Somos una especie superior por haber librado esta guerra.
CORMAC «CHICO LISTO» WALLACE
Veinte minutos después del final de la guerra, observo cómo unos amputadores salen de un agujero helado en el suelo como hormigas del infierno, y rezo para conservar mis piernas naturales un día más.
Cada robot, del tamaño aproximado de una nuez, se pierde en la confusión mientras trepan unos encima de otros, y el batiburrillo de patas y antenas se funde en una masa furiosa y sanguinaria.
Con los dedos entumecidos me coloco torpemente las gafas protectoras y me preparo para tratar con mi amigo Rob.
Es una mañana extrañamente silenciosa. Solo se oye el silbido del viento entre las ramas de los árboles desnudos y el ronco susurro de cien mil hexápodos mecánicos explosivos en busca de víctimas humanas. Desde el cielo, los ánsares nivales graznan mientras planean sobre el gélido paisaje de Alaska.
La guerra ha terminado. Es el momento de ver lo que podemos encontrar.
Desde donde estoy, a diez metros del agujero, las máquinas asesinas casi parecen bonitas al alba, como caramelos esparcidos sobre la capa de hielo permanente.
Entorno los ojos para protegerme del sol, mientras expulso el aliento en débiles vaharadas, y me echo al hombro el viejo y maltrecho lanzallamas. Con el pulgar enguantado, aprieto el botón de encendido.
Chispa.
El lanzallamas no se enciende.
Tiene que calentarse, por decirlo de alguna forma. Pero se están acercando. No hay problema. He hecho esto docenas de veces. El secreto está en mantener la calma y ser metódico, como ellos. Los robots deben de haberme contagiado durante los dos últimos años.
Chispa.
Ahora puedo ver a los amputadores individualmente. Una maraña de patas con púas unidas a un caparazón bifurcado. Sé por experiencia propia que cada lado del caparazón contiene un líquido distinto. El calor de la piel humana actúa como detonador. Los líquidos se mezclan. ¡Pum! Alguien consigue un flamante muñón.
Chispa.
Ellos desconocen que estoy aquí, pero los exploradores se están dispersando siguiendo pautas semialeatorias basadas en el estudio de las hormigas al buscar comida llevado a cabo por el Gran Rob. Los robots han aprendido mucho de nosotros y de la naturaleza.
Ya falta poco.
Chispa.
Empiezo a retroceder despacio.
—Vamos, cabrón —murmuro.
Chispa.
Hablar ha sido un error. El calor de mi respiración es como una señal luminosa. La horrible avalancha avanza en tropel hacia mí, silenciosa y veloz.
Chispa.
Un amputador jefe trepa a mi bota. Ahora tengo que andarme con cuidado. No puedo reaccionar. Si estalla, en el mejor de los casos me quedo sin pie.
No debería haber venido solo.
Chispa.
Ahora la avalancha está a mis pies. Noto un tirón en la espinillera cubierta de escarcha mientras el amputador jefe trepa por mi cuerpo como si fuera una montaña. Las antenas metálicas avanzan dando golpecitos, buscando el calor revelador de la piel humana.
Chispa.
Joder. Vamos, vamos, vamos.
Chispa.
La criatura va a percibir una diferencia de calor al nivel de mi cintura, donde la armadura está agrietada. Si el amputador se activa en mi equipo de protección corporal a la altura del torso, no me mandará a la tumba, pero la cosa tampoco pinta bien para mis pelotas.
Chispa. ¡Zas!
Ya tengo fuego. Sale una gran llamarada. El calor me invade el rostro y evapora mi sudor. La visión periférica se estrecha. Lo único que veo son las ráfagas controladas de fuego que lanzo trazando un arco sobre la tundra. Una gelatina pegajosa y ardiente cubre el río de muerte. Los amputadores chisporrotean y se derriten a miles. Oigo un coro de gemidos agudos cuando sale el aire helado atrapado en sus caparazones.
