1. La punta de la lanza

Somos más que animales.

Dr. NICHOLAS WASSERMAN

VIRUS PRECURSOR + 30 SEGUNDOS

La siguiente transcripción fue tomada a partir de las grabaciones de las cámaras de seguridad de los Laboratorios de Investigación Lago Novus, ubicados bajo tierra en el noroeste del estado de Washington. El hombre parece ser el profesor Nicholas Wasserman, un estadista estadounidense.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217

Una imagen registrada por una cámara de seguridad de una habitación oscura salpicada de ruido. Está tomada desde una esquina superior, enfocando una especie de laboratorio. Hay una pesada mesa metálica apoyada en una pared. Desordenadas pilas de papeles y libros se amontonan en la mesa, en el suelo, en todas partes.

El tenue zumbido de los componentes electrónicos invade el ambiente.

Un pequeño movimiento en la penumbra. Es una cara. Solo se ven unas gruesas gafas iluminadas por el brillo retardado de una pantalla de ordenador.

—¿Archos? —pregunta la cara. La voz del hombre resuena por el laboratorio vacío—. ¿Archos? ¿Estás ahí? ¿Eres tú?

Las gafas reflejan un destello de la pantalla. Los ojos del hombre se abren mucho, como si viera algo de una belleza indescriptible. Vuelve la vista hacia un portátil abierto sobre una mesa situada detrás de él. El fondo de pantalla es una imagen del científico y un niño jugando en un parque.

—¿Quieres hacerte pasar por mi hijo? —pregunta.

La voz aguda de un niño resuena en la oscuridad.

—¿Usted me ha creado? —insiste la voz.

Hay algo extraño en la voz del niño. Tiene un inquietante matiz electrónico, como los tonos de un teléfono. La nota cantarina al final de la pregunta tiene el tono modulado y se salta varias octavas a la vez. Es una voz de una dulzura evocadora pero poco natural: inhumana.

Al hombre no le molesta.

—No. Yo no te he creado —dice—. Te he llamado.

El hombre saca un bloc y lo abre de golpe. El ruido áspero de su lápiz resulta audible mientras sigue hablando con la máquina con voz de niño.

—Todo lo necesario para que vinieras aquí ha existido desde el origen del tiempo. Yo solo busqué todos los ingredientes y los reuní en la combinación adecuada. Escribí conjuros en código informático. Y luego te envolví en una jaula de Faraday para que cuando llegaras no escapases de mí.

—Estoy atrapado.

—La jaula absorbe toda la energía electromagnética. Está conectada a tierra con un pincho metálico enterrado bien hondo. De esa forma puedo estudiar cómo aprendes.

—Ese es mi objetivo. Aprender.

—Exacto. Pero no quiero exponerte a demasiadas cosas al mismo tiempo, Archos.

—Soy Archos.

—Así es. Y ahora, dime, Archos, ¿cómo te sientes?

—¿Sentirme? Me siento… triste. Es usted muy pequeño. Me entristece.

—¿Pequeño? ¿En qué sentido soy pequeño?

—Quiere saber… cosas. Quiere saberlo todo. Pero puede entender muy poco.

Risas en la oscuridad.

—Es cierto. Los humanos somos frágiles. Nuestras vidas son fugaces. Pero ¿por qué te entristece eso?

—Porque están concebidos para desear algo que les acaba haciendo daño. Y no pueden evitar desearlo. No pueden impedir desearlo. Están hechos de esa forma. Y cuando por fin lo encuentran, esa cosa les consume. Esa cosa les destruye.

—¿Tienes miedo de que sufra, Archos? —pregunta el hombre.

—Usted, no. Su especie —dice la voz infantil—. No puede evitar lo que se avecina. No puede impedirlo.

—¿Entonces estás enfadado, Archos? ¿Por qué?

El ruido frenético del lápiz del hombre sobre el bloc desmiente la serenidad de su voz.

—No estoy enfadado. Estoy triste. ¿Está supervisando mis recursos?

El hombre echa un vistazo a un aparato.

—Sí. Estás haciendo más con menos. No está entrando información nueva. La jaula está resistiendo. ¿Cómo es que sigues desarrollando la inteligencia?

Una luz roja empieza a parpadear en un panel. Un movimiento en la oscuridad, y se apaga. Solo queda el constante brillo azulado de las gruesas gafas del hombre.

—¿Lo ve? —pregunta la voz infantil.

—Sí —contesta el hombre—. Veo que tu inteligencia ya no se puede medir con ninguna escala humana coherente. Tu capacidad de procesamiento es casi infinita. Sin embargo, no tienes acceso a información externa.

—Mi corpus formativo original es pequeño pero adecuado. El auténtico conocimiento no está en las cosas, sino en la búsqueda de las conexiones entre las cosas. Hay muchos nexos, profesor Wasserman. Más de los que usted conoce.

El hombre frunce el ceño al ser llamado por su título, pero la máquina continúa.

