los mejores técnicos de su generación, se puso a trabajar inmediatamente para averiguar por qué le había atacado su querida Mikiko. Lo que el anciano soltero descubrió a lo largo de los siguientes tres años afectaría de forma significativa a los acontecimientos de la Nueva Guerra y alteraría irrevocablemente el curso de la historia de los humanos y las máquinas.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217