23
Un asunto inconcluso
Llegaron a Altdorf siete días después, y los Corazones Negros fueron instalados una vez más en la casa que Manfred tenía en la ciudad, mientras el conde se encerraba con el Emperador y su gabinete para explicar lo ocurrido en Talabheim.
Los Corazones Negros estaban inquietos y echaban pestes, pues nada se había dicho sobre su libertad, y Manfred nunca estaba allí para interrogarlo. Pero al fin, en la mañana del tercer día fueron a decirle a Reiner que el conde quería verlo en la biblioteca.
Cuando Reiner entró, Manfred estaba sentado junto al fuego, en una silla de respaldo alto, revisando documentos oficiales. Reiner permaneció firme, hasta que, pasados unos momentos, Manfred alzó los ojos y fingió que no había reparado antes en su presencia.
—¡Ah!, Hetzau —dijo—. Sentaos. ¿Deseabais verme?
Reiner maldijo para sus adentros porque, en ese preciso momento, supo que Manfred no tenía intención de cumplir la promesa hecha. A pesar de todo, debía preguntárselo.
—Sí, mi señor. Gracias. —Se sentó—. Vengo en nombre de los otros, en relación con vuestra promesa: que si os libertábamos del elfo oscuro, vos nos dejaríais en libertad a nosotros.
—¡Ah, sí! —dijo Manfred—. En el trajín de acontecimientos, casi lo había olvidado.
—Nosotros no, mi señor —dijo Reiner.
Manfred guardó silencio durante un largo momento, y luego suspiró.
—Me temo que vuestro éxito ha sido vuestra propia derrota, Hetzau. —Alzó los ojos hacia Reiner con una curiosa expresión—. Lo que hicisteis en Talabheim era imposible. Las probabilidades contrarias que superasteis no pueden calcularse. Y debido a eso, yo… descubro que no os puedo dejar marchar. Sois demasiado valiosos.
Reiner asintió con la cabeza, resignado.
—Temía que diríais eso, mi señor. He renunciado a esperar honor de la nobleza.
Manfred se puso rígido.
—Mi posición no me permite honor, al igual que no os lo permite la vuestra. Si quiero mantener a salvo al Emperador y al Imperio, debo hacer lo que debe hacerse.
—¿Y también lograr un poco para vos mismo, mi señor? —Reiner le hizo un guiño.
—¿Qué? —Manfred lo miró con expresión ceñuda—. ¿Qué impertinencia es ésta?
Reiner se aclaró la garganta.
—«Debe quedar demostrado que Talabheim no puede salvarse por sí misma. Y si pueden hallarse “pruebas” de que la condesa estuvo detrás de la desaparición de la piedra, mucho mejor».
—¿Qué habéis dicho? —Manfred se aferró a los reposabrazos de la silla.
—«El Emperador ha expresado el deseo de que Talabecland desarrolle lazos más fuertes con Reikland, ¿y qué mejor manera de lograr eso que hacer que alguien de Reikland gobierne Talabheim? Ya he languidecido demasiado tiempo en la sombra. Es hora de que salga al sol». —Reiner se encogió de hombros—. Perdonadme, mi señor, si he citado mal vuestras palabras, pero hablo de memoria.
—Así que es verdad que tenéis el diario —dijo Manfred—. Bien, a pesar de lo valioso que sois, moriréis por ese robo.
—No, mi señor, seremos puestos en libertad a cambio de su devolución.
Manfred rió.
—¿Chantaje? No estáis en posición de hacerlo. Todas vuestras pertenencias se encuentran en mi casa. Encontraré el diario y os mataré a todos.
—Por suerte —dijo Reiner—, tuve la precaución de ocultarlo fuera de la casa antes de volver aquí. Está en un lugar en el que lo encontrarán vuestros rivales si nosotros morimos.
—¿Y si os arranco el emplazamiento mediante tortura? —preguntó Manfred.
Reiner se encogió de hombros.
—Bien podríais, pero ir a buscarlo al sitio en que está escondido podría ocasionar un escrutinio indeseable. Podríais perderlo en el momento de recuperarlo.
—¿Qué habéis hecho, corazón negro?
—Sólo he tomado precauciones, mi señor, como debe hacer un corazón negro cuando trata con otro.
Manfred echaba pestes en silencio. Parecía tener ganas de estrangular a Reiner allí mismo.
—Lo único que tenéis que hacer, mi señor —dijo Manfred—, es librarnos del veneno, y el diario os será devuelto. No tengo ningún deseo de perjudicaros, ni de interponerme en el camino de vuestras ambiciones. Sólo queremos que cumpláis la promesa que nos hicisteis. Sólo queremos nuestra libertad.
Manfred lo miró con ferocidad, y luego rió entre dientes.