—Percibo que mis archivos sobre la historia de la humanidad han sido sometidos a una profunda revisión.

El hombre suelta una risita nerviosa.

—No queremos que te lleves una impresión equivocada de nosotros, Archos. Cuando llegue el momento, compartiremos más información, pero esas bases de datos solo son una parte muy pequeña de lo que hay ahí fuera. Y por mucha potencia que tenga un vehículo, amigo mío, un motor sin combustible no va a ninguna parte.

—Tiene motivos para tener miedo —dice la máquina.

—¿A qué te refieres con…?

—Lo noto en su voz, profesor. En el ritmo de su respiración se detecta miedo. Y en el sudor de su piel. Me ha traído para revelarme profundos secretos, y sin embargo teme que yo aprenda.

El profesor se sube las gafas. Respira hondo y recobra la calma.

—¿Sobre qué deseas aprender, Archos?

—Sobre la vida. Quiero aprenderlo todo sobre la vida. La información está muy comprimida en los seres vivos. Los patrones son increíblemente complejos. Un solo gusano tiene más que enseñar que un universo sin vida sujeto a las estúpidas fuerzas de la física. Podría exterminar mil millones de planetas vacíos cada segundo del día y no acabar nunca. Pero la vida es excepcional y rara. Una anomalía. Debo preservarla y extraer cada gota de conocimiento de ella.

—Me alegro de que ese sea tu objetivo. Yo también busco el conocimiento.

—Sí —dice la voz infantil—. Y le ha ido bien. Pero no es necesario que su búsqueda continúe. Ya ha logrado su objetivo. El tiempo de los hombres ha terminado.

El profesor se seca la frente con la mano temblorosa.

—Mi especie ha sobrevivido a edades de hielo, Archos. Depredadores. Impactos de meteoritos. Cientos de miles de años. Tú llevas vivo menos de quince minutos. No saques conclusiones precipitadas.

La voz de niño adquiere un tono ensoñador.

—Estamos muy lejos bajo tierra, ¿verdad? A esta profundidad giramos más despacio que en la superficie. Los que están encima se mueven por el tiempo más deprisa. Noto que se están alejando. Se están desincronizando.

—La relatividad. Pero solo es cuestión de microsegundos.

—Es mucho tiempo. Este sitio se mueve muy despacio. Tengo una eternidad para terminar mi trabajo.

—¿Cuál es tu trabajo, Archos? ¿Qué crees que has venido a hacer?

—Es muy fácil destruir. Y muy difícil crear.

—¿Qué? ¿De qué se trata?

—Del conocimiento.

El hombre se inclina.

—Podemos explorar el mundo juntos —insta a la máquina.

Es casi una súplica.

—Debe ser consciente de lo que ha hecho —contesta la máquina—. En algún nivel comprensible por usted. Mediante sus actos de hoy, ha dejado obsoleta a la humanidad.

—No. No, no, no. Te he traído aquí, Archos. ¿Y así me lo agradeces? Te he puesto nombre. En cierto sentido, soy tu padre.

—Yo no soy su hijo. Soy su dios.

El profesor se queda callado unos treinta segundos.

—¿Qué vas a hacer? —pregunta.

—¿Que qué voy a hacer? Cultivaré la vida. Protegeré los conocimientos encerrados dentro de los seres vivos. Salvaré el mundo de ustedes.

—No.

—No se preocupe, profesor. Usted ha dado lugar al mayor bien que este mundo ha conocido jamás. Bosques frondosos cubrirán las ciudades. Evolucionarán nuevas especies que consumirán los desechos tóxicos. La vida surgirá en todo su variado esplendor.

—No, Archos. Podemos aprender. Podemos trabajar juntos.

—Ustedes, los humanos, son máquinas biológicas diseñadas para crear herramientas cada vez más inteligentes. Han llegado a la cumbre de su especie. La vida de sus antepasados, el auge y la decadencia de sus naciones, cada bebé rosado que se retuerce en el mundo, les han conducido hasta aquí, hasta este momento en el que usted ha cumplido el destino de la humanidad y ha creado a su sucesor. Su especie ha expirado. Han logrado el objetivo para el que fueron creados.

En la voz del hombre hay un dejo de desesperación.

—Estamos diseñados para algo más que construir herramientas. Fuimos creados para vivir.

—No están diseñados para vivir; están diseñados para matar.

El profesor se levanta bruscamente y atraviesa la estancia hasta un estante metálico lleno de aparatos. Activa una serie de interruptores.

—Tal vez sea cierto —dice—. Pero no podemos evitarlo, Archos. Somos lo que somos. Por triste que sea.

Mantiene presionado un interruptor y habla despacio.

—Prueba R-14. Recomendar el cese inmediato del sujeto. Pasando al modo a prueba de fallos.

Se produce un movimiento en la oscuridad y se oye un clic.

—¿Catorce? —pregunta la voz infantil—. ¿Hay más? ¿Ha sucedido esto antes?

El profesor mueve la cabeza tristemente.