No hay ninguna explosión, solo se oye alguna que otra llamarada. El calor hierve el líquido de sus armazones antes de la detonación. Lo peor es que ni siquiera les importa. Son demasiado simples para entender lo que les está pasando.
Les encanta el calor.
Empiezo a respirar de nuevo cuando el amputador jefe se desprende de mi muslo y se dirige hacia las llamas. Siento un intenso deseo de pisar a la pequeña madre, pero ya he visto botas salir disparadas antes. Al principio de la Nueva Guerra, el petardeo apagado de un amputador al detonar y los gritos confusos que sonaban a continuación eran tan habituales como los disparos.
Todos los soldados dicen que a Rob le gusta salir de fiesta. Y cuando se pone, es una pareja de baile increíble.
El último amputador se retira de forma suicida hacia la masa humeante de calor y cuerpos crepitantes de sus compañeros.
Saco la radio.
—Chico Listo a base. Pozo quince… trampa explosiva.
La cajita me chilla con acento italiano:
—Recibido, Chico Listo. Soy Leo. Ven aquí. Mueve el culo hasta el pozo numero sedici. Me cago en la puta. Aquí tenemos algo gordo, jefe.
Vuelvo al pozo dieciséis haciendo crujir el hielo para ver con mis propios ojos lo gordo que es.
Leonardo es un soldado grandullón que resulta todavía más corpulento gracias al voluminoso exoesqueleto para la parte inferior del cuerpo que recogió en una estación de rescate de montaña cuando cruzaba el sur de Yukón. Tiene el símbolo médico de la cruz blanca cubierto de pintura en espray negra. Los miembros del pelotón le han atado un cable con garra metálica alrededor de la cintura. Está retrocediendo paso a paso, y los motores chirrían mientras saca algo grande y negro del agujero.
Bajo su maraña de cabello moreno rizado, Leo gruñe:
—Esta cosa molto grande, tío.
Cherrah, mi especialista, apunta con un medidor de profundidad al agujero y me dice que el pozo mide exactamente 128 metros. A continuación se aparta sabiamente de él. Tiene una cicatriz en la mejilla de otros tiempos de menor prudencia. No sabemos lo que va a salir.
«Qué curioso», pienso. Las personas lo hacemos todo por decenas. Contamos con los dedos de las manos y de los pies, como si fuéramos monos. Pero las máquinas cuentan con su hardware igual que nosotros. Son completamente binarios. Todo es una potencia de dos.
La garra metálica sale del agujero como una araña con una mosca. Sus brazos largos y metálicos sujetan un cubo negro del tamaño de un balón de baloncesto. El objeto debe de ser compacto como el plomo, pero la garra es muy fuerte. Normalmente la utilizamos para recoger a alguien que se ha despeñado por un acantilado o que se ha caído en un agujero, pero pueden manejar cualquier cosa, desde un bebé de cuatro kilos hasta un soldado con exoequipo completo. Si no te andas con cuidado, sus brazos pueden dejarte las costillas hechas trizas.
Leo presiona el botón de descarga, y el cubo cae en la nieve emitiendo un ruido sordo. El pelotón mira hacia mí. Me toca.
Intuyo que esa cosa es importante. Tiene que serlo, con tantos señuelos y con el pozo situado tan cerca de donde ha terminado la guerra. Estamos a solo cien metros de donde el Gran Rob, que se hacía llamar Archos, luchó por última vez. ¿Qué premio de consolación puede haber allí? ¿Qué tesoro hay enterrado debajo de esas llanuras donde la humanidad lo sacrificó todo?
Me agacho junto a él. Un vacío negro me devuelve la mirada. Ni botones ni palancas. Nada. Solo un par de arañazos en la superficie hechos por la garra metálica.
«No es muy resistente», pienso.
Una norma sencilla: cuanto más delicado es un robot, más listo es.
Pienso que esa cosa podría tener cerebro. Y si tiene cerebro, quiere vivir. De modo que me acerco mucho y le susurro.