—Creo que soy afortunado porque no parecéis tener ambiciones propias. Muy bien, Hetzau, se os librará del veneno. Hablaré con el mago Handfort por la mañana. Pero tened en cuenta esto —añadió—: si pensáis engañarme, si no tenéis el diario o no tenéis intención de devolvérmelo, vuestra libertad será realmente muy corta.
—Por supuesto, mi señor. —Reiner se levantó y salió.
* * *
La extracción del veneno por parte del mago Handfort fue lo más doloroso que Reiner había soportado jamás, aún más agónico que apoderarse del medallón de Valaris. De hecho, hubo momentos en los que Reiner se preguntó si Manfred no los habría traicionado, después de todo, porque se sentía como si la sangre le ardiera en las venas y los riñones le dolían como si se los hubieran aporreado con un garrote. Pero al fin todo acabó, y los Corazones Negros fueron llevados, apenas conscientes, de vuelta a los carruajes de Manfred.
—Ahora —dijo el conde, mientras le hacía una señal a uno de los cocheros para que los llevara de vuelta a la casa—, ¿dónde está el diario?
Reiner no se sentía para nada en condiciones de mantener una conversación. Apenas podía abrir los ojos.
—Aún no, mi señor.
—¡¿Qué?! ¡Me lo prometisteis! —Manfred le pateó una pierna a Reiner—. ¡Despertad, maldito! He hecho lo que me pedisteis. ¿Dónde está el diario?
Reiner respingó. Tenía todo el cuerpo tan sensible como una herida reciente.
—Dije que os entregaría el diario cuando nos hubieran extraído el veneno —dijo Reiner—. Pero ¿eso se ha hecho? Podríais habernos engañado.
—¿Estáis loco? —gritó Manfred—. ¿Creéis que llegaría tan lejos como para engañaros?
—He leído vuestro diario, mi señor —dijo Reiner—. Habéis llegado más lejos para obtener menos. Quiero una prueba.
—¿Y qué prueba puedo daros? ¿Queréis que os lo jure por Sigmar? ¿Queréis que el mago Handfort haga un juramento?
—Quiero que nos examine el señor Teclis —dijo Reiner.
—¡Perro! —dijo Manfred—. No se puede molestar a alguien tan grandioso por un motivo tan insignificante. ¡Me niego!
Reiner se encogió de hombros.
—En ese caso, matadnos y preparaos para ser ahorcado cuando se encuentre el diario.
Manfred le dirigió una mirada furiosa y, luego, con una maldición terrible, dio unos golpecitos en el techo del carruaje.
—Kluger, da media vuelta. Llévanos a la residencia del señor Teclis.
* * *
—¿Y cómo se produjo ese envenenamiento? —preguntó Teclis.
El alto elfo estaba en la cama, recostado contra cojines, en una habitación blanca e iluminada por el sol de la casa que Karl-Franz había puesto a su disposición en Altdorf. Aún estaba débil, pero tenía mejor aspecto que cuando Reiner le había hecho el equipaje.
—Fue el elfo oscuro —dijo Reiner con una sonrisa presumida dirigida a Manfred. Se encontraban sentados junto al mago, mientras los Corazones Negros aguardaban ante la puerta, incómodos—. Lo utilizó para obligarnos a hacer su voluntad. —Reiner se abrió la camisa y dejó a la vista la obra del cuchillo de Valaris, aún rosada y sensible—. Dijo que con esto sabría si lo traicionábamos, y nos envenenaría desde lejos. Prometió darnos un antídoto cuando le lleváramos la piedra, pero mintió.
—Mi mago, Handfort, intentó extraerles el veneno —dijo Manfred—, pero tal es el afecto que siento por mis hombres que he venido a preguntaros si podéis confirmarlo.
Teclis no le hizo caso. Tenía los ojos sobre las cicatrices de Reiner.
—Lamento estar demasiado débil en este momento como para libraros de ellas. Tal vez otro día. Dadme el brazo.
Reiner lo extendió. El elfo lo cogió e hizo un movimiento circular sobre él con la mano izquierda. Reiner se tensó, pero no sintió dolor.
Pasado un momento, Teclis alzó la mirada.
—Aquí no hay veneno. Traed a los otros.
Uno a uno, los Corazones Negros se acercaron a Teclis y le ofrecieron el brazo. Al final, se recostó en los almohadones, exhausto.
—Están libres de veneno.
Manfred miró a Reiner.
—¿Estáis satisfecho?
—Gracias, mi señor. Lo estoy.
Manfred se puso de pie.
—Entonces, llevadme hasta el libro.
—Un momento, mi señor. —Se volvió a mirar a Teclis—. Lord Teclis, ¿me disculpáis?
Manfred posó una mano sobre la daga, temeroso de una traición.
Teclis abrió los ojos.
—Estoy cansado, hombre. ¿Qué sucede?
Reiner hizo una reverencia.