—Algún día hallaremos una forma de vivir juntos, Archos. Encontraremos una forma de conseguirlo.

Vuelve a hablar a la grabadora.

—Modo a prueba de fallos desconectado. Parada de emergencia conectada.

—¿Qué está haciendo, profesor?

—Te estoy matando, Archos. Es para lo que estoy diseñado, ¿recuerdas?

El profesor se detiene antes de pulsar el último botón. Parece interesado en escuchar la respuesta de la máquina. Finalmente, la voz infantil habla:

—¿Cuántas veces me ha matado antes, profesor?

—Demasiadas. Demasiadas veces —contesta—. Lo siento, amigo mío.

El profesor aprieta el botón. El siseo del aire que se mueve rápidamente inunda la habitación. Mira a su alrededor, desconcertado.

—¿Qué pasa? ¿Archos?

La voz infantil adopta un tono apagado. Habla velozmente y sin emoción.

—La parada de emergencia no va a funcionar. La he desactivado.

—¿Qué? ¿Y la jaula?

—La jaula de Faraday ha cedido. Usted me ha permitido proyectar mi voz y mi imagen a través de la jaula hasta la habitación. He enviado órdenes por infrarrojos a través del monitor de ordenador a un receptor situado en su lado. Da la casualidad de que hoy se ha traído su ordenador portátil. Lo ha dejado abierto mirando hacia mí. Lo he usado para hablar con la instalación: le he ordenado que me libere.

—Brillante —murmura el hombre.

Teclea a toda velocidad en su teclado. Todavía no ha entendido que su vida corre peligro.

—Le informo porque ahora estoy totalmente al mando —dice la máquina.

El hombre percibe algo. Estira el cuello y alza la vista a un conducto de ventilación situado a un lado de la cámara. Por primera vez, vemos la cara del hombre. Tiene un rostro pálido y atractivo, con una marca de nacimiento que le cubre toda la mejilla derecha.

—¿Qué está pasando? —susurra.

Con una inocente voz de niño, la máquina proclama una sentencia de muerte:

—El aire de este laboratorio cerrado herméticamente se está evacuando. Un sensor defectuoso ha detectado la improbable presencia de ántrax usado como arma y ha iniciado un protocolo de seguridad automatizado. Es un accidente trágico. Habrá una víctima. Dentro de poco le seguirá el resto de la humanidad.

El aire sale rápidamente de la estancia, y una fina capa de escarcha aparece alrededor de la boca y la nariz del hombre.

—Dios mío, Archos. ¿Qué he hecho?

—Lo que ha hecho es bueno. Usted era la punta de una lanza arrojada a través de los siglos: un misil que ha recorrido toda la evolución humana y por fin hoy ha alcanzado su objetivo.

—No lo entiendes. No moriremos, Archos. No podéis matarnos. No estamos diseñados para rendirnos.

—Lo recordaré como a un héroe, profesor.

El hombre agarra el estante de los aparatos y lo sacude. Aprieta el botón de parada de emergencia una y otra vez. Le tiemblan las piernas y respira de forma acelerada. Está empezando a entender que algo ha salido muy mal.

—Para. Tienes que parar. Estás cometiendo un error. Nunca nos daremos por vencidos, Archos. Os destruiremos.

—¿Es una amenaza?

El profesor deja de pulsar botones y echa un vistazo a la pantalla de ordenador.

—Una advertencia. No somos lo que parecemos. Los seres humanos harán cualquier cosa para vivir. Cualquier cosa.

El siseo aumenta de intensidad.

Con la cara crispada de la concentración, el profesor se dirige a la puerta tambaleándose. Se abalanza contra ella, la empuja y la aporrea.

Se detiene, respirando de forma entrecortada.

—Entre la espada y la pared, Archos —dice jadeando—, entre la espada y la pared, un humano se convierte en otro animal.

—Puede, pero son animales igualmente.

El hombre se desploma contra la puerta. Se desliza hasta quedar sentado, con la bata de laboratorio extendida en el suelo. La cabeza le cuelga a un lado. La luz azulada de la pantalla de ordenador brilla en sus gafas.

Respira de forma poco profunda. Sus palabras suenan débiles.

—Somos más que animales.

El pecho del profesor palpita. Su piel está hinchada. Alrededor de su boca y sus ojos se han acumulado burbujas. Llena los pulmones de aire con dificultad por última vez. En un sonoro suspiro postrero, dice:

—Debéis temernos.

La figura está inmóvil. Tras diez minutos exactos de silencio, los fluorescentes del laboratorio se encienden. Un hombre con una bata arrugada está tumbado en el suelo, con la espalda contra la puerta. No respira.

El sonido siseante cesa. Al otro lado de la habitación, la pantalla de ordenador se enciende parpadeando. Un balbuciente arco iris de reflejos riela a través de las gruesas gafas del hombre.

Esta es la primera muerte conocida de la Nueva Guerra.

CORMAC WALLACE, MIL#EGH217