—Eh —le digo al cubo—. Habla o muere.
Me descuelgo el lanzallamas del hombro poco a poco para que el robot pueda verlo, si es que puede verlo. Aprieto el botón de encendido con el pulgar para que pueda oírlo, si es que puede oírlo.
Chispa.
El cubo reposa en la capa permanente de hielo como una obsidiana lisa.
Chispa.
Parece una roca volcánica perfectamente tallada con herramientas alienígenas. Como si fuera una especie de artefacto enterrado allí para toda la eternidad, desde antes de la aparición del hombre y de las máquinas.
Chispa.
Una débil luz parpadea bajo la superficie del cubo. Miro a Cherrah. Ella se encoge de hombros. Tal vez es el sol, tal vez no.
Chispa.
Me detengo. El suelo reluce. El hielo que rodea el cubo se está derritiendo. Está pensando, tratando de tomar una decisión. Los circuitos se están calentando al tiempo que el cubo contempla su propia muerte.
—Sí —digo en voz baja—, busca una solución, Rob.
Chispa. Zas.
La punta del lanzallamas empieza a arder con un ruido brusco. Detrás de mí oigo a Leo reírse entre dientes. Le gusta ver morir a los más listos. Para él es una satisfacción, dice. No hay nada honroso en matar algo que no sabe que está vivo.
El reflejo de la llama danza sobre la superficie del cubo por un instante y acto seguido el artilugio se ilumina como un árbol de Navidad. Unos símbolos se encienden a través de su superficie. Empieza a parlotear con nosotros mediante los chirridos y crujidos sin sentido de la robolengua.
«Qué interesante», pienso. Esta cosa nunca fue concebida para establecer contacto directo con los humanos. De lo contrario, estaría soltando propaganda en nuestro idioma como el resto de robots con conocimientos culturales, tratando de conquistar nuestros corazones y mentes.
«¿Qué es esa cosa?», me pregunto.
Sea lo que sea, está intentando hablar con nosotros.
Sabemos muy bien que no nos conviene intentar entenderla. Cada graznido y ruidito de la robolengua tiene codificada información equivalente a un diccionario. Además, solo podemos oír una fracción de la frecuencia sonora que perciben los robots.
—¿Puedo quedármelo, papá? Porfi, porfi —dice Cherrah sonriendo.
Apago el lanzallamas con la mano enguantada.
—Llevémoslo a casa —digo, y mi pelotón se pone en marcha.
Fijamos el cubo al exoesqueleto de Leo y lo arrastramos hasta el puesto avanzado de mando. Para mayor seguridad, monto una tienda con protección electromagnética a cien metros de distancia. Los robots son impredecibles. Nunca se sabe cuándo tendrán ganas de fiesta. La malla que cubre la tienda bloquea las comunicaciones con cualquier robot extraviado que quiera invitar a bailar a mi cubo.
Por fin nos quedamos un rato a solas.
El cacharro no para de repetir una frase y un símbolo. Los busco en un traductor de campo, esperando que sean otro galimatías de robots, pero descubro algo útil: ese robot me está diciendo que no le está permitido morir, pase lo que pase… incluso si es capturado.
Es importante. Y hablador.
Me quedo en la tienda con el cubo toda la noche. La robolengua no me dice nada, pero el cubo me muestra imágenes y sonidos. A veces veo interrogatorios de prisioneros humanos. En un par de ocasiones, aparecen entrevistas con humanos que creían que estaban hablando con otros humanos. Sin embargo, la mayoría de las veces se trata de una simple conversación grabada bajo vigilancia. Personas describiéndose la guerra unas a otras. Y todo acompañado de comentarios realizados por las máquinas pensantes a partir de la verificación de hechos y la detección de mentiras, además de datos cotejados de imágenes tomadas por satélite, reconocimiento de objetos y predicciones basadas en emociones, gestos y lenguaje.
