22: El héroe del momento

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El héroe del momento

—Bueno, muchachos —dijo Hals—. Ha sido un gusto conoceros.

—Te veré en el salón de Sigmar —le prometió Pavel.

—¿Señor Teclis? —preguntó Manfred con nerviosismo.

—Estoy al límite de mis fuerzas, conde —replicó Teclis—. Puedo matar a muchos, pero no a todos.

Manfred apretó los dientes.

—En ese caso, venderemos nuestras vidas tan caras como sea posible.

Los otros comandantes asintieron con la cabeza y los soldados se alinearon, pero los hombres rata continuaban inmóviles.

—¿Por qué no atacan? —preguntó Franka.

Se vio un movimiento en la retaguardia del ejército de alimañas, y del túnel del otro lado de la grieta salió un grupo de hombres rata. Atravesaron el puente y se abrieron paso con lentitud hasta la primera fila. Eran al menos veinte, y en cabeza iba un hombre rata blanco como la nieve que llevaba un largo báculo verde grisáceo. La primera línea se separó, y los hombres rata avanzaron. Las compañías lanzaron una exclamación ahogada. Las alimañas llevaban la piedra conductora.

El hombre rata de blanco pelaje señaló imperiosamente a Teclis.

—Tú, oreja puntiaguda —dijo con una voz que sonaba como si rasparan un plato con un cuchillo—. Coloca cosa elfo. Haz bien. ¡Dice vidente Hissith!

Manfred, Schott y Boellengen intercambiaron miradas de desconcierto.

Teclis miró con el ceño fruncido al hombre rata.

—¿Queréis que vuelva a colocar la piedra?

—¡Lo ordeno!

—¿Por qué?

—¡No por qué! —le espetó Hissith—. ¡Hacer!

—¿Por qué? —preguntó Teclis con calma.

El mago rata tembló de furia, y Reiner temió que les ordenara a los soldados que atacaran, pero al final habló.

—¡Nosotros clan Colmillo Verde! ¡Piedra de disformidad sólo para nosotros! Luego cosa elfo rompió. Otro clan huele piedra de disformidad. Vienen robar. Clan Cola Tullida. Clan Comedor de Muertos. Nosotros luchar. —Señaló a Teclis—. Tú arregla piedra elfo. No huelen más. ¡Piedra de disformidad sólo para nosotros otra vez!

Reiner exhaló, aliviado y asombrado. No iban a morir. Por disparatado que pareciera, los hombres rata los necesitaban.

—Señor Teclis —dijo Schott, horrorizado—, no podéis hacerlo. ¡El Imperio no hace tratos con el mal! ¡Debemos luchar contra ellos! —Miró a Manfred—. ¿No es lo que desearía el Emperador, conde?

—Eh… —comenzó Manfred, que parecía tener ganas de darle un puñetazo en la cara a Schott.

—Por suerte —intervino Teclis—, vuestro emperador no me gobierna a mí. —Miró al mago rata y asintió—. Lo haré.

—¡Mi señor! —gritó Schott, escandalizado.

—¡Silencio, Schott! —le siseó Manfred—. ¿Perderíais Talabheim y la piedra por una cuestión de honor?

Los esclavos dejaron la piedra en el suelo y retrocedieron, mientras el mago señalaba a Teclis.

—¡Tú engañar, tú morir! ¡Nosotros venir! ¡Matar todos! ¡Así dice Hissith!

—¡Nos amenaza, señor conde! —dijo Schott, con los ojos encendidos.

—Dejadlo —respondió Manfred, e hizo una reverencia, sonriendo, cuando el mago volvió al ejército.

Sin una palabra más, la horda de alimañas se retiró a los túneles como un océano marrón en bajamar. Los hombres se miraron unos a otros como si no pudieran creer que aún estaban vivos.

—¡No os quedéis ahí! —le espetó Manfred a Reiner—. ¡Recogedla y marchémonos antes de que volvamos a perderla!

Los Corazones Negros recogieron la piedra conductora y, rodeados por los maltrechos restos de las compañías de Talabheim y Reikland, emprendieron con cansancio el camino de regreso a la superficie.

Cuatro días más tarde, en las profundidades del subsuelo de Talabheim, Teclis volvió a colocar la piedra conductora en su sitio y la ocultó a la vista con potentes protecciones, para luego enterrar la cripta bajo miles de toneladas de roca. A continuación, les lanzó un hechizo de olvido a todos los obreros que habían construido la nueva bóveda, con el fin de que no pudieran contarle a nadie dónde estaba, y a la bóveda misma le lanzó un hechizo similar que haría que cualquiera que acudiera a buscarla olvidara por qué había ido allí.

