La ciencia ficción ha tenido muchas facetas y, de una manera u otra, ha conseguido éxito en todas ellas.
Podemos retroceder siglos si queremos ampliar la definición de ciencia ficción para incluir en ella cualquier relato que fuera fantasioso e imaginativo en los términos de lo que era conocido en el Universo en el momento de ser escrito. Consideremos el público de la época en la que la escritura no era conocida, o al menos restringida a unos pocos. Podemos imaginarnos fácilmente a un poeta tañendo las cuerdas de su lira mientras canta la leyenda de las andanzas de Ulises a un público analfabeto pero extasiado y atento. Aun dos mil años antes, otro poeta debió haber cantado las proezas de Gilgamesh.
¿Éxito? ¿Podemos dudar de que hayan mantenido a su público encantado cuando, en su forma escrita, esas leyendas sobreviven y son admiradas hasta el día de hoy?
¿Qué podemos decir de los tiempos posteriores, cuando la escritura se convirtió en parte del armazón intelectual de toda la gente con educación? Por aquel entonces la ciencia ficción, como el resto de la literatura, tenía como su principal y casi única forma el relato escrito. Si mantenemos un concepto generoso de la ciencia ficción que incluya la fantasía, desde los días de Virgilio y Ovidio, pasando por las leyendas de caballeros de la Edad Media y las leyendas góticas de fantasmas de los primeros tiempos de la Edad Moderna, nos encontramos con una especie de «protociencia ficción», que estuvo invariablemente entre las formas más populares de la literatura de su tiempo.
Al comienzo del siglo XIX, la Revolución Industrial daba sus primeros pasos, y los observadores reflexivos se daban cuenta de que el mundo estaba cambiando rápidamente y de que lo que daba fuerza al cambio era el avance de la ciencia y la tecnología. Comenzó a existir la ciencia ficción propiamente dicha: los relatos no trataban solamente de cosas fantásticas, sino de lo fantástico que concebiblemente podía llegar a ser posible debido a un avance científico.
Al principio se escribió poca de esa nueva y significativa variedad de la fantasía. Quizá el primer relato de este tipo fue Frankenstein, de Mary Shelley, publicado en 1818, que todavía es muy popular.
Durante medio siglo hubo escritos ocasionales de ciencia ficción de autores importantes como Edgar Allan Poe. Más tarde, en 1863, el francés Jules Verne publicó el primero de sus llamados «Viajes extraordinarios», titulado Cinco semanas en globo. Escribió un gran número de libros de ese tipo y su fama recorrió el mundo durante el resto del siglo. Fue la primera persona que escribió sobre todo ciencia ficción, y el primer escritor en hacerse tanto famoso como rico con estos escritos.
Lo que es más, vivió para ver como el inglés H. G. Wells le superaba. Wells, un escritor más dotado, se hizo aún más famoso por su exuberancia de ideas.
En la época de Wells, la alfabetización, al menos en Europa occidental y en los Estados Unidos, era común en casi toda la población. Con ella llegó el fenómeno de la literatura de masas: libros y revistas baratos, quizá escritos de manera precipitada y descuidada, pero que tenían la intención de satisfacer las necesidades de una gran cantidad de personas cuya educación era limitada.
Finalmente, el editor de origen luxemburgués Hugo Gernsback tomó lo que parece una decisión obvia. Había estado publicando ciencia ficción informal, relacionada con la radio y otras maravillas tecnológicas del nuevo siglo. En 1926 creó Amazing Stories, la primera revista de la historia dedicada únicamente a la ciencia ficción (han pasado sesenta años y la revista todavía existe).
Al comienzo, los únicos relatos que Gernsback podía incluir en las páginas de la revista eran reimpresiones de Poe, Verne, Wells y un grupo de autores menores. Poco a poco, no obstante, los escritores de otras revistas de la época lo intentaron. Lectores atrapados por el género también comenzaron a tratar de escribir relatos.
Lentamente, la ciencia ficción de revista comenzó a aumentar su popularidad. Era un nuevo tipo de ciencia ficción, algo cruda y ruda en un comienzo, rica en aventuras y en estereotipos, pobre en caracterizaciones y en sutilezas, pero a los jóvenes les encantaba. Tropecé con mi primera revista de ciencia ficción a los nueve años y ya no pude dejarlo.
El público inicial envejeció, cambio que fue acelerado por surgimiento de una nueva faceta de la ciencia ficción, que conquistó a los lectores más jóvenes. Eran tan fácil imprimir gráficos como palabras, y el nuevo siglo vio el comienzo de las tiras cómicas en los diarios. Era inevitable que alguno de los nuevos personajes fuera de ciencia ficción. Historietas como las de Buck Rogers y Flash Gordon tenían más lectores que las revistas en la década de los treinta.
Las historietas encontraron su camino en las revistas. Al principio eran copias extraídas de revistas, pero inevitablemente algunas comenzaron a editar tiras originales. En Action Comics apareció la tira de Superman, y pronto se convirtió en el más popular de los temas de ciencia ficción que se hayan publicado de esa manera.
La faceta visual de la ciencia ficción no se limitó al mundo sin movimiento de las tiras cómicas. Hubo películas y, casi desde el principio, algunas fueron de ciencia ficción. Las primeras películas de ese género, dada la complejidad del medio y la manera imperfecta en que podía controlarse, eran tan rudas como los primeros ejemplos de las revistas originales de ciencia ficción. Por ejemplo, las primeras series de Flash Gordon eran poco más que tiras cómicas fotografiadas.