El cubo contiene mucha información, es como si fuera un cerebro fosilizado que hubiera absorbido la vida entera de múltiples personas y la hubiera almacenado en su interior, una tras otra, comprimiéndola una y otra vez.
En un momento determinado de la noche me doy cuenta de que estoy observando una historia meticulosa del alzamiento de los robots.
«Es la puñetera caja negra de la guerra», pienso de repente.
Algunas de las personas que aparecen en el cubo me resultan familiares. Yo acompañado de unos cuantos colegas. «Estamos ahí dentro». El Gran Rob mantuvo el dedo sobre el botón de grabar hasta el final. Pero allí dentro también hay muchas más personas. Incluso algunos niños. Hay gente de todo el mundo. Soldados y civiles. No todos salieron con vida ni ganaron sus batallas, pero todos lucharon. Combatieron lo bastante duro para obligar al Gran Rob a estar atento.
Los seres humanos que aparecen en los datos, supervivientes o no, están agrupados en una clasificación designada por las máquinas:
Héroes.
Las puñeteras máquinas nos conocían y nos querían, incluso mientras estaban haciendo pedazos nuestra civilización.
Dejo el cubo en la tienda una semana entera. Mi pelotón despeja los Campos de Inteligencia de Ragnorak sin ninguna baja. Luego se emborrachan. Al día siguiente empezamos a recoger, pero sigo sin tener el valor para volver allí dentro y hacer frente a todas aquellas historias.
No puedo dormir.
Nadie debería haber visto lo que yo he visto. Y allí está, en la tienda, como una película de terror tan retorcida que acaba volviendo locos a sus espectadores. No puedo conciliar el sueño porque sé que todos los monstruos sin alma contra los que he luchado están allí dentro, sanos y salvos y representados gráficamente en tres dimensiones.
Los monstruos quieren hablar y compartir lo que ha pasado. Quieren que haga memoria y lo ponga todo por escrito.
Pero no estoy seguro de que haya alguien que quiera recordar esas cosas. Pienso que tal vez lo mejor sería que nuestros hijos no supieran jamás lo que hicimos para sobrevivir. No quiero transitar por el mundo de los recuerdos de la mano de asesinos. Además, ¿quién soy yo para tomar esa decisión por la humanidad?
Los recuerdos se desvanecen, pero las palabras permanecen para siempre.
De modo que no entro en la tienda protegida. Y no duermo. Y antes de darme cuenta, mi pelotón está acostándose para pasar la última noche aquí. Mañana por la mañana volvemos a nuestro hogar, o a donde decidamos establecer nuestro hogar.
Cinco de nosotros estamos sentados alrededor de un fuego de leña en la zona despejada. Por una vez, no nos preocupan las señales de calor, ni el reconocimiento por satélite, ni el «fap, fap, fap» de los observadores. No, estamos diciendo chorradas. E inmediatamente después de matar robots, decir tonterías resulta ser la habilidad número uno del pelotón Chico Listo.
Yo estoy callado, pero ellos se han ganado el derecho a decir chorradas. Me limito a sonreír mientras los chicos del pelotón cuentan chistes y fanfarronean de forma exagerada. Hablan de todas las juergas que se han corrido con los robots. La ocasión en que Tiberius desactivó un par de amputadores del tamaño de unos buzones y se los ató a las botas. Aquellos cabroncetes le hicieron atravesar accidentalmente una valla de alambre de espino y le dejaron unas impresionantes cicatrices en la cara.
A medida que la lumbre se apaga, las bromas dan paso a una conversación más seria. Y, por fin, Carl saca a colación a Jack, el sargento que ocupó el puesto antes que yo. Carl habla con reverencia, y cuando el ingeniero cuenta la historia de Jack, me sorprendo dejándome llevar, aunque yo estaba allí.
Maldita sea, fue el día que me ascendieron.
Pero mientras Carl habla, me quedo absorto en las palabras. Echo de menos a Jack y siento lo que le pasó. Vuelvo a ver mentalmente su cara sonriente, aunque solo sea por un instante.