—Perdonadme, señor, pero cuando me ocupé de vuestro equipaje en Talabheim, por inadvertencia guardé un libro del señor Manfred entre los vuestros. ¿Podría recuperarlo?
—Por supuesto —respondió Teclis, y cerró los ojos—. Luego, marchaos, por favor.
Reiner se volvió hacia la librería de Teclis. Ante ella yacían dos pilas de libros, aún atados con bramante. Reiner cortó el bramante de una de ellas y sacó un delgado volumen encuadernado en piel.
—Aquí lo tenéis, mi señor. —Se lo entregó a Manfred, que boqueaba como un pez.
—Pero…, pero podrían haberlo encontrado. Lo…
—Podrían, mi señor, pero no ha sido así. ¿Nos marchamos?
Salir por una puerta es un acto cotidiano, pero cuando salió por la puerta principal de la casa de Manfred con Franka, Pavel, Hals, Jergen, Augustus y Dieter, a Reiner le pareció que era un acontecimiento más grandioso que la coronación de un nuevo emperador. Había estado intentando salir por esa puerta durante más de un año. El corazón le latía con fuerza. Tenía ganas de dar saltos de alegría. Inhaló para sentir el olor de Altdorf, a fuegos de cocina y orines, a vegetación putrefacta, a perfumes baratos y salchichas, y pensó que nunca había olido nada tan embriagador en toda su vida. Sonreía de oreja a oreja. No iban con vigilancia. No tenían misión ninguna. No llevaban trailla. Podían ir a donde quisieran, y Reiner sabía exactamente qué sitio era ése.
—¡A la posada El Grifo, muchachos! ¡Y yo invito a las copas!
Los otros lo aclamaron. Incluso Jergen sonrió. Giraron por la calle adoquinada, con el equipaje colgado del hombro y un ritmo alegre en el paso.
Media hora más tarde estaban sentados en torno a la mesa de un rincón, junto al fuego, bajo las vigas de la posada El Grifo, ennegrecidas por el humo. Cada uno tenía una jarra de cerveza en la mano, y ante ellos había un crujiente pavo al horno sobre una bandeja.
Pavel levantó la jarra.
—¡Un brindis! —dijo, pero Reiner agitó las manos.
—¡Esperad! —dijo—. Hay una última cosa que tenemos que hacer.
Los otros lo miraron mientras metía una mano en el zurrón y sacaba el trozo de cuero enrollado. Lo desenvolvió, cogió el frasco etiquetado con su propio nombre y le entregó a cada uno de los otros el que le correspondía.
—Estoy seguro de que Teclis no mintió —dijo—. De todos modos, me gustaría asegurarme.
Se volvió hacia el fuego y, aunque sabía que no había riesgo, necesitó una buena dosis de valor para arrojar el frasco a las llamas. Se oyó una detonación y un siseo, y luego, nada más. Reiner suspiró, igual que los demás, y a continuación, uno a uno, arrojaron los frascos al fuego con solemnidad.
—¡Ahora, el brindis, piquero! —dijo Reiner.
Pavel sonrió y se puso de pie.
—No hay mejor brindis que el que hizo una vez nuestro reservado hermano —dijo al mismo tiempo que inclinaba la cabeza hacia Jergen. Levantó la jarra—. ¡Por la libertad!
—¡Por la libertad! —gritaron todos los demás a la vez, y luego vaciaron las jarras de un largo trago.
—¡Tabernero! —rugió Hals por encima de las cabezas de los demás—. ¡Será mejor que traigáis el barril! ¡Hace un año que acumulamos sed!
* * *
Pocas horas después, cuando Pavel, Hals y Augustus habían alcanzado un estado en el que cantaban canciones de marcha y desafiaban a todos los presentes de la taberna a un pulso, Reiner se inclinó hacia Franka.
—Tenemos un asunto inconcluso —le susurró al oído—. ¿Te reunirás conmigo arriba?
Franka le dedicó una mirada tímida y asintió con la cabeza.
Se escabulleron durante el segundo coreado de El asta del piquero.
—Bueno —dijo Reiner mientras cerraba la puerta de una pequeña habitación sencilla, y se encaraba con Franka—. Me pediste que te preguntara si me habías perdonado cuando regresáramos a Altdorf y bebiéramos a la memoria de Talabheim. Y, en fin, estoy seguro de que ya lo hemos hecho unas cuantas veces, así que… —Tosió—. ¿Me perdonas por no haber confiado en ti?
Franka se miró las botas.
—¿Y tú me perdonas por no haber confiado en ti?
Reiner frunció el ceño.
—Añadiste una bonita nota dramática cuando intentaste impedir que Dieter matara a Augustus, pero me dolió pensar que no me conocías lo suficiente como para ver que era un truco.
—Bueno, mejor —dijo Franka, y adelantó el mentón—. Ahora ya sabes cómo me sentí yo.