Pero hubo intentos afortunados de producir películas de ciencia ficción con una calidad sorprendente para la época. Es el caso de Metropolis, filmada en Alemania en 1926 (el año en que nació la revista de ciencia ficción), dirigida por Fritz Lang. Más tarde, en 1936, llegó el filme inglés, curiosamente profético, titulado Things to Come, basado en el libro de H. G. Wells.
Las revistas de ciencia ficción mejoraban rápidamente su calidad. En 1938, John W. Campbell, Jr. se convirtió en director de Astounding Science Fiction y luchó con éxito por mejorar el trasfondo científico y tecnológico de los relatos que aparecían en la revista. Reunió a su alrededor a un nuevo grupo de escritores jóvenes, la mayoría de los cuales tenían antecedentes científicos (incluso yo).
La utilización de la bomba nuclear al final de la Segunda Guerra Mundial produjo una nueva actitud en relación a la ciencia ficción. Ya no se trataba de un «juego de niños». La nueva generación de escritores de ciencia ficción había previsto la bomba, y durante la guerra habían escrito muchas historias relacionadas con ella. Como resultado, el género logró cierto respeto. El desarrollo de los cohetes durante la guerra y el comienzo de las conversaciones sobre la exploración del espacio aumentó ese respeto.
La reputación de la ciencia ficción se notó en las películas, por supuesto. En 1950 se rodó Destination Moon. Parte de su importancia se basaba en el hecho de que estaba basada en un libro de Robert Heinlein, el más importante de los escritores estables de John Campbell, y en que el mismo Heinlein trabajó como asesor durante la filmación.
A pesar de que la mayoría de las películas de ciencia ficción en el primer período de la posguerra eran películas de «monstruos», con hordas de gorilas y arañas gigantes que llenaban la pantalla, Destination Moon intentaba narrar de manera realista un viaje en cohete a la Luna.
A pesar de que la película tuvo un éxito bastante razonable cuando fue estrenada, Destination Moon no soporta el paso del tiempo. Por un lado, los efectos especiales son primitivos. De hecho, estos efectos han limitado toda la ciencia ficción visual. Al escribir uno puede hacer explotar cientos de estrellas con unas cuantas frases; se pueden describir formas extrañas y fenómenos como la ingravidez. Mostrarlo es mucho más trabajoso.
En realidad, la radio era al comienzo el medio no impreso más apropiado para la ciencia ficción porque, como ocurría con la palabra escrita, no había que mostrar nada. Los efectos de sonido eran suficientes. Los viejos programas radiofónicos de Buck Rogers todavía son recordados afectuosamente por quienes los escuchaban en la década de los treinta.
Pero la tecnología de los efectos especiales estaba avanzando. En 1966 apareció Viaje alucinante, con simulaciones espléndidas del interior de un cuerpo humano. Luego, en 1968, llegó 2001, una odisea en el espacio. Era más que lenta, y su final era tan oscuro como nunca hubo otro igual. Sin embargo, sus simulaciones del vuelo espacial y la sensación que proporcionaba de una computadora gigante eran maravillosas. Se convirtió en el primer éxito auténtico de la historia del cine de ciencia ficción.
La televisión, con menos dinero para gastar en un sólo programa, estaba lejos de las películas en efectos especiales. No produjo un verdadero programa de ciencia ficción de calidad hasta 1966 cuando apareció Star Trek en la pantalla. Su popularidad cogió a los propios productores por sorpresa. Cuando se produjo un intento de interrumpirla un año después, la protesta de los televidentes alcanzó tales proporciones que el programa se restableció. En 1969 se acabó, aunque continuó reponiéndose —hasta el día de hoy— y dio lugar a una serie de películas de cine.
Mientras tanto, la ciencia ficción impresa se perfeccionaba gracias a la creciente familiaridad y afecto del público hacia el género. A partir de 1949, las principales editoriales comenzaron a publicar novelas de ciencia ficción, que luego eran reimpresas en ediciones de bolsillo. En la década de los setenta las novelas de ciencia ficción comenzaron a aparecer en las listas de best sellers, y algunos escritores de ciencia ficción que estaban acostumbrados a una oscura vida de pobreza se sorprendieron (no necesariamente negativamente) al convertirse en ricos y famosos.
Entonces, en 1977, apareció La guerra de las galaxias, y se llegó a una cima sorprendente. Los efectos especiales eran tan avanzados, se realizaban con tanta perfección, que por fin se podía ver lo que hasta ese momento la ciencia ficción sólo había sido capaz de describir. Es perfectamente posible argumentar que los efectos especiales acaban con las sutilezas del género y estimulan la superficialidad, pero esos efectos eran lo que la gente quería.
La guerra de las galaxias se convirtió rápidamente de una de las películas más populares y más rentables que se hayan hecho, e inició una nueva moda de este tipo de éxito estrepitoso. Era más popular que cualquier otra historia impresa, que cualquier tira cómica, que cualquier otra cosa que hubiera aparecido en los medios visuales y sólo rivalizó sus sucesoras del mismo tipo, El imperio contraataca, E. T., y otras similares.
Esta popularidad hace posible —y sin duda necesario— un libro como The Science Fiction Image, que ofrece una visión enciclopédica de la ciencia ficción en los medios no impresos. Espero que nuevas ediciones, inevitablemente aumentadas, se publiquen en el futuro a intervalos periódicos.