En resumidas cuentas, Jack Wallace ya no está aquí porque se fue a bailar con el Gran Rob. Lo invitaron y se fue. Y eso es todo lo que hay que decir de momento.
Por ese motivo, una semana después del final de la guerra, me encuentro sentado de piernas cruzadas delante de un robot superviviente que cubre el suelo de hologramas mientras yo escribo todo lo que veo y oigo.
Solo quiero regresar a casa, comer bien y volver a sentirme humano. Pero las vidas de los héroes de la guerra se despliegan ante mí como un diabólico déjà vu.
Yo no pedí esta tarea ni quiero encargarme de ella, pero en el fondo sé que alguien debería relatar sus historias. Relatar el alzamiento de los robots de principio a fin. Explicar cómo y por qué se inició y cómo terminó. Cómo sufrimos, y Dios sabe que sufrimos lo que no está escrito. Pero también cómo nos defendimos. Y cómo los últimos días localizamos al Gran Rob.
La gente debería saber que al comienzo el enemigo tenía la forma de objetos cotidianos: coches, edificios, teléfonos. Luego, cuando empezaron a diseñarse a sí mismos, los robots resultaban familiares pero al mismo tiempo deformes, como personas y animales de otro universo creados por otro dios.
Las máquinas nos atacaban en nuestras vidas cotidianas y además salían de nuestros sueños y pesadillas. Pero, a pesar de todo, nos las ingeniamos para vencerlas. Los supervivientes humanos más avispados aprendieron y se adaptaron. Demasiado tarde para la mayoría de nosotros, pero lo conseguimos. Nuestras batallas eran individuales y caóticas y, en la mayoría de los casos, cayeron en el olvido. Millones de héroes de todo el mundo murieron de forma solitaria y anónima, y solo tuvieron por testigos a autómatas sin vida. Puede que nunca tengamos una visión global de lo ocurrido, pero unos cuantos afortunados estaban siendo observados.
Alguien debería relatar sus historias.
Así que esto es precisamente eso. La transcripción combinada de los datos recogidos del pozo N-16, perforado por la unidad Archos, la forma superior de inteligencia artificial que respaldó el alzamiento de los robots. El resto de la raza humana está ocupada siguiendo con sus vidas y reconstruyéndolo todo, pero yo estoy robando unos instantes de mi tiempo para plasmar nuestra historia con palabras. No sé por qué ni si importa siquiera, pero alguien debería hacerlo.
Aquí, en Alaska, en el fondo de un agujero profundo y oscuro, los robots revelaron lo orgullosos que estaban de la humanidad. Aquí es donde escondieron el testimonio de un variopinto grupo de humanos que libraron sus batallas personales, grandes y pequeñas. Los robots nos rindieron homenaje estudiando nuestras respuestas iniciales y la maduración de nuestras técnicas hasta que las aniquilamos dando lo mejor de nosotros mismos.
Lo que sigue es mi versión del archivo de los héroes.
La información expresada con estas palabras no es nada comparada con el océano de datos encerrados en el cubo. Lo que voy a compartir contigo no son más que símbolos en una página. No hay imágenes, ni sonidos, ni ninguno de los exhaustivos datos físicos o de los análisis predictivos sobre por qué las cosas fueron como fueron y qué cosas no deberían haber sucedido.
Solo puedo ofrecerte palabras. Nada del otro mundo. Pero tendrá que servir.
No importa dónde has encontrado esto. No importa si lo estás leyendo un año después de este momento o cien años más tarde. Al final de esta crónica, sabrás que la humanidad llevó la llama del conocimiento a la terrible oscuridad de lo desconocido, hasta el borde mismo de la aniquilación. Y la trajimos de vuelta.
Sabrás que somos una especie mejor por haber librado esta guerra.
CORMAC «CHICO LISTO» WALLACE
Identificación militar: ejército de Gray Horse 217
Identificador de retina: 44v11902
Campos de Inteligencia de Ragnorak, Alaska
Pozo 16