Al colocar la piedra, instantáneamente comenzaron a marchitarse las plantas dementes del barrio de los Árboles del Sebo, se disiparon las nubes y extrañas auroras boreales del cielo de la ciudad, y la locura que había plagado a Talabheim se desvaneció. Aún quedaba mucho por arreglar: vecindarios que reconstruir, mutantes que perseguir, adoradores del Caos que ahorcar, pero no se informó de ningún nuevo caso de mutación, y Talagraad volvió a abrirse al tráfico comercial.

Para celebrarlo, la condesa dio un gran baile al que se invitó a Manfred y la delegación de Reikland. Reiner no esperaba que lo invitaran. Pensaba que Manfred lo arrojaría a las sombras para quedarse con toda la gloria, pero, para su sorpresa, el conde le ordenó que asistiera, mientras que el señor Schott era enviado de vuelta a Altdorf antes del acontecimiento para informar al Emperador del éxito obtenido.

—El maldito toro tozudo no quiere seguir el juego —dijo Manfred cuando iban en carruaje hacia la Gran Mansión—. Con el fin de ahorrarle incomodidades a la condesa y mantener en buenos términos las relaciones con Talabheim, debo fingir que Scharnholt y Danziger murieron como héroes, luchando contra los mutantes. No puede ni sugerírsele que tenía la corte plagada de adoradores del Caos. Schott se negó a cooperar en el engaño, así que lo he enviado a casa. —Manfred posó en Reiner una mirada furiosa—. En cambio, seréis vos el héroe del momento: el noble secretario que condujo a Scharnholt, Danziger y von Pfaltzen hasta la guarida del elfo maligno. Y si no seguís el juego exactamente como acabo de deciros, y no alabáis profusamente a Scharnholt y Danziger, haré que me lleven vuestra cabeza, ¿entendido?

—Vuestra señoría siempre se expresa con absoluta claridad —respondió Reiner, e hizo una reverencia.

Después de haber contado una docena de veces su historia —o, más bien, la historia de Manfred—, al otro lado de la grandiosa sala de baile, Reiner vio a la dama Magda que hablaba y reía con la propia condesa. Reiner se interrumpió en medio de una humorística anécdota. La maldita mujer caía siempre de pie, como un gato. ¿Cómo habían logrado los traidores recuperar la gracia de la condesa? ¿Por falta de pruebas? ¿O acaso la condesa no quería que un miembro de su propia familia fuera acusado de traición?

Reiner no tenía esos escrúpulos. Se excusó ante sus oyentes y se acercó a Manfred, que estaba hablando con el sumo sacerdote de Taal en Talabheim.

—Mi señor —le susurró al oído—, ¿si me permitís una palabra?

Manfred acabó la conversación y se volvió hacia Reiner.

—¿Sí? ¿Por qué no estáis contando vuestra fábula?

—Mi señor, si aún estáis interesado en acabar con la corruptora de vuestro hermano, creo que tengo un modo de lograrlo. Sólo invitadme a contar mi historia delante de Magda, Rodick y la condesa.

Manfred asintió.

—Venid.

Magda y Rodick intentaron excusarse cuando Manfred se acercó a la condesa, pero Manfred les imploró que se quedaran a oír la historia de cómo lo habían rescatado y habían recuperado la piedra conductora.

—Reiner fue quien descubrió el complot, y lo cuenta mucho mejor que yo.

Así que escucharon, intranquilos, mientras Reiner contaba que había visto mutantes vestidos de sacerdotes de Morr escabullándose dentro de la Gran Mansión, y había advertido a Danziger, Scharnholt y von Pfaltzen del robo, y luego los había conducido hasta la guarida del elfo oscuro. Cuando comenzó a hablar de los ladrones encapuchados que habían intentado robar la piedra en medio de la batalla, reparó en que a Magda le sudaba el labio superior.

