La manera usual de comenzar una carrera en ciencias es ir a un instituto, tomar una serie de curso complicados y obtener varios títulos —como fue mi caso.
Pero los miembros de las generaciones anteriores no lo tenían tan fácil, y algunos de los científicos más importantes comenzaron de otra manera. Michael Faraday, por ejemplo, que nació en 1791 en Inglaterra, era uno de los diez hijos de un herrero. Nadie pensó en una educación para él que fuera más allá de aprender a leer y a escribir. Cuando tuvo catorce años fue aprendiz de encuadernador.
Afortunadamente, su maestro le permitió leer algo de los libros que encuadernaban, y de este modo Faraday comenzó a aprender por sí mismo electricidad y química. Cuando tuvo veinte años, un cliente le proporcionó entradas para asistir a las conferencias de ciencia popular que pronunciaba el gran químico Humphry Davy. El joven Faraday tomó notas, agregó diagramas de colores y al final obtuvo un total de 386 páginas, que encuadernó en cuero.
Envió el resultado a Davy y le pidió trabajo como ayudante. Davy quedó impresionado y empleó a Faraday para lavar frascos, con un salario menor que el que ganaba como encuadernador. Faraday era tratado como un sirviente al comienzo, pero poco a poco sus habilidades se hicieron notar y, una docena de años después, era evidente que Faraday iba a ser un científico mayor que Davy (cosa que Davy nunca le perdonó).
Joseph Henry nació en 1797 en Albany, Nueva York. Al igual que Faraday, su familia era pobre y pasó poco tiempo en la escuela. Cuando tuvo trece años, Henry entró como aprendiz en una relojería, es decir que ni siquiera tuvo la suerte de Faraday de tener libros a mano.
Cuando cumplió los dieciséis, Henry fue de vacaciones a la granja de unos parientes. Un día trató de cazar un conejo, que se escondió bajo una vieja iglesia. Decidido a agarrar al conejo, Henry gateó bajo el edificio y descubrió que faltaban algunos tablones del piso. Eso hizo que perdiera interés en el conejo, porque le pareció más interesante explorar la iglesia.
Dentro de la iglesia, Henry encontró una estantería con libros. Uno de ellos se titulaba Lecturas de filosofía experimental, y trataba acerca de los nuevos descubrimientos de la ciencia. Henry comenzó a hojearlo, lo empezó a leer y el libro le infundió curiosidad y ambición. El dueño del libro permitió que el jovencito se lo quedara, y Henry regresó a los estudios.
Ingresó en la Academia Albany y aprendió con rapidez leyendo por su cuenta. Para pagar su educación y mantenerse, comenzó a dar clases privadas y a enseñar en escuelas rurales, proporcionando a otros el conocimiento que había obtenido.
En la década de 1820 y a partir de entonces, él y Faraday, trabajando de manera independiente en orillas opuestas del océano, hicieron descubrimientos en el campo de la electricidad que transformaron la humanidad. Faraday inventó el transformador eléctrico y el generador eléctrico, y Henry el electroimán y el motor eléctrico. Los dos electrificaron el mundo.
Faraday se hizo tan famoso que la reina Victoria le invitó a cenar; cuando Henry murió, el presidente Rutherford B. Hayes asistió a sus funerales. No lo hicieron nada mal estos jovencitos pobres que comenzaron su vida sin ninguna ventaja, excepto cerebro, ambición y laboriosidad.