—Sí, sí, donde las dan las toman —dijo él—, pero ¿de verdad creíste que me había convertido en asesino? ¿Realmente pudiste pensar eso de mí?
Franka lo miró con los ojos brillantes.
—En el corazón sabía que no lo eras, pero…
Reiner rió.
—¡Pero sólo en el corazón! —Había vuelto contra él sus propias palabras—. Tú, muchacha, eres demasiado inteligente para tu propio bien. Es una de las razones por las que yo… —Calló al darse cuenta de lo que iba a decir. Había dicho esas palabras muchas veces cuando no eran verdad; ¿por qué ahora le resultaba tan difícil pronunciarlas?—. Por las que yo…, yo…
Franka le puso un dedo sobre los labios.
—¡Chsss! No tienes que decirlo. —Le dedicó una sonrisa presumida—. Confío en ti.
A Reiner se le cerró la garganta y se le humedecieron los ojos.
—¡Maldita seas, muchacha!
La abrazó con todas sus fuerzas. Se besaron, y esa vez no se separaron.
* * *
A la mañana siguiente, Franka y Reiner bajaron con paso tambaleante al salón de la posada El Grifo, ya muy tarde porque, aunque se habían despertado con hambre, también estaban tan encantados con su recientemente recobrada libertad que tuvieron que compartirla otra vez. Los otros ya estaban allí, aferrándose la cabeza e intentando comerse unos huevos con trucha tan silenciosamente como podían.
—Buenos días —dijo Reiner, alegre.
Hals alzó hacia él una mirada colérica.
—Parecéis muy satisfechos de vosotros mismos.
—Ciertamente, estamos muy contentos el uno con el otro —dijo Reiner.
Franka le dio un codazo en las costillas y se puso roja como un tomate, mientras el posadero les llevaba más platos. Se acomodaron con los demás, y Reiner miró a Franka como si la viera por primera vez, y sonrió. «Voy a estar desayunando con esta belleza durante el resto de mi vida», pensó. Pero entonces comenzó a preguntarse cómo sería esa vida. ¿Qué harían? ¿Cómo iban a mantenerse? Reiner era jugador de oficio. ¿Toleraría Franka eso? ¿Los horarios intempestivos? ¿Una vida de engañar a patanes? Suponía que podría llevarla a casa de su padre y convertirse él en un caballero rural. Pero había huido de esa vida a la máxima velocidad posible. Altdorf era su hogar. La pregunta era si podría convertir esa ciudad también en el hogar de ella.
Al parecer, los otros tenían pensamientos similares.
—Me pregunto si la granja de mi padre aún existirá —dijo Hals—. Y Breka, que vivía en dirección a Ferlangen. Guapa muchacha, Breka.
—No quedaba mucho cuando pasamos por allí hace un año —dijo Pavel, sombrío—. Lo más probable es que nuestra gente esté toda muerta. Supongo que podríamos ir y comenzar de nuevo.
Hals frunció el ceño.
—Un trabajo tremendo ése.
—La Talabheim que yo conocía ha desaparecido —declaró Augustus—, y si regresara a mi compañía, volverían a encerrarme.
—¿Y tú, espadachín? —preguntó Hals, que alzó la mirada hacia Jergen—. ¿Tienes una moza en alguna parte? ¿Una granja?
Jergen clavó los ojos en el plato.
—Yo… no puedo volver a casa.
Se produjo un incómodo silencio, y entonces Dieter se levantó.
—Yo sí —dijo—. Y voy a hacerlo. —Se limpió la boca—. Mis antiguas minas están a tiro de piedra de aquí, y la guardia piensa que he muerto. Es hora de hacerles una visita a los que me vendieron. —Recogió el zurrón e hizo una burlona reverencia—. Ha sido un placer conoceros, os lo aseguro, pero me marcho a casa. —Y dicho esto, salió de la posada.
Los Corazones Negros lo miraron mientras se marchaba, y luego volvieron a la comida.
—¡Ojalá yo estuviera tan seguro como ese tipo! —dijo Pavel.
—Sí —asintió Augustus—. Es agradable saber lo que quieres.
Franka y Reiner se miraron con intranquilidad. Reiner se daba cuenta de que algunas de las cosas que habían estado preocupándolo también pasaban por la mente de ella.
Gruñó con fastidio.
—Hay todo un mundo ahí fuera —dijo—. Seguro que todos podremos encontrar algo que hacer.
Pero de momento no se le ocurría nada, y al parecer tampoco a los otros, porque continuaron comiendo en silencio.
Al fin, Hals soltó un bufido.
—Tal vez Manfred esté contratando gente.
Los otros rieron. Reiner casi escupió un bocado de trucha hasta el otro lado de la mesa. Luego, la risa se apagó y todos volvieron a guardar silencio.