—Mi arquero Franz tiene una puntería fantástica —dijo Reiner—. Y cuando Scharnholt gritó que unos ladrones se llevaban la piedra, les disparó una flecha. Por desgracia, la distancia era muy grande y el disparo sólo hirió en un brazo a uno de los dos jefes del grupo, un tipo bajo, y él y el otro jefe escaparon antes de que el elfo oscuro provocara una explosión que hizo caer a los demás del puente. —Reiner frunció el ceño, decepcionado—. Lamento terriblemente que esos hombres lograran escapar. Se le haría un gran servicio a Talabheim si se averiguara qué traidores tenían los ojos puestos en esa piedra. Por desgracia, no es factible preguntarles a todos los hombres de Talabheim si han recibido un disparo de flecha en un brazo, justo aquí.

Al decir «aquí», apretó con fuerza el brazo de Magda, justo por encima del codo. Ella chilló y se le doblaron las rodillas.

Reiner lanzó una exclamación ahogada, como si se sintiera azorado.

—¡Mi señora, lo lamento terriblemente! ¿Tenéis una herida justo aquí? ¡Qué coincidencia tan desafortunada!

—¡Quitadle las manos de encima, patán! —gritó Rodick, colérico—. Le habéis destrozado el brazo.

—¡Mi señor, juro que sólo la he tocado! —dijo Reiner—. No tenía ninguna intención de hacerle daño.

—Una coincidencia desafortunada, en efecto —dijo la condesa con los ojos clavados en los de Magda—. Venid conmigo, señora. Haré que os examine el médico real.

—No es necesario —respondió Magda, sonriendo, aunque estaba blanca como una sábana—. Es sólo que me ha sorprendido. Estoy bien.

—Insisto —dijo la condesa, y la amenaza de su voz era inconfundible. Se volvió para hacerles una señal a sus guardias, que se encontraban cerca—. Por aquí. Primo Rodick, ¿no nos acompañas?

Cuando se la llevaban, Magda le lanzó a Reiner una mirada que era veneno puro.

Reiner le hizo una profunda reverencia.

—Adiós, señora. El placer ha sido todo mío.

Y así, la mañana en que partía la delegación de Reikland, Reiner y los otros Corazones Negros observaron con satisfacción cómo ahorcaban a la dama Magda Bandauer en el patíbulo situado ante el Gran Tribunal de Edictos. Al señor Rodick, por ser primo de la condesa, se le había permitido beber veneno. Entonces, habían acusado a Magda de su asesinato: todo ordenado y claro, sin que se formularan preguntas incómodas sobre la piedra conductora y la estatua de Shallya.

Magda se condujo con gran dignidad en la horca, y podría haberse marchado hacia la muerte con esa dignidad intacta si, cuando el verdugo le dio la oportunidad de hablar, no se hubiera puesto a denunciar a la condesa y al Parlamento de Talabheim por encubrir la corrupción de Scharnholt y Danziger, y la amenaza de los hombres rata que vivían debajo de la ciudad.

Reiner rió entre dientes cuando la amordazaron y le pusieron la capucha, para luego ajustarle el lazo en torno al cuello. Malévola hasta el final, la muy perra. Él habría hecho lo mismo, por supuesto.

—Y ésa va por el capitán Veirt —dijo Pavel cuando Magda cayó por la trampilla y se agitó en el extremo de la soga.

—Y por el pobre Oskar —dijo Franka.

—Y por Ulf —añadió Reiner.

—Es una verdadera lástima que tenga ese saco sobre la cabeza —comentó Hals—. Quiero verle la cara, ahora que ha saboreado la muerte en carne propia.

—Y sin embargo —dijo Reiner—, tenemos que darle las gracias por nuestras vidas. Sin sus conspiraciones, todos habríamos sido colgados hace mucho tiempo en la guarnición de Smallhof.

—¿Esto es vida? —preguntó Pavel.

Los otros, que no habían conocido a los hombres cuyas muertes había provocado Magda, observaban en silencio cómo se debatía y se estremecía en la horca.

Manfred pareció distraído a lo largo de todo el proceso. Reiner sonrió, porque conocía el motivo. La noche anterior, después de que Reiner hubiera ayudado a hacer el equipaje de Teclis —dado que, al haber muerto su guardia, el elfo se había quedado sin servidores—, había hecho lo mismo por Manfred. El conde le había hecho registrar tres veces cada maleta y caja en busca de un pequeño diario encuadernado en cuero. Cuando no lo encontraron, acusó a Reiner de habérselo robado, y registró las pertenencias del capitán tan minuciosamente como lo había hecho con las propias; pero al no encontrar nada acabó por despedir al capitán, furioso. Reiner había oído cómo rebuscaba por la habitación durante toda la noche.